viernes, 1 de mayo de 2015
SAM (SAMUEL ORTÍ MARTÍ, 1971): VICENTA (2010)
SAM´S VICENTA from IB CINEMA Motion Picture Films on Vimeo.
La calle y los interiores no tienen desperdicio.
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Animación y arquitectura,
Modern Art
jueves, 30 de abril de 2015
La enseñanza de la asignatura de Teoría del arte y/o la arquitectura en las Escuelas de Arquitectura
Dos modelos o maneras de enseñar teoría del arte y arquitectura en las escuelas de arquitectura españolas se confrontan. Por un lado, la enseñanza se ciñe a las obras de arquitectura contemporáneas, destacando cómo se componen, qué dicen, qué ideas o valores vehiculan, y qué significan. Las respuestas tienen en cuenta lo que obras de arquitectura anteriores, en general occidentales -aunque los ejemplos pueden pertenecer a cualquier cultura y época-, han aportado, así como interpretaciones -modelos y soluciones- de autores (pensadores, arquitectos) contemporáneos pero también del pasado, reciente o no.
Frente a este modelo, que pone el acento en la obra actual como última intérprete de una tradición, se halla aquél que, por el contrario, incide en los intérpretes -y no en las obras en primer lugar-, desde la antigüedad hasta nuestros días, destacando qué han aportado, porque han integrado la historia, porqué sus aportaciones deben ser conocidas -sean relevantes o no hoy. Este modelo, en general, organiza la historia de la teoría de manera cronológica, recorriendo los principales pensadores y sus mayores aportaciones, sus juicios, casi siempre occidentales.
En un caso, se parte de la obra del presente, buceando en el pasado las razones de su existencia y de su significado, que se presenta como una nueva respuesta a problemas o cuestiones ya tratados, de diversa manera, por obras anteriores. En el segundo caso, el acento se pone, no en la obra sino en el juicio que ésta merece o ha merecido, construyendo así una historia de la manera de ver y juzgar las obras de arquitectura.
Estos dos modelos no deberían estar necesariamente enfrentados, pero lo están. Se reprocha al primero el uso instrumental de la historia -al servicio de la interpretación de la obra contemporánea, que domina o culmina la historia de la creación, como si superara obras del pasado. La manera manera de enseñar teoría es juzgada a veces como una sucesión de aportaciones que a veces parecen no tener relación con las obras o las preguntas actuales.
Pero esas diferencias no existen en verdad. Toda obra y toda interpretación -una obra es también una interpretación de otra- es una creación o una visión actual. Leemos quizá Vitrubio, pero en una traducción -pocos leen su tratado en latín. Pero incluso si lo lo leen en lengua original -no queda claro que Vitrubio tuviera el latín como lengua materna-, dicha lectura se ve condicionada por lo que sabemos de la historia y la teoría de la arquitectura. El texto, tal como lo leemos y lo interpretamos, es una creación nuestra. Ponemos, inevitablemente, el acento en aquellos temas que resuenan hoy, y que posiblemente no sean los que más preocupaban a un autor romano. Un texto de estética, que contiene reflexiones sobre la teoría de la arquitectura, como el que Hegel dictó a principios del siglo XIX, tampoco puede ser leído y apreciado hoy como lo fue cuando fue enunciado. Los conocimientos de la historia de la arquitectura de Hegel eran menores y distintos de los nuestros, pero lo más importante es que algunas de sus intuiciones se han revelado inútiles o erróneas, mientras que otras siguen siendo fructíferas o se han vuelto fructíferas. Leemos a Vitrubio o a Hegel como si fueran autores contemporáneos, que iluminan nuestra visión de la arquitectura antigua así como de las obras de hoy. La historia de la teoría del arte y la arquitectura no existe . Solo existen interpretaciones, pasadas o presentes, a las que damos sentido y relevancia gracias a lo que sabemos, desde nuestro "punto de vista" temporal -y espacial: no se lee del mismo modo, no se entiende lo mismo en Europa o los Estados unidos, en Europa o en el Medio oriente, por ejemplo, pese a una supuesta misma formación. La historia es una construcción que aclara el presente. Éste solo cobra sentido a partir del pasado, del pasado que construimos para entender el presente. Si no creyéramos que los textos de Platón son importantes para entender las obras del pasado -cuyo conocimiento es importante a su vez para entender mejor el presente-, y del presente, para comprendernos, su lectura sería estéril. Un simple ejercicio de erudición. La teoría -y la historia- son relevantes si echan luz sobre lo qué hacemos y quiénes somos. En el fondo, el método para explicar la teoría -para entender la creación humana, porqué se crea-, es lo de menos. El objetivo es el mismo: proporcionar modelos para saber qué y porqué obramos.
