sábado, 1 de julio de 2017
SAMUEL BECKETT (1906-1989) Y EL ARTE SUMERIO (FILM, 1963-1964)
Un personaje, siempre de espaldas a nosotros, vive obsesionado por el poder de la mirada. Encerrado en una habitación, cubre un espejo, una pecera en la que brillan los ojos siempre abiertos de un pez, teme la mirada aguda de un loro, y se sienta, casi en actitud reverencial, ante la imagen de "Dios Padre", de ojos tan abiertos y obsesivos como los de un Pantocrator, que lo absorben hasta llevarlo a romper la imagen impresa en un pared, clavada en la pared, en pedazos.
Esta escena, central en el cortometraje en blanco y negro Film (inicialmente titulado El ojo), de Samuel Beckett, escrito en 1963 y filmado un año más tarde, protagonizado por Buster Keaton -aunque fue redactado pensado en Charlie Chaplin-, no muestra al dios cristiano, sino a la imagen de un orante sumerio hallado en el templo del dios Abu en Tell Asmar (Iraq) en 1933, la mayor estatua sumeria encontrada, que se halla en el Museo Nacional de Iraq en Bagdad, cuyos ojos desmesurados son, en efecto, absorbentes.
La referencia bíblica se acrecienta por el recuerdo del poema de Victor Hugo, La consciencia, que narra los intentos desesperados de Caín por esconderse de la omnipresencia del ojo de Dios, que nunca se cierra, incluso en la propia tumba.
La imagen procede posiblemente de la tercera o cuarta edición (1936, 1948) del libro de Helen Gardner, Art through the Ages, publicado inicialmente en 1926.
La imagen procede posiblemente de la tercera o cuarta edición (1936, 1948) del libro de Helen Gardner, Art through the Ages, publicado inicialmente en 1926.
viernes, 30 de junio de 2017
PETER FISCHLI (1952) & DAVID WEISS (1946-2012) DER LAUF DER DINGE (THE WAY THINGS GO, EL CURSO DE LAS COSAS, 1987)
La Fundación Joan Miró de Barcelona ha inaugurado una exposición dedicada a celebrar el treinta aniversario de esta filmación de los artistas suizos Fischli y Weiss que sorprendió a finales de los años ochenta pues, aunque prolongaba el juego y la ironía del arte de la transvanguardia que tanto impacto tuvo en aquel decenio, la libró de cierta pomposidad que, en ocasiones, involuntariamente acercaban más las obras transvanguardistas a la pintura "pompier" o decimonónica, que a la ligereza de los juegos dadaístas o de Fluxus o, incluso, del Pop Art.
Los comisarios (Martina Millà y Serafín Álvarez) explican que este vídeo mostraría a artistas jóvenes cómo crear con mucho ingenio y pocos medios (como David Bestué y Marc Vives en Acciones para la casa de 2005) y fuera en parte de las exigencias o presiones mercantiles de ciertas galería de arte.
Formas y materias en permanente búsqueda -atracción y rechazo- unas de otras y transformación, sin llegar nunca a una forma definitiva, siempre en equilibrio precario, pero sin dejar nunca de buscar el equilibrio -sabiendo que nunca se hallará, quizá por suerte.
Mesopotamia en España: una colección inédita
Fotos: Tocho, junio de 2017
Quizá el nombre de Damián Mateu diga poco hoy. Sin embargo, una marca española de coches de lujo de los años 20 y 30 (1904-1946), al alcance solo de la realeza y de millonarios, pese aya no existir, como Hispano Suiza (convertida en la marca Pegaso tras la Guerra Civil, hasta 1990), sea más conocida.
Fue fundada por un acaudalado industrial catalán, Damiá Mateu -de origen herrero- junto con un ingeniero suizo, quien financiaría también la construcción del primer metro de Barcelona y en funicular del monasterio de Montserrat.
Dada su fortuna y su posición social tuvo que crear una colección de arte, asesorado -a menudo mal- por el estudioso y divulgador Folch i Torres. Sin embargo la colección de vidrio antiguo sigue siendo una de las mejores de Europa, así como las de cerámica china y de cerámica española.
Su pasión era la glíptica. Llegó a atesorar unos cuatro mil camafeos, romanos y muchos del siglo XIX. Esta colección, junto con la de numismática, contaba -cuenta- con una obras poco conocidas: sellos cilindro mesopotámicos, la mayoría asirios o neo-asirios, de piedras semi preciosas.
