Tras haberse enfrentado a Poseidón por la posesión del Ática, en el inicio de los tiempos, y tras haber rechazado los avances del cojo Hefesto, limpiándose, con un mohín de asco, el semen eyaculado sobre su muslo, caído sobre Gea, la tierra, y dando a luz a Erictonio, un ser con cuerpo de serpiente que se convertiría en el primer autóctono ("nacido de la tierra"), el primer rey de Atenas, la diosa Atenea se instaló en lo alto del acrópolis, y se convirtió en la diosa protectora de la ciudad de Atenas.
Atenas era la patrona de los constructores de naves. Gracias a su presencia, Atenas se forjó un imperio marítimo. La obra maestra de la diosa era la nave Argo, ensamblada por el artesano Argo a quien Atenea inspiró y ayudó, una nave dotada de palabra, en la que Jasón y los Argonautas partió hacia Oriente en pos del Vellocino de oro, guardado por un dragón en un jardín de la Cólcide.
Los carpinteros y, por tanto, los arquitectos -ambos trabajaban la madera-, junto con las tejedores (que enlazaban hilos sobre la urdimbre de un modo parecido a como los arquitectos trenzaban fibras vegetales, ramas y troncos a fin de articular una estructura y unos paramentos de madera) también estaban bajo la protección de Atenea.
Atenea moraba en el Erecteion: allí se hallaba la estatua de culto, un ídolo tosco de madera (un "xoanon"), cuyo aspecto hosco y gastado demostraba bien su antigüedad y su "santidad": no era una imagen amable, pensada y tallada para los seres humanos, sino que su aspecto evocaba bien su alteridad, el que perteneciera al mundo, lejano y ajeno, de los dioses.
Los bienes que los fieles, de Atenas y de las ciudades bajo el control de esta ciudad, ofrendaban a la diosa, se depositaban en el Partenón. Este templo, desmesurado en su última fase -cuyas ruinas se alzan todavía en lo alto de la colina sagrada-, se recortaba en el cielo, y era visible desde la lejanía, el mar, sobre todo. Su fachada principal miraba a Oriente. Proclamaba la superioridad de Atenas sobre los bárbaros, desde las amazonas hasta los persas, venidos de dónde el sol despunta.
El Partenón, pese a sus proporciones de gusto oriental, sigue las pautas de los templos griegos. No es propiamente un templo canónico, toda vez que aúna órdenes dórico y jónico, pero sí que se compone de una cámara central -que acogía una deslumbrante estatua, hecha de marfil y de oro, de la diosa, de casi veinte metros de alto, y el tesoro de Atenea en el que se acumulaban todos los bienes ofrendados-, y un pórtico con filas de columnas equidistantes.
El modelo del templo griego, pese a que estudiosos han tratado de hacerlo derivar de la arquitectura egipcia, no parece tener raíces más que en su propia forma. Se trataba, muy posiblemente, de una forma original: un nave cerrada -el acceso, no solo al tesoro, sino a la imagen o la estatua de culto de la divinidad, estaba vetado a los mortales; la divinidad moraba en sus aposentos, indiferente a la suerte de los mortales que vivían y se ufanaban a sus pies, en la ciudad baja, alrededor del ágora- rodeada de filas de pilares.
Esta forma, ¿responde a cuestiones funcionales -el soporte de una techumbre que cubre la cámara sagrada, o puede entenderse como un símbolo, una imagen secreta de alguna verdad que se comunica a través de dicha forma, y de su ubicación, su relación con el espacio?
Se ha escrito a menudo que el templo cristiano, organizado a partir de un espacio central que conduce al altar, y por el que, contrariamente al templo griego, los humanos sí pueden circular -el templo cristiano es un lugar de acogida, en el que mortales e inmortales hallan un espacio de encuentro, en el que comulgan o comparten valores-, es una reproducción, en tanto que espacio que no rechaza a ningún ser vivo, y espacio en el que todo viviente se siente protegido, tanto del Edén, cuanto del Arca (de la Alianza, como de Noé). Por eso, el espacio de encuentro, llamado nave, se asemeja a una barca invertida. Los arcos de medio punto de las bóvedas góticas, paradigmáticas, en el imaginario cristiano, de la iglesia, son la réplica, ampliada al tamaño del universo, de las armaduras que configuran y sostienen el casco del bajel.
La metáfora naval no es exclusiva del templo cristiano. El templo griego también recuerda a una barca. La imagen es quizá aún más evocadora gracias a las filas perimetrales de las columnas que se asemejan a remos. Esta comparación parece desencaminada. Mas, en la Grecia antigua, como bien recuerda Robert Hahn, los remos, que se desplazan conjunta y velozmente sobre la espuma del mar, eran comparados con una bandada de aves migratorios -como por ejemplo, las grullas, que guiaban a los navegantes-, y el término que designa el espacio porticado,
pteron, significa, en verdad, ala. Aun hoy en día, ¿no designamos las partes de un edificio con el término de ala?
Si esa asociación entre el templo y una barca de remos fuera justa, el templo griego sería considerado no solo como un vehículo que sortea el espacio infranqueable entre mortales e inmortales, sino que también recuerda la nave en la que los colonos -salvo los autóctonos- han venido para fundar una ciudad e instalarse para siempre. Los efímeros -nombre con el que se designaban a los mortales- siempre vienen de otro lugar. Su vida es un tránsito. Navegan del sol naciente al ocaso. Su paso por la tierra es fugaz. apenas se instalan, declinan y desaparecen. Se diría que una nave los arrastra sin cesar. El templo recuerda la nave de la tierra. Recuerda al ciudadano de dónde vino. le recuerda que no es de esta tierra, de ninguna tierra. Le recuerda que está en tránsito. Solo los dioses son lugareños -y no todos; dioses tan cercanos a los mortales como Dionisos también están de paso, entre Oriente y Occidente, precisamente. Del mismo modo que el sol, que despunta y se hunde n el piélago, se desplaza en una barca, así también los efímeros bogan un es esquifo frágil.
Pero la nave de las alturas que es el templo griego, es de piedra o de mármol. Es una nave sólida como una roca. Aunque parezca desplazarse en los aires, sobre cuando centellea bajo la luz y sobre la neblina húmeda que cubre la ciudad baja portuaria, el templo parece varado para siempre. De este modo, ayuda a que el ser humano se sienta en confianza. El templo le recuerda de dónde vino, le recuerda que vino de otro lugar, otra ciudad, la ciudad natal. y le recuerda que su estancia es temporal. Ha bajado por unas horas, mas la nave partirá pronto. Pero, al mismo tiempo, la nave es tan sólida y parece tan bien anclada -los edificios, como las barcas, se anclan para que el tiempo, la corriente del tiempo y el olvido no los arrastre- que los mortales, los ciudadanos, se sienten seguros, siendo conscientes que su estancia es transitoria.
El templo griego acoge a la divinidad. Es la morada de la divinidad. Pero está concebido y construido para inspirar al moral una sensación, temporal pero reconfortante. de cobijo, de una vida, perecedera, pero plena. El templo es lo que permite que los mortales crean, por un momento, que son inmorales el tiempo de su vida, sin que, por ello, la ilusión les ciegue.