sábado, 9 de enero de 2016
(Dioses de la arquitectura): Némesis
Pese que a que la diosa Némesis se representara en Roma como una figura femenina con una vara de medir en la mano, no suele asociarse con la arquitectura.
La vara y la cuerda de medir eran un signo distintivo de constructores y agrimensores. Reyes mesopotámicos como Gudea y faraones, en su faceta de fundadores y constructores de templos, se "retrataban" portando estos útiles.
Némesis era una diosa griega, hija de la Noche o del Okeanos -el fértil depósito de aguas dulces (que no salobres, a cargo de Ponto)-. Acerca del origen de dioses ancestrales reina cierta oscuridad, por lo que Dike, la Justicia, podría también haberla alumbrado. Sus hijos fueron Helena, que causó la destrucción de Troya, y los gemelos Castor y Pólux, dioses de la construcción, patrones de Roma. Sus hijos fueron cuidados por Leda, después de que Némesis hubiera puesto el huevo cósmico del que nacieron, tras haber intentado escapar al asedio de Zeus, convertida en un ganso, finalmente poseído por el dios en forma de cisne. Némesis nunca perdonaría este exceso.
Pues Némesis, en efecto, era la diosa que acotaba los excesos humanos y divinos: castigaba a quienes se salían de los marcos y papeles asignados. Némesis atribuía a cada ser su lote. Ordenada a todos los seres vivos y les asignaba un papel y un lugar en la sociedad y en el espacio. Las medidas que tomaba ponían cota a todos los desmanes. Ordenaba a los dioses y los hombres así como el espacio que ocupaban. Su nombre está emparentado con el sustantivo nomos, que significa ley, y con el verbo nemein, repartir (igualitariamente).
Némesis, diosa del destino, estaba unida a Temis, la diosa de la ley y de los fundamentos de todas las cosas, en particular de los cimientos de los edificios sobre los que se sustentaba la organización de las comunidades. Temis fue quien alimentó y educó a Apolo, dios griego de la arquitectura.
La relación entre Némesis y los asentamientos humanos, bien delimitados, era tan estrecha que la diosa se confundía con Tique o Fortuna, la divinidad protectora de las ciudades; también con Cibeles, que controlaba los ciclos estacionales que garantizaban la vida en la tierra.
Némesis velaba por un reparto justo de suertes y espacios. Daba fe de la bondad de las entregas. Partía lotes y "lotissements" (en francés: parcelas). Repartía suertes y bienes. Favorecía el intercambio. Facilitaba los encuentros, vigilando que nadie se saliera de la función asignada. Némesis era la diosa de los límites.
Su cólera, su venganza si aquellos eran violados era implacable. Su asociación con las Erinias, diosas ancestrales de la venganza, sedientas de sangre, le llevaba a destruir de raíz cualquier intento de violar la ley y la ordenación territorial. Así, Némesis cuidaba no tanto de ciertos asentamientos o comunidades como de la regulación entre comunidades. Suya era una visión amplia -Némesis moraba por encima incluso de Zeus, tanto jerárquica cuanto espacialmente-, completa de la vida humana en la tierra.
Quizá fuere bueno que Némesis volver a echar un ojo hoy a los asuntos humanos
DAVID BOWIE (1947): LONDON BOYS (1967)
Tras la "resurrección" artística de David Bowie estos días, quizá se pueda recordar esta canción de sus inicios
viernes, 8 de enero de 2016
jueves, 7 de enero de 2016
La casa de los espíritus en la antigüedad
La conferencia, que estaba prevista para el 18 de diciembre, tendrá finalmente lugar mañana 8 de enero en el lugar y a la hora señalados
Agradecimientos a José Fuses por la invitación a un ciclo de conferenciascon Albert Serra, Manuel Delgado y Julia Schulz. El listón, demasiado alto
miércoles, 6 de enero de 2016
GUNS N´ROSES: GARDEN OF EDEN (1991)
El retorno.
Siguiendo con la línea bíblica.
No sé si es el Paraíso
Mirra
Cuando el rey Gaspar, venido de Oriente (la India), se arrodilló ante el niño Jesús para ofrendarle con mirra ante una cueva en Belén donde sus padres lo habían alumbrado, estaba evocando toda una serie de imágenes pasadas y futuras, hablando en un lenguaje figurado.
La mirra era una especia (una resina) utilizada para embalsamar y preservar a los muertos. Tendiéndole este perfume, Gaspar anunciaba la muerte de Jesús pero también su resurrección, su victoria ante la muerte,
Pero también evocaba imágenes pasadas.
La cueva donde Jesús nació, sobre la que se edificó la primera iglesia -y que acogía a la primera iglesia que era Jesús cuando afirmaba que era la piedra de ángulo de la comunidad edificada que se alzaría- había sido un santuario dedicado a Tammuz.
Se trataba del nombre fenicio de una divinidad sumeria: Dumuzi.