Frente a este modelo, que pone el acento en la obra actual como última intérprete de una tradición, se halla aquél que, por el contrario, incide en los intérpretes -y no en las obras en primer lugar-, desde la antigüedad hasta nuestros días, destacando qué han aportado, porque han integrado la historia, porqué sus aportaciones deben ser conocidas -sean relevantes o no hoy. Este modelo, en general, organiza la historia de la teoría de manera cronológica, recorriendo los principales pensadores y sus mayores aportaciones, sus juicios, casi siempre occidentales.
En un caso, se parte de la obra del presente, buceando en el pasado las razones de su existencia y de su significado, que se presenta como una nueva respuesta a problemas o cuestiones ya tratados, de diversa manera, por obras anteriores. En el segundo caso, el acento se pone, no en la obra sino en el juicio que ésta merece o ha merecido, construyendo así una historia de la manera de ver y juzgar las obras de arquitectura.
Estos dos modelos no deberían estar necesariamente enfrentados, pero lo están. Se reprocha al primero el uso instrumental de la historia -al servicio de la interpretación de la obra contemporánea, que domina o culmina la historia de la creación, como si superara obras del pasado. La manera manera de enseñar teoría es juzgada a veces como una sucesión de aportaciones que a veces parecen no tener relación con las obras o las preguntas actuales.
Pero esas diferencias no existen en verdad. Toda obra y toda interpretación -una obra es también una interpretación de otra- es una creación o una visión actual. Leemos quizá Vitrubio, pero en una traducción -pocos leen su tratado en latín. Pero incluso si lo lo leen en lengua original -no queda claro que Vitrubio tuviera el latín como lengua materna-, dicha lectura se ve condicionada por lo que sabemos de la historia y la teoría de la arquitectura. El texto, tal como lo leemos y lo interpretamos, es una creación nuestra. Ponemos, inevitablemente, el acento en aquellos temas que resuenan hoy, y que posiblemente no sean los que más preocupaban a un autor romano. Un texto de estética, que contiene reflexiones sobre la teoría de la arquitectura, como el que Hegel dictó a principios del siglo XIX, tampoco puede ser leído y apreciado hoy como lo fue cuando fue enunciado. Los conocimientos de la historia de la arquitectura de Hegel eran menores y distintos de los nuestros, pero lo más importante es que algunas de sus intuiciones se han revelado inútiles o erróneas, mientras que otras siguen siendo fructíferas o se han vuelto fructíferas. Leemos a Vitrubio o a Hegel como si fueran autores contemporáneos, que iluminan nuestra visión de la arquitectura antigua así como de las obras de hoy. La historia de la teoría del arte y la arquitectura no existe . Solo existen interpretaciones, pasadas o presentes, a las que damos sentido y relevancia gracias a lo que sabemos, desde nuestro "punto de vista" temporal -y espacial: no se lee del mismo modo, no se entiende lo mismo en Europa o los Estados unidos, en Europa o en el Medio oriente, por ejemplo, pese a una supuesta misma formación. La historia es una construcción que aclara el presente. Éste solo cobra sentido a partir del pasado, del pasado que construimos para entender el presente. Si no creyéramos que los textos de Platón son importantes para entender las obras del pasado -cuyo conocimiento es importante a su vez para entender mejor el presente-, y del presente, para comprendernos, su lectura sería estéril. Un simple ejercicio de erudición. La teoría -y la historia- son relevantes si echan luz sobre lo qué hacemos y quiénes somos. En el fondo, el método para explicar la teoría -para entender la creación humana, porqué se crea-, es lo de menos. El objetivo es el mismo: proporcionar modelos para saber qué y porqué obramos.
