Tithemi: este verbo, en griego antiguo, significa: establecer, asentar, fundar.
Aunque la etimología de los nombres propios suele ser incierta y es aventurado aseverar a fe cierta acerca de su significado, algunos estudiosos destacan el parecido turbador entre el verbo
tithemi y el nombre propio Teseo.
Dicha relación no sería descabellada. ¿Por qué?
Los atenienses creían descender de una serie de reyes primigenios nacidos de la tierra. Erictonio, Erecteo y Cércope tenían todos una misma figura: seres con dos formas yuxtapuestas, cuyo cuerpo exteriorizaba su doble naturaleza. Por un lado, eran divinidades, lo que se mostraba a través de la parte inferior del cuerpo en forma de serpiente; la parte superior, empero, era humana.
El primer rey de este linaje había brotado, como una planta, de las entrañas de la tierra. Era el fruto, o el hijo de la tierra, la diosa-madre tierra, Gea, fecundada, involuntariamente por una divinidad. En efecto, el dios de la forja, el cojo Hefesto, de rostro ennegrecido y requemado por el fuego alrededor del cual pasaba los días, encerrado en su taller, había intentado seducir reiteradas veces a la diosa Atenea, fría y distante, una divinidad guerrera, más masculina que femenina, que rechazaba cualquier contacto que supiera subordinarse a un varón. En una de las tentativas más apremiantes de Hefesto, éste eyaculó sobre el muslo de la diosa: asqueada, Atenea se limpió con un paño, que tiró al suelo: así es cómo Hefesto fecundó a Gea.
Los atenienses creían, pues, que la región del Ática les pertenecía desde tiempos inmemoriales. Existían desde el tiempo de los dioses. No provenían de ningún otro lugar. Siempre habían estado allí, en el Ática, cerca del mar. No se les podía echar, ni podían aceptar como ciudadanos a foráneos; solo ellos tenían razones poderosas para considerar que el Ática era suya. Ésta les había alumbrado.
Este mito, sin embargo, dibujaba una situación que impedía a Atenas partir a la conquista de nuevas tierras. Si la posesión de una ciudad estaba justificada siempre y cuando se hubiera nacido allí en el origen de los tiempos, los atenienses solo podían asentarse en Atenas. Su imperio marítimo no tenía sentido; no era legal.
Sin embargo, el mito de la autoctonía -el nacimiento de la tierra, el enraizamiento en ella- se completaba con la historia de Teseo.
El perfil de Teseo correspondía bien con el de un héroe singular, destinado a fundar una ciudad. En verdad, Teseo no podía fundar Atenas, porque ésta existía desde siempre; pero sí pudo unir bajo unas mismas leyes distintos poblados vecinos, todos ellos asentados en el Ática, convertidos, tras el acto fundacional de Teseo, en barrios o distritos de una misma ciudad a la que dotó de las instituciones políticas necesarias para un gobierno justo: Teseo creó la Boulé -el ayuntamiento- y el Pritaneo -una asamblea "municipal", formada por representantes políticos de cada distrito, que legislaban y gobernaban en un edificio que acogía el fuego sagrado de la ciudad-. Los estamentos políticos que permitían el buen funcionamiento de Atenas estuvieron a cargo de Teseo, mientras que la diosa Atenea se limitó a amurallar y perfilar el acrópolis, el espacio consagrado exclusivamente a los dioses.
Teseo fue un mal nacido. Un oráculo había advertido al rey Egeo, descendiente de Cércope, incapaz hasta entonces, pese a sucesivos esponsales, de tener un hijo, que solo tendría descendencia si se cumplía una muy extraña situación: si un palo se hundiera en un odre de vino camino de Atenas. La metáfora sexual se aclararía pronto.
En un viaje a la ciudad vecina, Egeo se unió a la hija del rey de aquella ciudad. Ésta quedó encinta, sin que Egeo lo supiera claramente. Sin embargo, escondió una espada y calzado debajo de una roca pesada, explicando a la muchacha -una adolescente, casi una niña. llamada Edra- que si, por casualidad, daba a luz, su hijo solo podría presentarse ante Egeo como su hijo, si portaba la espada y las sandalias que solo un hijo de rey habría podido obtener.
Y así aconteció.
Antes, sin embargo, de ser reconocido por su padre Egeo, Teseo viajó hasta Atenas por un camino infestado de salteadores de caminos y criminales. Hubiera podido viajar por mar. Mas, entonces, no habría podido emular a Heracles cuando éste libró la tierra de un sin fin de monstruos. Monstruos ya no quedaban, pero sí aun bandidos. Heracles era el espejo en el que Teseo se miraba. Con los años llegarían a encontrarse y compartir aventuras.
No bien Teseo se presentó ante Egeo, su madrastra, la maga Medea, intuyó quien era, y los problemas que acarrearía. Trató de envenenarlo mas, justo cuando Teseo posó los labios en la copa, Egeo reconoció la espada que Teseo blandía y, tras repudiar a Medea, nombró a Teseo sucesor suyo.