Hija de Enki, el dios de la arquitectura, Dumuzi era un dios de la vegetación. Pastor y agricultor, las fuentes y los ciclos de la vida estaban en sus manos. Sedujo a Inanna, la diosa del deseo constructivo y generador así como de la necesaria destrucción que precede a toda nueva edificación, pero no pudo compartir mucho tiempo con la diosa. pero los gallû, los demonios del inframundo que Enki controlaba, lo raptaron y se lo llevaron preso al mundo de los muertos. Se convirtió en el dios del inframundo, pero el desconsuelo de Inanna era tal -mi amado ha muerto, repetía incansablemente- que el dios del cielo accedió a que Dumuzi, llegada la primavera, ascendiera y estuviera con la diosa hasta el otoño cuando retornaba a las profundidades. Desde lo hondo y desde lo alto, Dumuzi regulaba el paso del tiempo. Era un dios con un especial encanto para las mujeres fértiles que le adoraban para obtener hijos y bienes.
Dumuzi era una divinidad oriental, adorada en todo el Próximo Oriente antiguo. Los colonias griegas instaladas en la costa jonia (hoy en Turquía) también sufrieron el hechizo de Dumuzi. Los griegos orientales le llamaban Adonis: un nombre semita que significa Señor. El propio Cristo recibiría esta denominación.
Adonis nació de un árbol partido. Éste había sido una mujer que fue castigada por haber cometido un horrendo acto: incesto con su padre. Pagó muy caro la vanagloria de su madre que se ufanaba de ser más hermosa que Afrodita. Como venganza, la diosa se cebó en lo que la reina más quería: su hija. Es así como la princesa, llamada Mirra, sintió de pronto deseos irreprimibles de seducir a su padre y unirse a él. Cada noche acudía al lecho real impidiendo que su padre encendiera una vela. Tras doce noches, el rey quiso ver el rostro de su amada que tuvo que huir perseguida por su padre colérico y horrorizado que blandía su espada. Mirra imploró a los dioses. Se compadecieron y la protegieron envolviéndola con la corteza de un árbol que brotó justo donde Mirra se hallaba. Tras diez meses -los dioses tienen una gestación más larga- la corteza se desgarró y alumbraría a Adonis.
No se cuentan las lágrimas que Afrodita vertió, lágrimas que al solidificarse se convertían en gotas de mirra, cuando Adonis, aún muy joven, falleció. Adonis no podía vivir más tiempo que una flor. Vivió apenas una estación. El inframundo le aguardaba.
Las lágrimas de Afrodita no cayeron en vano. La tierra regada volvería a la vida y Adonis resucitaría durante un tiempo para retornar hacia una cueva o las profundidades.
El presente del rey Gaspar simbolizaba bien la doble condición de Jesús, el nuevo Adonis: su naturaleza humana -su condición mortal- y el poder que disponía para vencer a la muerte y ascender con el nuevo sol.
La mirra era una especia (una resina) utilizada para embalsamar y preservar a los muertos. Tendiéndole este perfume, Gaspar anunciaba la muerte de Jesús pero también su resurrección, su victoria ante la muerte,
Pero también evocaba imágenes pasadas.
La cueva donde Jesús nació, sobre la que se edificó la primera iglesia -y que acogía a la primera iglesia que era Jesús cuando afirmaba que era la piedra de ángulo de la comunidad edificada que se alzaría- había sido un santuario dedicado a Tammuz.
Se trataba del nombre fenicio de una divinidad sumeria: Dumuzi.
Hija de Enki, el dios de la arquitectura, Dumuzi era un dios de la vegetación. Pastor y agricultor, las fuentes y los ciclos de la vida estaban en sus manos. Sedujo a Inanna, la diosa del deseo constructivo y generador así como de la necesaria destrucción que precede a toda nueva edificación, pero no pudo compartir mucho tiempo con la diosa. pero los gallû, los demonios del inframundo que Enki controlaba, lo raptaron y se lo llevaron preso al mundo de los muertos. Se convirtió en el dios del inframundo, pero el desconsuelo de Inanna era tal -mi amado ha muerto, repetía incansablemente- que el dios del cielo accedió a que Dumuzi, llegada la primavera, ascendiera y estuviera con la diosa hasta el otoño cuando retornaba a las profundidades. Desde lo hondo y desde lo alto, Dumuzi regulaba el paso del tiempo. Era un dios con un especial encanto para las mujeres fértiles que le adoraban para obtener hijos y bienes.
Dumuzi era una divinidad oriental, adorada en todo el Próximo Oriente antiguo. Los colonias griegas instaladas en la costa jonia (hoy en Turquía) también sufrieron el hechizo de Dumuzi. Los griegos orientales le llamaban Adonis: un nombre semita que significa Señor. El propio Cristo recibiría esta denominación.
Adonis nació de un árbol partido. Éste había sido una mujer que fue castigada por haber cometido un horrendo acto: incesto con su padre. Pagó muy caro la vanagloria de su madre que se ufanaba de ser más hermosa que Afrodita. Como venganza, la diosa se cebó en lo que la reina más quería: su hija. Es así como la princesa, llamada Mirra, sintió de pronto deseos irreprimibles de seducir a su padre y unirse a él. Cada noche acudía al lecho real impidiendo que su padre encendiera una vela. Tras doce noches, el rey quiso ver el rostro de su amada que tuvo que huir perseguida por su padre colérico y horrorizado que blandía su espada. Mirra imploró a los dioses. Se compadecieron y la protegieron envolviéndola con la corteza de un árbol que brotó justo donde Mirra se hallaba. Tras diez meses -los dioses tienen una gestación más larga- la corteza se desgarró y alumbraría a Adonis.