Comprados a un anticuario o intermediario de París, H. Hassan, en los años 20 y principios de los años 30, contaba con unos cuarenta o cincuenta sellos. Diecisiete forman parte de la colección del Museo de Peralada, ubicado en un monasterio gótico, junto al castillo mediaval de Perelada -restaurado en el siglo XIX según el gusto neo-gótico. Se hallan en las reservas. No han sido nunca estudiados ni publicados. Próximamente se va a iniciar su estudio a cargo de Marc Marín, Holly Pittman y quien redacta..
Constituyen la mayor colección de sellos cilindro española, más importante que las del Museo Arqueologico Nacional de Madrid, y del Museo Bíblico del Monasterio de Montserrat, y que revela que en periodo de entreguerras, existía un inesperado coleccionismo español por obras mesopotámicas, adquiridas en París ante la falta de marchantes locales.
Agradecimientos al Museo de Perelada, a muy especialmente a su director Jaime Barrachina, a Susana García González, y a Maribel González; también al IPOA (UB), Lluis Feliu, Joaquín Sanmartín y Adelina Millet, y a Holly Pittman.
martes, 27 de junio de 2017
FRANÇOIS SCHUITEN (1956) & BENOÎT PEETERS (1956): LA TOUR (LA TORRE, 1987)
La torres es tan grande como el mundo; se pierde, hacia abajo, por debajo de las nubes que coronan los árboles y se adentra no sé sabe a qué profundidad; la cumbre no parece existir; por mucho que uno ascienda, por fuera o por dentro de espacios cada vez más estrechos, los muros siguen rasgando la niebla permanente. pero nunca se descubre en su totalidad.
La torre es un mundo vertical, empinado y desolado. Como el mundo, la torre se estructura en varios niveles. Cada uno está poblado de seres muy distintos. Se cuenta que el gobierno se halla en la cumbre. La torre cruza el espacio y surca el tiempo. Tan alta es que no rige el mismo tiempo en cada parte: la parte central, dotada de amplias terrazas, parece hallarse en el Renacimiento, aunque las altas ventanas que iluminan el corazón de la torre sean góticas. Los niveles inmediatamente superiores acogen construcciones que parecen directamente trasladadas de un grabado de Piranesi, cuando el Siglo de las Luces. Aún más arriba, se intuye el constante bramido de mecanismos industriales del siglo XIX. En lo alto, aún no se sabe.
La torre, de planta circular y muros exteriores inclinados como la panza de un muro de contención, está construida con sillares imponentes. Acoge a vivos y muertos. Altísimos columbarios, donde reposan los muertos, recorren las paredes catedralicias de ciertas estancias. Pero la torre se cae. Algunas partes, por la que cuesta circular a causa de montañas de piedras, están derrumbadas. El chasquido de bloques que se precipitan puntea la vida como las puntuales campanadas de una iglesia. La torre no está deshabitada aunque en algunas zonas solo se hallan cadáveres. La conexión entre niveles no es fácil ni siempre posible. Imponentes túneles, escaleras de caracol, rampas, puentes colgantes, pasarelas, pasadizos, a menudo tendidos en el vacío, y bloqueados por toda clase de restos, entre cuerdas, cadenas y poleas que cuelgan desde no se sabe dónde, y que se hallan en malas condiciones, revelan que la circulación es o fue posible, solo para quienes superaran el vértigo. Si no, la subida y el descenso solo se puede realizar por el grueso muro exterior, punteado, como una construcción romana, por pilastras, contrafuertes y molduras que no siempre resisten el peso de un hombre.
"En un principio, la Torre fue concebida como imagen del universo. La construcción debía permitir el ascenso a los diferentes niveles para acercarse a poco a lo Divino. A medida que se ascendiera, ésta debería afinarse y depurarse, librándose de toda pesadez y despojándose de todo recargamiento. Así se alcanzaría el Alma de la Torre, el verdadero objetivo del edificio (...)
Construir la torre ha sido algo tan absurdo como querer tocar a Dios con los dedos. La distancia entre el cielo y nosotros es tan grande que por muy alta que sea nuestra Torre, jamás nos aproximará lo más mínimo al mundo.
¿Está seguro que la Torre no es lo más grande que existe?
