La muerte inventó la ciudad.
El teórico de las artes de principios del siglo XX Carl Einstein (1885-1940) emitió una fascinante -errónea, sin duda, dados los hallazgos arqueológicos posteriores, como el asentamiento cultual paleolítico de Gobekli Tepe, hoy en Turquía, pero fascinante al fin- teoría acerca de la transición del nomadismo al sedentarismo que culminaría en la invención de la ciudad.
La horda salvaje, las tribus nómadas, vagaban por el territorio. Los desplazamientos estaban regidos por el ciclo de las estaciones. El crecimiento de las plantas según el tiempo y el espacio (las condiciones ambientales), los movimientos de las manadas de animales salvajes -también influidos por la vegetación estacional- determinaban el emplazamiento, siempre temporal, de las tribus, que seguían lo que la naturaleza dictaba. Vivían en consonancia con ella. La tierra no les pertenecía. Se deslizaban sobre ella. El espacio estaba constituido por una sucesión de planos en los que estacionaban antes de emigrar hacia otro nivel cuando el tiempo lo determinaba, y los alimentos aparecían y desaparecían. La naturaleza les marcaba. La muerte no era un final abrupto sino parte de un ciclo "vital".
Y, de pronto, la muerte se impuso. La conciencia de ésta, el temor ante ella; también apareció la necesidad "vital" de oponerse a ella, o de sobreponerse a ella. El hombre se descubrió frágil, mortal -como bien descubrió Gilgamesh-. Se dio cuenta que la naturaleza le conducía a un final sin retorno. El ciclo terrenal ya no podía regir la vida de los humanos. Tenían que hacer un alto; instalarse permanentemente para librarse del paso del tiempo, considerado ahora inclemente.
La ciudad fue la solución. Su ordenación seguía las trazas del cielo. La planimetría celeste del día de la fundación se vertía sobre la tierra. La ciudad era la petrificación -para la eternidad- de determinadas posiciones siderales. El tiempo se detenía. La regularidad de la trama, la repetición de ubicaciones, disposiciones, plantas, volúmenes y sistemas constructivos se oponía a la constante variedad que el ciclo natural, con el crecimiento, el decaimiento y la extinción de las formas antes de su renacer, causaba. La insistencia en unas pautas y unas formas impedía que el tiempo cumpliera su misión. Las caídas eran pronto solventadas. se construía de nuevo, en el mismo emplazamiento, del mismo modo, unos volúmenes idénticos o aun más alejados de las formas naturales: volúmenes geométricos, cristalinos, impenetrables, alejados de cualquier concesión, de cualquier empatía con el mundo natural. Los muros, los tejados eran barreras contra el paso del tiempo. Las tumbas repetían la forma y la función de los hogares. La muerte era negada. El hombre quizá caída vencido por el tiempo, mas, como Gilgamesh se alegraba al contemplar por última vez, los muros de la ciudad de Uruk que había levantado, su nombre, su presencia viva entre los hombres que recordarían, repetirían el renombre, seguiría a través de su obra.
La ciudad aspiraba al cielo. Pero esa aspiración, ese levantamiento, era un desesperado o lúcido intento de escapar a la muerte, estaba dictado por el miedo a ella, por la presencia temida de ésta.