Fotos: Tocho, marzo de 2016
Bajo una luz que las nubes potencian, las ruinas de la ciudad romana de Timgad apenas se distinguen del entorno, pese a ser uno de los mayores y mejor conservados yacimientos arqueológicos de la Roma imperial.
Sobre una árida y polvorienta estepa argelina, a unos mil trescientos metros de altura, los restos, de sillares pardos y ladrillos apagados, se confunden con la tierra, o se asemejan a un campo sembrado de rocas, o a un bosque ralo y seco, entre el que destaca incongruentemente un arco de triunfo entero, demasiado perfecto, destinado a no se sabe qué ejército.
Timgad -una colonia de veteranos fundada por el emperador Nerva a finales del siglo I dC sobre un asentamiento bereber, y que perduró hasta el saqueo de los vándalos en el siglo V- ilustra bien las virtudes del urbanismo romano: una cuadrícula perfecta alrededor de los ejes centrales del cardo y del decumano, orientados según los puntos cardinales, en la que se inscriben los principales equipamientos públicos urbanos: el foro y las instituciones municipales, el mercado, el teatro, el área sacra, los templos dedicados a deidades orientales.
Pero Timgad revela la lucidez o el pragmatismo romano. Antiguos caminos, que no encajan en la cuadrícula son incorporados en la trama. Las termas eran un mundo aparte; invitaban al ocio y al recogimiento. Su implantación se desmarca de la cuadrícula, como si constituyeran un mundo propio o aparte; el crecimiento de la colonia desbordó los límites de las murallas. Las nuevos barrios y equipamientos se adaptan a la orografía periférica, como si, lejos del foro, el estricto orden se relajara a fin, quizá, que la ciudad, todo y manifestando o exaltando la superioridad de la ley (romana) -que se refleja desde las trazas urbanas hasta las filas prietas de ladrillos y los distintos aparejos de piedra y de terracota, y el enlosado público de piedra, dispuesto como un pulcro tapiz pulido que refleja la luz-, se insertara en el territorio y entre asentamientos autóctonos que respondían a criterios de implantación y de crecimiento posiblemente muy distintos. La ciudad romana actuaba como un modelo, pero tendía puentes con el entorno.
Cuando las piedras han caído y las columnas ya no enmarcan ningún monumento, el orden impreso en la árida tierra como un sello, sigue siendo visible, capaz aún de evocar la dura y casi absurda tarea de poner coto al polvo -que no cesa de alzarse. Las calles y los callejones eran redes que trataban de atrapar no sé sabe bien qué sueños. Y éstos han perdurado.