miércoles, 29 de abril de 2015
El becerro de oro
La destrucción de las imágenes naturalistas plásticas (pintadas y esculpidas) fue ordenada por Yahvé a Moisés durante el Éxodo. Esta orden corre de parejo con la exigencia de adorar a un único dios, Yahvé. Se entiende, pues, que las imágenes eran, para Yavhé, entes animados capaces de competir con Él. Yahvé se presenta a su mismo como un ser antropomórfico. Tiene cara, manos y espalda, como se describe a sí mismo. Su faz no puede ser contemplada -lo que no significa que no tenga-, salvo durante el cara a cara que sostiene con Moisés, no así su mano y sobre todo su espalda que, al menos, se muestra, mientras se aleja, también a Moisés. Los sentimientos de Yahvé son también los propios de un ser humano. Se describe como Celoso: es El Celoso.
La orden iconoclasta es consecuencia de la fabricación del becerro de oro. Después de que Moisés hubiera ascendido a lo alto del monte Sinaí, para conversar con Yahvé, y que el encuentro, que una nube espesa impedía contemplar desde el desierto, durara varios días, los israelitas, sintiéndose abandonados, exigieron a Aaron, hermano de Moisés, que les diera una divinidad que se pusiera en cabeza y les guiara a través del desierto. Esta divinidad tendría forma de toro (como el buey Apis dorado en Egipto, de donde huían los israelitas). Este toro era una divinidad que, pese a ser Apis o el símbolo de Baal -divinidad cananea de las tormentas, similar a Yahvé-, se llamaba, sin embargo, Yahvé: en efecto, tras haber aparecido, Aarón levantó un altar ante ella, y decretó que el siguiente iba a ser el día del Señor (Yavhé, que la Vulgata traduce por Dominus). Es decir, lo que los israelitas necesitaban era sentirse guiados; no querían otra divinidad; no desconfiaban de Yavhé; no quisieron rendir culto a otro dios. Querían que Yahvé estuviera con ellos, que se manifestara entre ellos; requerían su presencia. El toro -o el becerro- iba a cumplir esta función.
A fin de lograr la aparición del dios -y no de una imagen o un símbolo del dios-, del mismo dios, Aaron pidió a los israelitas que le entregaran todas las joyas de oro que sus esposas e hijas pudieran portar. Éstas fueron echadas al fuego. El metal licuó. Así, se pudo forjar una estatuilla de oro. ¿Estatuilla forjada?
Sobre la aparición del becerro de oro, existen dos versiones: lo que el narrador anónimo del Éxodo (¿el propio Moisés?) cuenta, y lo que Aarón cuenta a Moisés.
Según la primera versión, Aaron grabó el metal y fabricó el becerro. Las tres versiones, en hebreo, griego y latín así lo explican. El verbo griego poieo, el latín formare, y la expresión way.ya-a.sê.hu hebrea no dejan lugar a dudas, si bien el verbo hebreo nombra tanto actividades manuales cuanto intelectivas, como el manejo de un compás. El becerro es una creación manual, un producto manufacturado -lo que no coincide con el hecho que este objeto es presentado como un dios, no como una imagen o el cuerpo de un dios, de Yahvé-
Sin embargo, lo que Aaron cuenta a Moisés difiere totalmente (Éxodo, 2, 4). Podemos pensar, razonablemente, que Aaron no quiere decir la verdad a su hermano, evitando así un castigo, la sención de culpa o vergüenza, al menos. Pero no se discute acerca de la fabricación o no de una imagen, sino de una divinidad. Si Aaron quiere evitar la cólera de Moisés, no es porque hubiera modelado o fundido una figura, sino porque se hubiera atrevido a forjar un dios. Por esto, niega cualquier implicación en la aparición del becerro. Éste se formó solo. Lo que, por otra parte, era lógico, ya que el becerro no era una imagen de un dios -de Yavhé-, sino una verdadera divinidad.