Sí, estoy seguro... la Torre no es nada. Representa menos en el Universo que una piedra en la Torre."
Pese a que, cuando se recorre la Torre, se salga al exterior y se vague por montes empinados, atravesados por fallas abismales, y uno se adentre en bosques impenetrables, siempre se está en la Torre. Es imposible salir de ella, aunque, desde las ventanas, se perciba un mundo poblado de nubes.
Existe, sin embargo, una única salida -si es que una salida se trata: En algunas estancias cuelgan cuadros descomunales: cuadros barrocos y decimonónicos, enmarcados por gruesas molduras, que abren ventanas a otros mundos -no siempre deseables: si algunos cuadros muestran escenas mitológicas protagonizadas por diosas carnales que se ofrecen a la vista del espectador, otros documentan batallas mortíferas, pero también revueltas... E imágenes de la torre de Babel.
Quizá aquí estaría el secreto de la torre...
El célebre cómic belga La Tour (La torre), publicado hace treinta años exactamente, que forma parte de la serie de doce libros Las ciudades oscuras, publicado inicialmente en francés, y que ha dado pie a un sinfín de estudios, tesis doctorales y exposiciones (una de las últimas en la Cité de l´Architecture de París) ha sido recientemente reeditado cuidadosamente en español.
Quizá centre algunas clases prácticas de la asignatura de Teoría II en la UPC-ETSAB el curso que viene....
lunes, 26 de junio de 2017
JAVIER COLIS (1961): GOING HOME (2014)
Recomendable: Este músico de Logroño ha sido una sorpresa
http://www.bestiar.org/javier-colis-luna-de-agosto/
(escucha legal)
Se puede también escuchar legalmente en (Pista 3):
https://archive.org/details/javierColisLunaDeAgosto/03+Going+Home.wav
http://www.bestiar.org/javier-colis-luna-de-agosto/
(escucha legal)
Se puede también escuchar legalmente en (Pista 3):
https://archive.org/details/javierColisLunaDeAgosto/03+Going+Home.wav
domingo, 25 de junio de 2017
Arquitectura y recuerdo.
Albertina desaparecida, el sexto y penúltimo volumen de la novela-río A la búsqueda del tiempo perdido, narra, en primera persona, el recuerdo del protagonista de un viaje con su madre a Venecia, tras la muerte accidental de su prometida Albertina, con la que acababa de romper, y el decepcionante encuentro con su primera prometida, Gilberta, irreconocible -u olvidada- con el paso de los años. Marcel y su madre se alojaban en un hotel la ventana historiada de cuya habitación daba directamente al "campanile" de la Plaza San Marcos. Su madre se asomaba a menudo a esta alta ventana gótica veneciana marcada por trazas árabes y el protagonista (cuyo nombre solo se cita una vez en la novela: Marcel), cuando salía hacia el muelle para reservar una góndola, comunicaba con su madre, que ya portaba un fino velo blanco bajo el sombrero para salir, aun retenida tras los maineles. Aquella ventana exponía -y protegía- a su madre.
Nunca podría recordar la estilizada obertura que apuntaba al cielo sin pensar en su madre o, mejor dicho, solo podía recordar esa precisa ventana, un medallón que colgaba de la fachada rosa y labrada, porque estaba íntimamente asociada a ella, como un marco esculpido por el retratista divino. Marcel no solo miraba la ventana que le comunicaba el rostro triste de su madre, sino que los lóbulos superiores, que descansaban sobre la nariz de tracería, le miraban. La ventana era un ser vivo, recordado por la figura amada que encuadraba:
"...desde muy lejos, y cuando apenas había rebasado San Jorge el Mayor, divisaba aquella ojiva que me había visto, y el vuelo de sus arcos mitrales confería a su sonrisa de bienvenida la distinción de una mirada más elevada, casi incomprendida. Y porque tras aquellos balaustres de mármol de distintos colores mamá leía aguardándome, cubierto el rostro por un velillo de tul, de un blanco tan desgarrador como el de sus cabellos para mí, consciente de que mi madre, ocultando sus lágrimas, lo había incorporado a su sombrero de paja no sólo para dar una impresión de ir más «vestida» ante la gente del hotel, sino sobre todo para parecerme menos enlutada, menos triste, casi consolada de la muerte de mi abuela; porque, sin haberme reconocido de inmediato, no bien la llamaba desde la góndola, mandaba hacia mí, desde el fondo de su corazón, su amor, que no se detenía sino donde ya no había materia para sostenerlo -en la superficie de su mirada apasionada que intentaba acercar lo más posible a mí, que procuraba realzar, en la punta de los labios, con una sonrisa que parecía abrazarme- enmarcado y bajo el dosel de la sonrisa más discreta de la ojiva iluminada por el sol de mediodía: por todo eso, aquella ventana ha dejado impreso en mi memoria el grato recuerdo de las cosas que participaron con nosotros, junto a nosotros, en cierta hora que sonaba, la misma para nosotros y para ellas; y, por admirables que sean sus parteluces, aquella ilustre ventana conserva para mí el aspecto íntimo de un hombre eminente con el que hubiéramos veraneado un mes en el mismo sitio, con quien hubiéramos trabado allí cierta amistad; y si, desde entonces, cada vez que veo la reproducción de esa ventana en un museo, tengo que aguantarme las lágrimas, es sencillamente porque me dice lo que más me llega al corazón: «Me acuerdo muy bien de tu madre.»"
