Algunos críticos sostienen, con razón, que el mejor libro de arquitectura -al que cabría añadir Wellcome de José Hevia y Gustavo Gili- publicado en 2015 es la monografía dedicada a una serie de cien fotografías, tomadas durante más de treinta años en diferentes ciudades del mundo, del escultor británico Richard Wentworth.
Las imágenes son urbanas. Retratan pequeños objetos de deshecho que resisten, se resisten a desaparecer. Su resistencia se manifiesta porque no se hallan donde deberían ni cumplen con la función a la que están destinados. Llaman la atención por su audacia. A veces han encontrado una segunda vida, una nueva razón de existir. Parecen haber llegado de no sé sabe dónde, de qué cubo de basura o un contenedor de residuos y ruinas, y se pasean a la luz del día, sin hostilidad, pero sin bajar la cabeza.
Son objetos abandonados en la calle. Pero no se van ni se esconden. Arrugados despojados se insertan donde no se les espera, se aferran a la vida. Vasos de plástico usados, una ropa indefinible, indistinguible, a los que una verja presta ayuda y los expone a la altura de la vista, y los dota de un inesperado cuerpo.
Worthworth descubre lo que existe pero no vemos o no queremos ver. El libro no denuncia ni hace apología de los residuos sino que se fija en lo que está aquí y ahora, conviviendo entre nosotros, y que merece que le dejemos paso, le hagamos un sitio. Lo que ya no tenía un lugar encuentra donde asentarse, consciente de que estaría condenado a volver a desaparecer si Wentworth no lo hubiera rescatado.