En efecto, Aaron (Éxodo, 32, 24) afirma -¿miente, o no?- que becerro no fue modelado o forjado. Salió por su propio pie de fuego. Las versiones hebreas, griegas y latinas son claras, sobre todo la latina. En hebreo, el verbo es vayetze; tiene dos significados: salir, por un lado -es decir el becerro salió del fuego-, llevar a buen puerto, finalizar, por otro; en este caso, cabe preguntarse quién finalizó el becerro. Aaron insistía: no fue él; el becerro se hizo solo, se hizo a sí mismo; Aaron tampoco acusa a nadie; el becerro no es una obra humana, sino una engendración del fuego. Exelthen, en griego, se traduce también por salir; en cuanto a la Vulgata, egressus est significa desembarcar; ex-gradior es caminar desde (el fuego) y gradior está emparentado con gradus: paso. El becerro, así fue quien dio el primer paso.
Podría tratarse de un autómata. Pero el texto no lo indica, sino que señala que el becerro es un ente vivo. Y éste, es una divinidad. Tanto en la descripción anónima cuanto en el relato de Aaron, queda claro que el becerro es un dios; lo que no queda claro si es el fruto de una acción humana (de Aarón) o si se engendró por si mismo. Desde luego, si Aaron hubiera forjado la divinidad, Aaron aparecería como un mago, o un dios mismo. Tendría los mismos poderes que Yahvé.
La destrucción del becerro, que Moisés ejecuta, antes de ordenar al pueblo elegido que beba del agua en la que ha disuelto el oro, y que cada israelita asesine a un miembro de su familia, sea padre, hijo o hermano -contraviniendo la orden que Yahvé acababa de grabar en las tablas de la ley entregadas a Moisés, que prohibía expresamente el asesinato-, como castigo por haber creído que el becerro era Yahvé, no consiste en la destrucción de una imagen, sino la de una divinidad. ¿Quién es ésta? Para los israelitas desamparados, se trata de Yahvé; no así para Yahvé ni para Moisés. No es una imagen, porque nadie la habría moldeado -si hacemos caso a Aaron-, sino que es un ser vivo, y éste es un dios. Si no es Yahvé, se trata de otra divinidad. La cólera de Yahvé -y de Moisés- está causada, no por la creación de una imagen, sino por una confusión acerca de la apariencia de Yahvé: creyendo haberle invocado y logrado su presencia, lo que han logrado es la manifestación de una divinidad rival -a la que no hubieran debido jamás invocar. Esta divinidad es de oro; lo que no es extraño. Los dioses irradian. Están hechos de luz. Esta concepción es propiamente mesopotámica.
El becerro es la prueba que Yahvé no era el único dios. Competía con Baal; con el becerro -si el becerro no era Él mismo-; y, quizá, con Moisés -como sostiene la historiadora de las religiones, la Dra. Maria-Grazia Masetti-Rouault-, y con Aaron.
¿Iconoclastia? No, deicidio.
La orden iconoclasta es consecuencia de la fabricación del becerro de oro. Después de que Moisés hubiera ascendido a lo alto del monte Sinaí, para conversar con Yahvé, y que el encuentro, que una nube espesa impedía contemplar desde el desierto, durara varios días, los israelitas, sintiéndose abandonados, exigieron a Aaron, hermano de Moisés, que les diera una divinidad que se pusiera en cabeza y les guiara a través del desierto. Esta divinidad tendría forma de toro (como el buey Apis dorado en Egipto, de donde huían los israelitas). Este toro era una divinidad que, pese a ser Apis o el símbolo de Baal -divinidad cananea de las tormentas, similar a Yahvé-, se llamaba, sin embargo, Yahvé: en efecto, tras haber aparecido, Aarón levantó un altar ante ella, y decretó que el siguiente iba a ser el día del Señor (Yavhé, que la Vulgata traduce por Dominus). Es decir, lo que los israelitas necesitaban era sentirse guiados; no querían otra divinidad; no desconfiaban de Yavhé; no quisieron rendir culto a otro dios. Querían que Yahvé estuviera con ellos, que se manifestara entre ellos; requerían su presencia. El toro -o el becerro- iba a cumplir esta función.