(Marcel Proust: Albertine desaparecida, cap. III, A la búsqueda del tiempo perdido, vol. VI)
"...de bien loin et quand j’avais à peine dépassé Saint-Georges le Majeur, j’apercevais cette ogive qui m’avait vu, et l’élan de ses arcs brisés ajoutait à son sourire de bienvenue la distinction d’un regard plus élevé, et presque incompris. Et parce que, derrière ses balustres de marbre de diverses couleurs, maman lisait en m’attendant, le visage contenu dans une voilette de tulle d’un blanc aussi déchirant que celui de ses cheveux, pour moi qui sentais que ma mère l’avait, en cachant ses larmes, ajoutée à son chapeau de paille, un peu pour avoir l’air « habillée » devant les gens de l’hôtel, mais surtout pour me paraître moins en deuil, moins triste, presque consolée de la mort de ma grand’mère, parce que, ne m’ayant pas reconnu tout de suite, dès que de la gondole je l’appelais elle envoyait vers moi, du fond de son cœur, son amour qui ne s’arrêtait que là où il n’y avait plus de matière pour le soutenir à la surface de son regard passionné qu’elle faisait aussi proche de moi que possible, qu’elle cherchait à exhausser, à l’avancée de ses lèvres, en un sourire qui semblait m’embrasser, dans le cadre et sous le dais du sourire plus discret de l’ogive illuminée par le soleil de midi ; à cause de cela, cette fenêtre a pris dans ma mémoire la douceur des choses qui eurent en même temps que nous, à côté de nous, leur part dans une certaine heure qui sonnait, la même pour nous et pour elles ; et si pleins de formes admirables que soient ses meneaux, cette fenêtre illustre garde pour moi l’aspect intime d’un homme de génie avec qui nous aurions passé un mois dans une même villégiature, qui y aurait contracté pour nous quelque amitié, et si depuis, chaque fois que je vois le moulage de cette fenêtre dans un musée, je suis obligé de retenir mes larmes, c’est tout simplement parce qu’elle me dit la chose qui peut le plus me toucher : « Je me rappelle très bien votre mère. »
La construcción se halla ante nosotros. Vive en el mismo espacio, los mismos días que nosotros. Se interpone o nos acoge. Vivimos diariamente en ella. Seguramente no nos fijamos en ella: es un útil que nos da cobijo y, en ocasiones, problemas. Se trata de un objeto con el que nos relacionamos sin pensar, que satisface, bien o mediocremente, nuestras necesidades vitales. En ocasiones, cambiamos de casa. Se alquila, se vende, se traspasa o se destruye, como ocurre con cualquier objeto que, de pronto, se ha vuelto inútil. Queda siempre un vago recuerdo, a veces irritado por todas las trabas que la casa ha podido interponer.
