miércoles, 29 de abril de 2015

El becerro de oro

La destrucción de las imágenes naturalistas plásticas (pintadas y esculpidas) fue ordenada por Yahvé a Moisés durante el Éxodo. Esta orden corre de parejo con la exigencia de adorar a un único dios, Yahvé. Se entiende, pues, que las imágenes eran, para Yavhé, entes animados capaces de competir con Él. Yahvé se presenta a su mismo como un ser antropomórfico. Tiene cara, manos y espalda, como se describe a sí mismo. Su faz no puede ser contemplada -lo que no significa que no tenga-, salvo durante el cara a cara que sostiene con Moisés, no así su mano y sobre todo su espalda que, al menos, se muestra, mientras se aleja, también a Moisés. Los sentimientos de Yahvé son también los propios de un ser humano. Se describe como Celoso: es El Celoso.

La orden iconoclasta es consecuencia de la fabricación del becerro de oro. Después de que Moisés hubiera ascendido a lo alto del monte Sinaí, para conversar con Yahvé, y que el encuentro, que una nube espesa impedía contemplar desde el desierto, durara varios días, los israelitas, sintiéndose abandonados, exigieron a Aaron, hermano de Moisés, que les diera una divinidad que se pusiera en cabeza y les guiara a través del desierto. Esta divinidad tendría forma de toro (como el buey Apis dorado en Egipto, de donde huían los israelitas). Este toro era una divinidad que, pese a ser Apis o el símbolo de Baal -divinidad cananea de las tormentas, similar a Yahvé-, se llamaba, sin embargo, Yahvé: en efecto, tras haber aparecido, Aarón levantó un altar ante ella, y decretó que el siguiente iba a ser el día del Señor (Yavhé, que la Vulgata traduce por Dominus). Es decir, lo que los israelitas necesitaban era sentirse guiados; no querían otra divinidad; no desconfiaban de Yavhé; no quisieron rendir culto a otro dios. Querían que Yahvé estuviera con ellos, que se manifestara entre ellos; requerían su presencia. El toro -o el becerro- iba a cumplir esta función.