A fin de lograr la aparición del dios -y no de una imagen o un símbolo del dios-, del mismo dios, Aaron pidió a los israelitas que le entregaran todas las joyas de oro que sus esposas e hijas pudieran portar. Éstas fueron echadas al fuego. El metal licuó. Así, se pudo forjar una estatuilla de oro. ¿Estatuilla forjada?
Sobre la aparición del becerro de oro, existen dos versiones: lo que el narrador anónimo del Éxodo (¿el propio Moisés?) cuenta, y lo que Aarón cuenta a Moisés.
Según la primera versión, Aaron grabó el metal y fabricó el becerro. Las tres versiones, en hebreo, griego y latín así lo explican. El verbo griego poieo, el latín formare, y la expresión way.ya-a.sê.hu hebrea no dejan lugar a dudas, si bien el verbo hebreo nombra tanto actividades manuales cuanto intelectivas, como el manejo de un compás. El becerro es una creación manual, un producto manufacturado -lo que no coincide con el hecho que este objeto es presentado como un dios, no como una imagen o el cuerpo de un dios, de Yahvé-
Sin embargo, lo que Aaron cuenta a Moisés difiere totalmente (Éxodo, 2, 4). Podemos pensar, razonablemente, que Aaron no quiere decir la verdad a su hermano, evitando así un castigo, la sención de culpa o vergüenza, al menos. Pero no se discute acerca de la fabricación o no de una imagen, sino de una divinidad. Si Aaron quiere evitar la cólera de Moisés, no es porque hubiera modelado o fundido una figura, sino porque se hubiera atrevido a forjar un dios. Por esto, niega cualquier implicación en la aparición del becerro. Éste se formó solo. Lo que, por otra parte, era lógico, ya que el becerro no era una imagen de un dios -de Yavhé-, sino una verdadera divinidad.
En efecto, Aaron (Éxodo, 32, 24) afirma -¿miente, o no?- que becerro no fue modelado o forjado. Salió por su propio pie de fuego. Las versiones hebreas, griegas y latinas son claras, sobre todo la latina. En hebreo, el verbo es vayetze; tiene dos significados: salir, por un lado -es decir el becerro salió del fuego-, llevar a buen puerto, finalizar, por otro; en este caso, cabe preguntarse quién finalizó el becerro. Aaron insistía: no fue él; el becerro se hizo solo, se hizo a sí mismo; Aaron tampoco acusa a nadie; el becerro no es una obra humana, sino una engendración del fuego. Exelthen, en griego, se traduce también por salir; en cuanto a la Vulgata, egressus est significa desembarcar; ex-gradior es caminar desde (el fuego) y gradior está emparentado con gradus: paso. El becerro, así fue quien dio el primer paso.
Podría tratarse de un autómata. Pero el texto no lo indica, sino que señala que el becerro es un ente vivo. Y éste, es una divinidad. Tanto en la descripción anónima cuanto en el relato de Aaron, queda claro que el becerro es un dios; lo que no queda claro si es el fruto de una acción humana (de Aarón) o si se engendró por si mismo. Desde luego, si Aaron hubiera forjado la divinidad, Aaron aparecería como un mago, o un dios mismo. Tendría los mismos poderes que Yahvé.
La destrucción del becerro, que Moisés ejecuta, antes de ordenar al pueblo elegido que beba del agua en la que ha disuelto el oro, y que cada israelita asesine a un miembro de su familia, sea padre, hijo o hermano -contraviniendo la orden que Yahvé acababa de grabar en las tablas de la ley entregadas a Moisés, que prohibía expresamente el asesinato-, como castigo por haber creído que el becerro era Yahvé, no consiste en la destrucción de una imagen, sino la de una divinidad. ¿Quién es ésta? Para los israelitas desamparados, se trata de Yahvé; no así para Yahvé ni para Moisés. No es una imagen, porque nadie la habría moldeado -si hacemos caso a Aaron-, sino que es un ser vivo, y éste es un dios. Si no es Yahvé, se trata de otra divinidad. La cólera de Yahvé -y de Moisés- está causada, no por la creación de una imagen, sino por una confusión acerca de la apariencia de Yahvé: creyendo haberle invocado y logrado su presencia, lo que han logrado es la manifestación de una divinidad rival -a la que no hubieran debido jamás invocar. Esta divinidad es de oro; lo que no es extraño. Los dioses irradian. Están hechos de luz. Esta concepción es propiamente mesopotámica.