No se cuentan las lágrimas que Afrodita vertió, lágrimas que al solidificarse se convertían en gotas de mirra, cuando Adonis, aún muy joven, falleció. Adonis no podía vivir más tiempo que una flor. Vivió apenas una estación. El inframundo le aguardaba.
Las lágrimas de Afrodita no cayeron en vano. La tierra regada volvería a la vida y Adonis resucitaría durante un tiempo para retornar hacia una cueva o las profundidades.
El presente del rey Gaspar simbolizaba bien la doble condición de Jesús, el nuevo Adonis: su naturaleza humana -su condición mortal- y el poder que disponía para vencer a la muerte y ascender con el nuevo sol.
martes, 5 de enero de 2016
Gaspar
Tres eran los Reyes Magos venidos de Oriente, Melchor, Gaspar y Baltasar, trayendo oro, mirra e incienso a los pies del mesías (el profeta), Jesús recién nacido.
Los evangelistas Lucas, Marco y Juan no los mencionan. Solo Mateo se refiere a ellos de pasada. No tienen nombre y no se sabe cuántos son.
Fueron tres o doce, viajaron solos o acompañados por un séquito de cinco mil personas como mínimo, según qué versiones. Eran anónimos o adquirieron un nombre a partir del siglo VI.
Melchor y Baltasar solo se vieron una vez con Jesús. No así Gaspar.
Treinta años más tarde, mientras Jesús predicaba y pedía a sus discípulos que partieran a los cuatro regiones del mundo para predicar la buena nueva, llegó a Arabia Abades, un emisario del rey de la India buscando un arquitecto capaz de proyectar y construir un palacio real que no se pareciera a ninguno. El encuentro fue fructífero: Jesús respondió afirmativamente al emisario. Conocía quien podía hacerse cargo del proyecto. Se trataba del apóstol Tomás, ducho en las artes de la carpintería y la construcción. Pese a las reticencias iniciales del apóstol, fue forzado a aceptar el encargo y partió a la India en barco.
Ante el proyecto que Tomás trazó sobre la tierra húmeda y las indicaciones sobre el proyecto y el sistema constructivo, el rey quedó tan deslumbrado que cubrió el apóstol de metales y piedras preciosos para que edificara el palacio.
Pasaron años.
El palacio no se levantaba.
El rey, cansado de esperar, acorraló a Tomás
El apóstol no había malversado las riquezas. Pero el palacio era invisible. Lo había erigido en el cielo y solo podía ser contemplado con los ojos del alma y habitado por los espíritus tras la muerte.
Ante la visión, el rey liberó a Tomás, preso tras las denuncias.
El rey estaba contento. Jesús no le había engañado enviándole a Tomás. Estaba en deuda con el rey Gundosforo.
Treinta años antes, el rey se había desplazado de Oriente hasta Belén: era el rey Gaspar.
Los evangelistas Lucas, Marco y Juan no los mencionan. Solo Mateo se refiere a ellos de pasada. No tienen nombre y no se sabe cuántos son.
Fueron tres o doce, viajaron solos o acompañados por un séquito de cinco mil personas como mínimo, según qué versiones. Eran anónimos o adquirieron un nombre a partir del siglo VI.
Melchor y Baltasar solo se vieron una vez con Jesús. No así Gaspar.
Treinta años más tarde, mientras Jesús predicaba y pedía a sus discípulos que partieran a los cuatro regiones del mundo para predicar la buena nueva, llegó a Arabia Abades, un emisario del rey de la India buscando un arquitecto capaz de proyectar y construir un palacio real que no se pareciera a ninguno. El encuentro fue fructífero: Jesús respondió afirmativamente al emisario. Conocía quien podía hacerse cargo del proyecto. Se trataba del apóstol Tomás, ducho en las artes de la carpintería y la construcción. Pese a las reticencias iniciales del apóstol, fue forzado a aceptar el encargo y partió a la India en barco.
Ante el proyecto que Tomás trazó sobre la tierra húmeda y las indicaciones sobre el proyecto y el sistema constructivo, el rey quedó tan deslumbrado que cubrió el apóstol de metales y piedras preciosos para que edificara el palacio.
Pasaron años.
El palacio no se levantaba.
El rey, cansado de esperar, acorraló a Tomás
El apóstol no había malversado las riquezas. Pero el palacio era invisible. Lo había erigido en el cielo y solo podía ser contemplado con los ojos del alma y habitado por los espíritus tras la muerte.
Ante la visión, el rey liberó a Tomás, preso tras las denuncias.
El rey estaba contento. Jesús no le había engañado enviándole a Tomás. Estaba en deuda con el rey Gundosforo.
Treinta años antes, el rey se había desplazado de Oriente hasta Belén: era el rey Gaspar.
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