A fin de lograr la aparición del dios -y no de una imagen o un símbolo del dios-, del mismo dios, Aaron pidió a los israelitas que le entregaran todas las joyas de oro que sus esposas e hijas pudieran portar. Éstas fueron echadas al fuego. El metal licuó. Así, se pudo forjar una estatuilla de oro. ¿Estatuilla forjada?
Sobre la aparición del becerro de oro, existen dos versiones: lo que el narrador anónimo del Éxodo (¿el propio Moisés?) cuenta, y lo que Aarón cuenta a Moisés.
Según la primera versión, Aaron grabó el metal y fabricó el becerro. Las tres versiones, en hebreo, griego y latín así lo explican. El verbo griego poieo, el latín formare, y la expresión way.ya-a.sê.hu hebrea no dejan lugar a dudas, si bien el verbo hebreo nombra tanto actividades manuales cuanto intelectivas, como el manejo de un compás. El becerro es una creación manual, un producto manufacturado -lo que no coincide con el hecho que este objeto es presentado como un dios, no como una imagen o el cuerpo de un dios, de Yahvé-
Sin embargo, lo que Aaron cuenta a Moisés difiere totalmente (Éxodo, 2, 4). Podemos pensar, razonablemente, que Aaron no quiere decir la verdad a su hermano, evitando así un castigo, la sención de culpa o vergüenza, al menos. Pero no se discute acerca de la fabricación o no de una imagen, sino de una divinidad. Si Aaron quiere evitar la cólera de Moisés, no es porque hubiera modelado o fundido una figura, sino porque se hubiera atrevido a forjar un dios. Por esto, niega cualquier implicación en la aparición del becerro. Éste se formó solo. Lo que, por otra parte, era lógico, ya que el becerro no era una imagen de un dios -de Yavhé-, sino una verdadera divinidad.
En efecto, Aaron (Éxodo, 32, 24) afirma -¿miente, o no?- que becerro no fue modelado o forjado. Salió por su propio pie de fuego. Las versiones hebreas, griegas y latinas son claras, sobre todo la latina. En hebreo, el verbo es vayetze; tiene dos significados: salir, por un lado -es decir el becerro salió del fuego-, llevar a buen puerto, finalizar, por otro; en este caso, cabe preguntarse quién finalizó el becerro. Aaron insistía: no fue él; el becerro se hizo solo, se hizo a sí mismo; Aaron tampoco acusa a nadie; el becerro no es una obra humana, sino una engendración del fuego. Exelthen, en griego, se traduce también por salir; en cuanto a la Vulgata, egressus est significa desembarcar; ex-gradior es caminar desde (el fuego) y gradior está emparentado con gradus: paso. El becerro, así fue quien dio el primer paso.
Podría tratarse de un autómata. Pero el texto no lo indica, sino que señala que el becerro es un ente vivo. Y éste, es una divinidad. Tanto en la descripción anónima cuanto en el relato de Aaron, queda claro que el becerro es un dios; lo que no queda claro si es el fruto de una acción humana (de Aarón) o si se engendró por si mismo. Desde luego, si Aaron hubiera forjado la divinidad, Aaron aparecería como un mago, o un dios mismo. Tendría los mismos poderes que Yahvé.
La destrucción del becerro, que Moisés ejecuta, antes de ordenar al pueblo elegido que beba del agua en la que ha disuelto el oro, y que cada israelita asesine a un miembro de su familia, sea padre, hijo o hermano -contraviniendo la orden que Yahvé acababa de grabar en las tablas de la ley entregadas a Moisés, que prohibía expresamente el asesinato-, como castigo por haber creído que el becerro era Yahvé, no consiste en la destrucción de una imagen, sino la de una divinidad. ¿Quién es ésta? Para los israelitas desamparados, se trata de Yahvé; no así para Yahvé ni para Moisés. No es una imagen, porque nadie la habría moldeado -si hacemos caso a Aaron-, sino que es un ser vivo, y éste es un dios. Si no es Yahvé, se trata de otra divinidad. La cólera de Yahvé -y de Moisés- está causada, no por la creación de una imagen, sino por una confusión acerca de la apariencia de Yahvé: creyendo haberle invocado y logrado su presencia, lo que han logrado es la manifestación de una divinidad rival -a la que no hubieran debido jamás invocar. Esta divinidad es de oro; lo que no es extraño. Los dioses irradian. Están hechos de luz. Esta concepción es propiamente mesopotámica.
El becerro es la prueba que Yahvé no era el único dios. Competía con Baal; con el becerro -si el becerro no era Él mismo-; y, quizá, con Moisés -como sostiene la historiadora de las religiones, la Dra. Maria-Grazia Masetti-Rouault-, y con Aaron.
¿Iconoclastia? No, deicidio.

martes, 28 de abril de 2015

BING & RUTH: THE TOWNS WE LOVE IS OUR TOWN (LAS CIUDADES QUE NOS GUSTAN SON NUESTRA CIUDAD, 2014)



Sobre este grupo de música contemporánea y electrónica véase su página web.

lunes, 27 de abril de 2015

Iconoclastia (La paradoja de)