El becerro es la prueba que Yahvé no era el único dios. Competía con Baal; con el becerro -si el becerro no era Él mismo-; y, quizá, con Moisés -como sostiene la historiadora de las religiones, la Dra. Maria-Grazia Masetti-Rouault-, y con Aaron.
¿Iconoclastia? No, deicidio.
martes, 28 de abril de 2015
lunes, 27 de abril de 2015
Iconoclastia (La paradoja de)
Tanto el Antiguo Testamento como el Corán condena la idolatría, es decir el culto a los falsos dioses, a los demonios, y las dioses que no sean Yavhé o Elohim, y Alá, a los que las plegarias se dirigen por medio de imágenes esculpidas o simple piedras erguidas (los llamados betilos, o asheras -nombre común idéntico a un nombre propio de la esposa de Yavhé). La idolatría no distingue entre el culto a un dios al que no se tiene que rendir culto, y el culto a su representación o simbolización, entre otros motivos por la figuración ya es la divinidad. Así el becerro de oro -sobre el que habrá que volver- no era una imagen de Baal, sino que era una divinidad -llamada Baal, o no- en forma de toro, con todos los poderes de un dios.
Esta condena culmina en la iconoclastia, es decir en la destrucción -mencionada una sola vez en el Corán- de la representación divina -representación que, como hemos dicho, es una divinidad. Esta representación no es necesariamente una imagen antropomórfica o teriomórfica: una piedra también podía ser una divinidad -o albergar a una divinidad.
Sin embargo, la condena de las imágenes, en la Biblia y el Corán, solo afecta a las imágenes plásticas, naturalistas o simbólicas. Nada se dice de las representaciones escritas -y habladas. En este caso, no existe ninguna prohibición. Es cierto que el nombre de Yavhé no se pronuncia -aunque sí se escribe-, y que no todos los epítetos de Alá se pueden divulgar, pero Yavhé y Alá se mencionan claramente en los textos sagrados. Se presentan como seres seguramente antropomorfos con sentimientos muy humanos -Yavhé tiene celos de Baal, por ejemplo-. Las descripciones son sucintas, alusivas; poco se sabe de la figura del dios supremo. Pero se sabe que actúa y siente como un ser humano, que habla y escucha, se alegra y se enfurece, aconseja, guía y condena.
Seguramente la condena de la imagen textual y hablada no existe porque Dios es la palabra (o el verbo). Condenar este tipo de imágenes equivaldría a condenar tanto la Biblia cuanto el Corán.
El rechazo de las imágenes es, por tanto, parcial. ¿Es la imagen plástica más sugerente? ¿Se impone más? No es seguro. Uno puede imaginarse bien a Yavhé leyendo el Antiguo Testamento -teniendo en mente la imagen de un hombre sabio, o de un emperador. La condena no afecta la imagen literaria porque el contacto verbal con la divinidad no podría darse. Ésta no hablaría, y en su absoluta mudez sería inimaginable, o inexistente.
En los inicios era el Verbo. Éste era imaginativo. Su retrato era percibido, en el fondo, como un remedio para quienes necesitaban ver -porque ya no creían.
Esta condena culmina en la iconoclastia, es decir en la destrucción -mencionada una sola vez en el Corán- de la representación divina -representación que, como hemos dicho, es una divinidad. Esta representación no es necesariamente una imagen antropomórfica o teriomórfica: una piedra también podía ser una divinidad -o albergar a una divinidad.