La arquitectura sería muy distinta. No se hallaría en el presente, sino en el pasado. Solo se podría vivir en el recuerdo. Una construcción se convertiría, se alzaría en arquitectura, siempre que estuviera asociada a unas personas amadas, a vidas añoradas. La arquitectura sería aquella construcción a la que desearíamos volver por lo que evoca, a sabiendas que este encuentro es imposible: la casa ya no existe, o ya no existe como la recordamos: nunca existió de este modo -qué decepción nos causa una casa en la que vivimos cuando, años más tarde, se nos ocurre, siquiera de paso, volver-; porque la arquitectura es un espacio transfigurado por el recuerdo, que solo halla su lugar en la memoria. Constituye el marco que aureola figuras y vivencias soñadas. Solo puede cobrar cuerpo -un cuerpo más preciso y más tangible, inaprensible, sin embargo- en el recuerdo. La arquitectura es una construcción recordaba a la que volvemos. Estuvimos en ella -cuando aun era una simple construcción, porque no podía ser otra cosa, ya que el recuerdo aún no había pasado, como un soplo o una varita, para dotarla de todas las imágenes placenteras, y añoradas (placenteras puesto que añoradas) que la transfigurarían, librándola de la opacidad de la materia, para reconstruirla con el velo luminoso del recuerdo intangible-; la dejamos, la olvidamos y solo, años más tarde, cuando aquella época ya no es sino un recuerdo, nos reencontramos con ella: nos encontramos con una casa que en nada se parece a la que dejamos pues ahora, inmaterial, se ha convertido en un sueño imposible, añorado y doloroso, cuya evocación causa un último y verdadero placer. La casa recordada, por las imágenes añoradas que envuelve, con las que íntimamente está asociada, es arquitectura. Solo podemos habitarla en sueños; la única situación en que podemos, por una horas, antes de que el sueño se desvanezca para siempre -un sueño unca puede ser voluntariamente buscado y alcanzado-, vivir plenamente.
Nunca podría recordar la estilizada obertura que apuntaba al cielo sin pensar en su madre o, mejor dicho, solo podía recordar esa precisa ventana, un medallón que colgaba de la fachada rosa y labrada, porque estaba íntimamente asociada a ella, como un marco esculpido por el retratista divino. Marcel no solo miraba la ventana que le comunicaba el rostro triste de su madre, sino que los lóbulos superiores, que descansaban sobre la nariz de tracería, le miraban. La ventana era un ser vivo, recordado por la figura amada que encuadraba:
"...desde muy lejos, y cuando apenas había rebasado San Jorge el Mayor, divisaba aquella ojiva que me había visto, y el vuelo de sus arcos mitrales confería a su sonrisa de bienvenida la distinción de una mirada más elevada, casi incomprendida. Y porque tras aquellos balaustres de mármol de distintos colores mamá leía aguardándome, cubierto el rostro por un velillo de tul, de un blanco tan desgarrador como el de sus cabellos para mí, consciente de que mi madre, ocultando sus lágrimas, lo había incorporado a su sombrero de paja no sólo para dar una impresión de ir más «vestida» ante la gente del hotel, sino sobre todo para parecerme menos enlutada, menos triste, casi consolada de la muerte de mi abuela; porque, sin haberme reconocido de inmediato, no bien la llamaba desde la góndola, mandaba hacia mí, desde el fondo de su corazón, su amor, que no se detenía sino donde ya no había materia para sostenerlo -en la superficie de su mirada apasionada que intentaba acercar lo más posible a mí, que procuraba realzar, en la punta de los labios, con una sonrisa que parecía abrazarme- enmarcado y bajo el dosel de la sonrisa más discreta de la ojiva iluminada por el sol de mediodía: por todo eso, aquella ventana ha dejado impreso en mi memoria el grato recuerdo de las cosas que participaron con nosotros, junto a nosotros, en cierta hora que sonaba, la misma para nosotros y para ellas; y, por admirables que sean sus parteluces, aquella ilustre ventana conserva para mí el aspecto íntimo de un hombre eminente con el que hubiéramos veraneado un mes en el mismo sitio, con quien hubiéramos trabado allí cierta amistad; y si, desde entonces, cada vez que veo la reproducción de esa ventana en un museo, tengo que aguantarme las lágrimas, es sencillamente porque me dice lo que más me llega al corazón: «Me acuerdo muy bien de tu madre.»"
