La presente exposición
Metamorfosis, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), sobre la obra de tres "magos" de la animación cinematográfica, permite plantear qué es un castillo encantando, una figura prominente en numerosos cuentos, ilustrados por los animadores incluidos en esta muestra.
Un castillo encantado sería un recinto que ha sufrido un encantamiento, o un lugar donde quien accede a él sufre un hechizo. Tanto en un caso como en otro, el visitante se ve confrontado a una situación distinta de la habitual, por no decir irreal.
La figura del castillo encantado es común a un sinnúmero de relatos, míticos o no, que cuentan ritos de paso, o pruebas por las que pasa el protagonista. Desde el palacio de la maga Circe, en el que los compañeros de Ulises son metamorfoseados en cerdos y encerrados en una pocilga, o, el palacio desértico, en medio de un bosque, que acuna los encuentros nocturnos de Eris y Psique, tal como los narró el escritor romano Apuleyo, hasta los castillos de Barba Azul, Blancanieves o la Reina de las Nieves, la casa Usher, o el Castillo "de" Kafka, estas construcciones son cajas mágicas donde se subvierte el orden.
Se hallan siempre fuera del espacio urbano. Se ubican en parajes remotos, aislados, de difícil acceso, desde bosques hasta cumbres encrespadas. En aquellos casos en los que se ubican en el corazón de un asentamiento, un espacio circundante extraño los envuelve: calles desiertas, silenciosas, por las que no transita un alma, barridas por gélidas corrientes de aire. El entorno evoca un mundo muerto y mortífero. La desmesura, y la falta de proporción entre el castillo y el resto de las construcciones, señalan la extrañeza que el castillo causa y le embarga.
Son castillos lúgubres o deslumbrantes; levantados con materiales imposibles o inimaginables, como el hielo, materiales con los que habitualmente no se puede construir.
No acogen a nadie, o a seres solitarios, invisibles, a veces, que están en odas partes y en ningún lugar. El castillo más parece una cárcel que los mantiene apartados, aunque sus dueños puedan salir ocasionalmente al exterior. Como el Laberinto para el Minotauro, el castillo actúa tanto como un lugar de encierro para su dueño, como un cebo o una trampa con el que seduce y atrapa a sus víctimas. Pues quienes entran en estos castillos sin haber sido invitados se convierten siempre en blanco de la ira o la gula de lo dueños -o el dueño: éste suele ser un ser único, solitario y arisco -que sueña, como la Bestia, con una compañía.
La organización espacial desconcierta. Ya, de entrada, el acceso es difícil, porque no es evidente. La puerta está cerrada a cal y canto, pero cede cuando se halla cómo abrirla. El interior se asemeja a una cárcel grabada por Piranesi: escalinatas empinadas, de caracol, a menudo, rampas, puentes, pasadizos, puertas secretas, torreones, amplias salas abovedas solo animadas por el eco de los pasos temerosos del inquieto visitante, son ruidos, o voces, más que figuras, las que animan estos espacios. Junto con condiciones ambientales extrañas -hace un frío de muerte, o un calor insoportable, la luz es lúgubre o, por el contrario, ciega-, el castillo se estructura de tal modo que obliga a quien lo recorre a perderse, rompiendo con el espacio en el que se mueve habitualmente, y forzándole a olvidarse de él, entre otras causas porque es imposible encontrar el camino de vuelta. Un castillo encantado es un espacio final. Por otra parte, quien penetra en el interior sufre una tal transformación física o mental que ya no podría regresar a su ámbito cotidiano. Los interiores protegen, defienden la integridad. El castillo encantado, en cambio, fuerza el cambio. Sus dueños no son de este mundo: ogros, cíclopes, gigantes, hechiceras, madrastras -que son magas, necesariamente- los pueblas: son la imagen inversa o invertida del buen ciudadano, del civilizado, del ser familiar. La misma Muerte, o el Diablo, reinan. Y quienes los encuentran se vuelven también, temporalmente al menos, extraños: entran en un estado que no les es propio, ni es propio de la vida diaria. Pueden caer un un sueño profundo, una imagen de la muerte, durante años o siglos.
Este espacio se recorre con la imaginación. El contacto con el castillo encantado se produce siempre en el ámbito doméstico. De noche, a la luz de una lámpara, bien protegido, acurrucado, en la cama o en un sillón, los castillos encantados son presentados en cuentos que se leen o son leídos. La extrañeza que despiertan solo se alcanza en la intimidad del hogar. El viaje al castillo encantado refuerza o teje las relaciones familiares o amistosos.
Los castillos encantados invitan a vivir otras vidas. Descubren la cara oculta de la vida, que se tiene que descubrir para poder vivir. Son espacios en los que se vive con la imaginación -que es lo que permite vivir vidas más intensas y plenas- experiencias que sacan al lector o al oyente de sus coordenadas, sus costumbres.
A la vuelta del castillo, cuando el libro se cierra y se apaga la luz, las virtudes o bondades del hogar se destacan con mayor nitidez. El castillo encantado ayuda a vivir. Acrecienta el aprecio del espacio propio. La confrontación con lo ajeno, y los peligros o cambios que comporta, reconforta. Y prepara para poder salir del ámbito doméstico. Sin castillo encantado, la noción del hogar no cobra valor.
¿Pero qué ocurre en hogares siniestros o violentos? ¿Qué utilidad puede tener enfrentarse, siquiera con la imaginación, a un espacio que no se distingue del cotidiano? Quizá los ámbitos siniestros sean aquellos donde no se leen, no se pueden leer, no hay nadie que lea -cuando cae la noche, se encienden las primeras lumbres, cuando los fantasmas de la imaginación salen de su letargo y los muebles se dotan de ruidos insólitos-, cuentos sobre castillos encantados.