Atenas, por el aquel entonces, dominaba la tierra, mas no el mar. Atenas estaba sometida a Creta. Cada año tenía que entregar a siete muchachos y siete muchachas al Minotauro, un ser híbrido, mitad toro, y mitad humano, para que los devorara en su palacio, el Laberinto, situado en la costa cretense.
Los atenienses se lamentaban amargamente del precio que pagaban para que Creta no les invadiera. Teseo se propuso para solucionar el problema.
Era el héroe más dotado para esta tarea. Enfrentarse a un ser híbrido implicaba estar familiarizado con su doble naturaleza. Mas las condiciones dobles no eran extrañas a Teseo. Era ateniense mas nació fuera de la ciudad. su padre lo quería pero lo abandonó. Sacrificó su cabellera a Apolo, en Delfos, donde acudió para saber cual iba a ser su destino, por lo que perdió temporalmente un signo eminentemente viril, la cabellera que se agitaba como la melena de un león durante los fieros combates. Deseado y temido, hombre y mujer, apátrida y héroe patrio, príncipe de una comunidad que nunca se había desplazado, y viajero impenitente, Teseo unía situaciones extremas. Nada humano le era ajeno: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, padres y madrastras, amados y repudiados, todos habían sido íntimamente conocidos por Teseo. Ninguna situación, ninguna acción, por retuerta y artera que fuera, le podía sorprender. Un ser entre el hombre y la bestia no podía constituir un obstáculo.
Teseo halló el camino que le condujo sin perderse hasta el corazón del Laberinto. Mató por sorpresa al Minotauro. Partió de Creta con los jóvenes rescatados, acompañado de Ariana, la hija del rey Minos de Creta: ésta, enamorada del príncipe ateniense, le había entregado un ovillo para que pudiera, a medida que lo deshacía en el Laberinto, hallar la salida tras librar al mundo del monstruo.
Quizá Teseo, impaciente de volver a Atenas, se olvidara de cambiar la vela negra con la que bogó a Creta por una blanca, signo de victoria, o quizá el destino había decidido que, como Edipo, Teseo fuera el causante de la muerte de su padre, pero lo cierto es que Egeo, al ver una vela negra despuntar por el horizonte, desesperado, temiendo la noticia, se tiró al mar que, desde entonces, en recuerdo suyo, se llamó como él.
Teseo aceptó la corona. Pero no fue un rey, sino un gobernante que, tras instituir la democracia, volvió a emprender el camino hasta que encontró la muerte.
Los mitos de Cécrope y de Teseo eran complementarios. A través del primero se definía la centralidad del espacio: Atenas se asentaba en un lugar. La ciudad se organizaba como un punto de referencia; y un punto desde dónde partir para explorar o a la conquista de nuevos espacios. Precisamente, el mito de Teseo traduce las ansias marítimas de Atenas. El mito de Cécrope es centrípeto, centrífugo el de Teseo. Con cécrope, los atenienses exploraron su identidad: el mito era un espejo en el que se miraban. el mito de Teseo, por el contrario, tendió puentes hacia los otros -presentados como los que no eran atenienses-, puso a Atenas en contacto con "los otros", mostró a Atenas otros rostros, quizá rostros que Atenas no quería ver. Es muy posible que Teseo haya sido utilizado políticamente, quizá ya desde el siglo VI aC. Pero ese uso no minusvalora la importancia y la función del mito. Al igual que el rito, que organiza gestos en el espacio, una gestualidad por la que se ocupa el espacio y se traduce las imágenes y las esperanzas que éste suscita, el mito también es un medio de expresión. A través de él, los humanos no solo exteriorizan la imagen que tienen del mundo sino que la comunican; por tanto, el mito educa; permite el diálogo y la discusión. Los mitos son relatos compartidos. Son medios para imponer pero también para transmitir imágenes y vivencias, deseos confesables o inconfesables, que se confiesan a través de héroes y aventuras. El mito no es la voz de su amo. Posee una densidad que impide que pueda ser manipulado. Los héroes y las escenas son demasiado complejos, las relaciones que se tejen suficientemente enrevesadas, con múltiples caras, para que los hilos del relato puedan ser manejados a voluntad. Los humanos no se expresan a través del mito, sino que es éste el que recurre a la voz y los gestos humanos para comunicar verdades, al igual que la tragedia, cuyo sustrato es el mito, que lo escenifica, y muestra cómo el mito revela los pliegues de la historia, y del alma humana.
Gracias a Teseo, los atenienses pudieron conquistar el Mediterráneo. No hacían´más que seguir la senda de Teseo: partían para divulgar las ideas benefactoras del héroe allende los mares, librando al mundo de los monstruos que ponían en jaque la convivencia e impedían que las comunidades se sintieran seguras.
De algún modo, el comportamiento justo de Teseo marcaría para siempre la vida cívica europea.
Quizá hoy, sin embargo, lo hayamos olvidado.