Tanto el Antiguo Testamento como el Corán condena la idolatría, es decir el culto a los falsos dioses, a los demonios, y las dioses que no sean Yavhé o Elohim, y Alá, a los que las plegarias se dirigen por medio de imágenes esculpidas o simple piedras erguidas (los llamados betilos, o asheras -nombre común idéntico a un nombre propio de la esposa de Yavhé). La idolatría no distingue entre el culto a un dios al que no se tiene que rendir culto, y el culto a su representación o simbolización, entre otros motivos por la figuración ya es la divinidad. Así el becerro de oro -sobre el que habrá que volver- no era una imagen de Baal, sino que era una divinidad -llamada Baal, o no- en forma de toro,  con todos los poderes de un dios.
Esta condena culmina en la iconoclastia, es decir en la destrucción -mencionada una sola vez en el Corán- de la representación divina -representación que, como hemos dicho, es una divinidad. Esta representación no es necesariamente una imagen antropomórfica o teriomórfica: una piedra también podía ser una divinidad -o albergar a una divinidad.
Sin embargo, la condena de las imágenes, en la Biblia y el Corán, solo afecta a las imágenes plásticas, naturalistas o simbólicas. Nada se dice de las representaciones escritas -y habladas. En este caso, no existe ninguna prohibición. Es cierto que el nombre de Yavhé no se pronuncia -aunque sí se escribe-, y que no todos los epítetos de Alá se pueden divulgar, pero Yavhé y Alá se mencionan claramente en los textos sagrados. Se presentan como seres seguramente antropomorfos con sentimientos muy humanos -Yavhé tiene celos de Baal, por ejemplo-. Las descripciones son sucintas, alusivas; poco se sabe de la figura del dios supremo. Pero se sabe que actúa y siente como un ser humano, que habla y escucha, se alegra y se enfurece, aconseja, guía y condena.
Seguramente la condena de la imagen textual y hablada no existe porque Dios es la palabra (o el verbo). Condenar este tipo de imágenes equivaldría a condenar tanto la Biblia cuanto el Corán.
El rechazo de las imágenes es, por tanto, parcial. ¿Es la imagen plástica más sugerente? ¿Se impone más? No es seguro. Uno puede imaginarse bien a Yavhé leyendo el Antiguo Testamento -teniendo en mente la imagen de un hombre sabio, o de un emperador. La condena no afecta la imagen literaria porque el contacto verbal con la divinidad no podría darse. Ésta no hablaría, y en su absoluta mudez sería inimaginable, o inexistente.
En los inicios era el Verbo. Éste era imaginativo. Su retrato era percibido, en el fondo, como un remedio para quienes necesitaban ver -porque ya no creían.

domingo, 26 de abril de 2015

PARKAY QUARTS: URBAN EASE / THE MAP (CONTENT NAUSEA, 2015)








Portada del disco:


Varias canciones en: https://soundcloud.com/krazypunx/03-urban-ease/sets


JOSÉ HEVIA (1976): WELCOME (2015)




José Hevia: Welcome, Gustavo Gili, Barcelona, 2015
Edición de 500 ejemplares numerados

Texto de Pedro Azara

Welcome es un trabajo fotográfico basado en la serie. Se retrata un edificio de viviendas de la década de los setenta, con cuatro puertas por rellano, donde cada vecino ha personalizado el elemento repetitivo de la puerta de acceso a su vivienda y ha tomado posesión de esa zona intermedia entre el ámbito público de los espacios comunes y la esfera privada de lo doméstico.
Se presenta como publicación en formato dual. Plegada adquiere la estructura de un pequeño libro que permite leer y contemplar de forma individual cada una de las imágenes, al pasar las páginas. Desplegada, se convierte en una única imagen fotográfica que conforma la hipotética sección del edificio.



Primera versión del texto que acompaña las fotografías de José Hevia:


¿”WELCOME”?