Sin embargo, la condena de las imágenes, en la Biblia y el Corán, solo afecta a las imágenes plásticas, naturalistas o simbólicas. Nada se dice de las representaciones escritas -y habladas. En este caso, no existe ninguna prohibición. Es cierto que el nombre de Yavhé no se pronuncia -aunque sí se escribe-, y que no todos los epítetos de Alá se pueden divulgar, pero Yavhé y Alá se mencionan claramente en los textos sagrados. Se presentan como seres seguramente antropomorfos con sentimientos muy humanos -Yavhé tiene celos de Baal, por ejemplo-. Las descripciones son sucintas, alusivas; poco se sabe de la figura del dios supremo. Pero se sabe que actúa y siente como un ser humano, que habla y escucha, se alegra y se enfurece, aconseja, guía y condena.
Seguramente la condena de la imagen textual y hablada no existe porque Dios es la palabra (o el verbo). Condenar este tipo de imágenes equivaldría a condenar tanto la Biblia cuanto el Corán.
El rechazo de las imágenes es, por tanto, parcial. ¿Es la imagen plástica más sugerente? ¿Se impone más? No es seguro. Uno puede imaginarse bien a Yavhé leyendo el Antiguo Testamento -teniendo en mente la imagen de un hombre sabio, o de un emperador. La condena no afecta la imagen literaria porque el contacto verbal con la divinidad no podría darse. Ésta no hablaría, y en su absoluta mudez sería inimaginable, o inexistente.
En los inicios era el Verbo. Éste era imaginativo. Su retrato era percibido, en el fondo, como un remedio para quienes necesitaban ver -porque ya no creían.
domingo, 26 de abril de 2015
JOSÉ HEVIA (1976): WELCOME (2015)
José Hevia: Welcome, Gustavo Gili, Barcelona, 2015
Edición de 500 ejemplares numerados
Texto de Pedro Azara
Welcome es un trabajo fotográfico basado en la serie. Se retrata un edificio de viviendas de la década de los setenta, con cuatro puertas por rellano, donde cada vecino ha personalizado el elemento repetitivo de la puerta de acceso a su vivienda y ha tomado posesión de esa zona intermedia entre el ámbito público de los espacios comunes y la esfera privada de lo doméstico.
Se presenta como publicación en formato dual. Plegada adquiere la estructura de un pequeño libro que permite leer y contemplar de forma individual cada una de las imágenes, al pasar las páginas. Desplegada, se convierte en una única imagen fotográfica que conforma la hipotética sección del edificio.
Primera versión del texto que acompaña las fotografías de José Hevia:
¿”WELCOME”?
Recibir y visitar: tal era la principal tarea de la nobleza
en el siglo XVIII y de la alta burguesía, que Balzac (en el siglo XIX) y Proust
(en los albores del siglo XX) retratan, antes de la Primera Guerra Mundial. Los
días se organizaban en función de las recepciones propias y de las salidas a
recepciones ajenas. Los llamados Salones eran espacios y mecanismos que
componían la vida social y laboral de las clases adineradas. No se requería una
invitación previa –aunque solo se acudía si, un día, se había sido escogido
para siempre, y si dicha elección no había sido cancelada. Se sabía qué días se
recibía y, por tanto, qué días estaban ocupados en recibir o visitar
determinados salones. Las recepciones acontecían diariamente, cada salón
recibiendo una vez a la semana. La vida estaba regulada por dichas recepciones.
No era necesario una cita previa. Si se formaba parte del exclusivo núcleo de
elegidos, se acudía a la recepción sin avisar ni ser avisado, sabiendo que la
recepción tendría lugar, a quien se encontraría, y qué ocurriría. Se bebía, se
comía y se fumaba mientras se dialogaba en diversas estancias, unas más propias
de caballeros, otras para damas, si bien la señora de la casa –siempre la
señora- recibía a hombres y mujeres en un mismo espacio, antes de que se
formaran diversos grupos en función de intereses, amores y odios. Confeccionar
una agenda con personajes conocidos y atractivos, actualizándola regularmente
–dando de baja figuras caídas en desgracia y acogiendo a personas en ascenso,
bien vistas en un momento dado- constituía una tarea exigente, que implicaba
gusto, tacto y agudeza. Un salón “bien visto” –es decir, donde era conveniente
ser visto, y donde se podían encontrar las personas que era oportuno ver y que
tenían que ver que formaban parte del selecto grupo de invitados “habituales”-
era el centro de la vida social, económica, moral y política de la capital, de
un país.
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