(Marcel Proust: Albertine desaparecida, cap. III, A la búsqueda del tiempo perdido, vol. VI)
"...de bien loin et quand j’avais à peine dépassé Saint-Georges le Majeur, j’apercevais cette ogive qui m’avait vu, et l’élan de ses arcs brisés ajoutait à son sourire de bienvenue la distinction d’un regard plus élevé, et presque incompris. Et parce que, derrière ses balustres de marbre de diverses couleurs, maman lisait en m’attendant, le visage contenu dans une voilette de tulle d’un blanc aussi déchirant que celui de ses cheveux, pour moi qui sentais que ma mère l’avait, en cachant ses larmes, ajoutée à son chapeau de paille, un peu pour avoir l’air « habillée » devant les gens de l’hôtel, mais surtout pour me paraître moins en deuil, moins triste, presque consolée de la mort de ma grand’mère, parce que, ne m’ayant pas reconnu tout de suite, dès que de la gondole je l’appelais elle envoyait vers moi, du fond de son cœur, son amour qui ne s’arrêtait que là où il n’y avait plus de matière pour le soutenir à la surface de son regard passionné qu’elle faisait aussi proche de moi que possible, qu’elle cherchait à exhausser, à l’avancée de ses lèvres, en un sourire qui semblait m’embrasser, dans le cadre et sous le dais du sourire plus discret de l’ogive illuminée par le soleil de midi ; à cause de cela, cette fenêtre a pris dans ma mémoire la douceur des choses qui eurent en même temps que nous, à côté de nous, leur part dans une certaine heure qui sonnait, la même pour nous et pour elles ; et si pleins de formes admirables que soient ses meneaux, cette fenêtre illustre garde pour moi l’aspect intime d’un homme de génie avec qui nous aurions passé un mois dans une même villégiature, qui y aurait contracté pour nous quelque amitié, et si depuis, chaque fois que je vois le moulage de cette fenêtre dans un musée, je suis obligé de retenir mes larmes, c’est tout simplement parce qu’elle me dit la chose qui peut le plus me toucher : « Je me rappelle très bien votre mère. »
(Marcel Proust: Albertine disparue, chap. III, À la recherche du temps perdu, vol. VI)
La construcción se halla ante nosotros. Vive en el mismo espacio, los mismos días que nosotros. Se interpone o nos acoge. Vivimos diariamente en ella. Seguramente no nos fijamos en ella: es un útil que nos da cobijo y, en ocasiones, problemas. Se trata de un objeto con el que nos relacionamos sin pensar, que satisface, bien o mediocremente, nuestras necesidades vitales. En ocasiones, cambiamos de casa. Se alquila, se vende, se traspasa o se destruye, como ocurre con cualquier objeto que, de pronto, se ha vuelto inútil. Queda siempre un vago recuerdo, a veces irritado por todas las trabas que la casa ha podido interponer.
La arquitectura sería muy distinta. No se hallaría en el presente, sino en el pasado. Solo se podría vivir en el recuerdo. Una construcción se convertiría, se alzaría en arquitectura, siempre que estuviera asociada a unas personas amadas, a vidas añoradas. La arquitectura sería aquella construcción a la que desearíamos volver por lo que evoca, a sabiendas que este encuentro es imposible: la casa ya no existe, o ya no existe como la recordamos: nunca existió de este modo -qué decepción nos causa una casa en la que vivimos cuando, años más tarde, se nos ocurre, siquiera de paso, volver-; porque la arquitectura es un espacio transfigurado por el recuerdo, que solo halla su lugar en la memoria. Constituye el marco que aureola figuras y vivencias soñadas. Solo puede cobrar cuerpo -un cuerpo más preciso y más tangible, inaprensible, sin embargo- en el recuerdo. La arquitectura es una construcción recordaba a la que volvemos. Estuvimos en ella -cuando aun era una simple construcción, porque no podía ser otra cosa, ya que el recuerdo aún no había pasado, como un soplo o una varita, para dotarla de todas las imágenes placenteras, y añoradas (placenteras puesto que añoradas) que la transfigurarían, librándola de la opacidad de la materia, para reconstruirla con el velo luminoso del recuerdo intangible-; la dejamos, la olvidamos y solo, años más tarde, cuando aquella época ya no es sino un recuerdo, nos reencontramos con ella: nos encontramos con una casa que en nada se parece a la que dejamos pues ahora, inmaterial, se ha convertido en un sueño imposible, añorado y doloroso, cuya evocación causa un último y verdadero placer. La casa recordada, por las imágenes añoradas que envuelve, con las que íntimamente está asociada, es arquitectura. Solo podemos habitarla en sueños; la única situación en que podemos, por una horas, antes de que el sueño se desvanezca para siempre -un sueño unca puede ser voluntariamente buscado y alcanzado-, vivir plenamente.
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