Recibir y visitar: tal era la principal tarea de la nobleza en el siglo XVIII y de la alta burguesía, que Balzac (en el siglo XIX) y Proust (en los albores del siglo XX) retratan, antes de la Primera Guerra Mundial. Los días se organizaban en función de las recepciones propias y de las salidas a recepciones ajenas. Los llamados Salones eran espacios y mecanismos que componían la vida social y laboral de las clases adineradas. No se requería una invitación previa –aunque solo se acudía si, un día, se había sido escogido para siempre, y si dicha elección no había sido cancelada. Se sabía qué días se recibía y, por tanto, qué días estaban ocupados en recibir o visitar determinados salones. Las recepciones acontecían diariamente, cada salón recibiendo una vez a la semana. La vida estaba regulada por dichas recepciones. No era necesario una cita previa. Si se formaba parte del exclusivo núcleo de elegidos, se acudía a la recepción sin avisar ni ser avisado, sabiendo que la recepción tendría lugar, a quien se encontraría, y qué ocurriría. Se bebía, se comía y se fumaba mientras se dialogaba en diversas estancias, unas más propias de caballeros, otras para damas, si bien la señora de la casa –siempre la señora- recibía a hombres y mujeres en un mismo espacio, antes de que se formaran diversos grupos en función de intereses, amores y odios. Confeccionar una agenda con personajes conocidos y atractivos, actualizándola regularmente –dando de baja figuras caídas en desgracia y acogiendo a personas en ascenso, bien vistas en un momento dado- constituía una tarea exigente, que implicaba gusto, tacto y agudeza. Un salón “bien visto” –es decir, donde era conveniente ser visto, y donde se podían encontrar las personas que era oportuno ver y que tenían que ver que formaban parte del selecto grupo de invitados “habituales”- era el centro de la vida social, económica, moral y política de la capital, de un país.

ROBERT WOOD (1717-1771): RUINAS DE PALMIRA LLAMADA TADMOR EN EL DESIERTO (1753)















Palmira fue una ciudad fundada en un gran oasis ubicado en el centro el desierto siro-arábico en el segundo milenio aC, dominada por los asirios, ampliada en época helenística, y transfigurada en el siglo III dC, convertida en la capital de un estado integrado en el Imperio romano. Controlaba el paso de las caravanas que traían bienes de Mesopotamia hacia los puertos del mediterráneo oriental donde eran emmbarcados hacia Roma.
Según la Biblia, Palmira, conocida como Tadmor, fue fundada por Salomón.
La reina Zenobia, que se rebeló contra Roma, en el siglo III dC, y logró poner en jaque en Imperio, antes de caer prisionera, dotó a la ciudad de una aureola que no ha disminuido, pese a que la ciudad fue destruida por Roma y, mil años más tarde, rematada por los turcos, convertida en un campo de ruinas.
Este hecho despertó la curiosidad de algunos viajeros en los siglos XVII y XVIII, como el inglés Robert Wood, quien dibujó por vez primera todos los monumentos en ruinas, publicando los grabados tanto en Francia cuanto en Inglaterra. El éxito europeo de la publicación estuvo en el inicio del gusto por el neo-clasicismo sobre todo en el Reino Unido. Las ruinas de Palmira revivieron en la arquitectura europea.
Cuando, hoy, Palmira es uno de los yacimientos arqueológicos más expuestos a la guerra civil o religiosa siria, quizá sea útil recordar estas imágenes.  

sábado, 25 de abril de 2015

GODFREY REGGIO (1929): KOYAANISQATSI (EL BARRIO DE PRUIT IGOE, SAN LUIS) (1982)



Pruit Igoe fue un descomunal barrio de altos bloques aislados, plantados en lo que tenían que ser espacios "abiertos" y verdes, construido tras la Segunda Guerra Mundial, en la ciudad de Saint Louis -cuyo previsto crecimiento, razón del proyecto, nunca ocurrió.
Constituyó un inmenso agujero en el tejido urbano de la ciudad, con el que no mantenía ninguna relación volumétrica.
Los bloques fueron proyectados cumpliendo con la segregación racial. Muy deficientemente construidos -a causa de la crisis económica provocada por la Guerra de Corea-, fueron abandonados por la clase media, blanca y negra -que huyó a una periferia de casas individuales aisladas-, y convertidos en refugios de la clase -casi siempre negra- más pobre y sin recursos, y en lugar de todos los tráficos.
Se derribaron -derribo "mítico"- en los años setenta.
El arquitecto, Minoru Yamazaki, construyó luego las Torres Gemelas de Nueva York (de parecido destino).

El derribo del barrio constituye la escena más importante del célebre documental de Godfrey Reggio, titulado Vida deseqilibrada (Koyaanisqatsi, en lenguage hopi), con música de Philip Glass.