Las trazas de un yacimiento arqueológico casi siempre se asemejan a una tela de araña: una red de fragmentos de muros -o de cimientos- discontinuos superpuestos. Son necesarios meses de prácticas antes de entender que un yacimiento no ofrece la planta de un edificio, extrañamente planificado a base de estancias inconexas, inalcanzables y de formas absurdas, sino que muestra, a poco que se haya excavado hasta cierta profundidad, las distintas tramas de los edificios que se han ido construyendo en un mismo lugar a lo largo de siglos o de milenios, o las sucesivas reformas -ampliaciones y recortes- de un mismo edificio, los sucesivos derribos seguidos de restauraciones. Yacimientos con un único nivel de ocupación son excepcionales: edificios construidos de golpe y abandonados tras unos pocos años que no hubieran sufrido alteraciones. Ni siquiera el denostado palacio que Nerón mandó construir entre varias colinas de Roma -la Domus Aurea-, inconcluso y enterrado a la muerte del emperador, en un intento de borrar su recuerdo, escapa a la casi inevitable superposición de estratos. Aunque fue construido en unos pocos años, y abandonado y sepultado a su muerte, sus gruesos muros sirvieron de cimientos para las termas que Trajano ordenó construir sobre el montículo de tierra bajo el cual quedó ocultado el odiado palacio neroriano. Hoy, partes de la planta, de los volúmenes del palacio se reconocen nítidamente, pero en otras zonas, los restos de las termas distorsionan la comprensión de las ruinas del palacio. El mismo Partenón, perfectamente visible, destacado en lo alto del acrópolis ateniense, se alza sobre restos de construcciones anteriores que si fueran excavadas dificultarían en gran medida la comprensión del templo -para quienes no somos arqueólogos.
Esta superposición, esta sucesión de construcciones y destrucciones, es particularmente visible en yacimientos mesopotámicos. Las construcciones eran de adobe. Necesitaban restauraciones y reconstrucciones constante: las ocasionales pero violentas lluvias socavaban las estructuras más gruesas. La ideología religiosa impedía construir en terrenos vírgenes: un edificio tenía que alzarse donde ya hubo una construcción anterior, pues los dioses solo autorizaban la construcción en determinados lugares señalados por ellos. La ausencia de máquinas -grúas, etc.- impedía derribar de raíz un edificio por lo que la nueva construcción o reconstrucción se levantaba sobre las trazas, los cimientos del edificio. Las excavaciones, milenios más tarde, exponen esta superposición de tramos de muros y de cimientos.
Dado que la construcción, en la antigüedad, era lenta, y que los cambios de reinado, las guerras y las inclemencias afectaban un edificio antes de que estuviera concluido, las restauraciones, las modificaciones, los replanteos se iniciaban casi al mismo tiempo que las obras originales. Un edificio estaba en permanente construcción. Se asemejaba a un organismo vivo, algunas de cuyas partes crecían y se modificaban al mismo tiempo que otras decaían. En Mesopotamia, las refecciones acontecían unos veinticinco años tras las primeras obras -si guerras e inclemencias imprevistas no afectaban antes de tiempo un edificio.
Un edificio en contante evolución no tiene historia. Su historia no está fechada. No se puede datar el inicio ni el final de las obras. Las célebres murallas de Babilonia, que aún se alzan en el sitio, se iniciaron mucho antes de la fecha con la que convencionalmente se data su origen -siglo VII aC- pues sucedieron a murallas, a construcciones cuyos primeros testimonios se remontan a principios del segundo milenio aC. La terminación de las murallas, por otra parte, aun no ha concluido. Ocurre lo mismo con el Partenón, cuyas obras (de restauración, reconstrucción o incluso de obra nueva) prosiguen hoy, y cuyo origen no se remonta a la época de Pericles sino a los orígenes míticos de la ciudad de Atenas que se pierden en la noche de los tiempos. El Partenón que hoy vemos en un eslabón en una sucesión interminable de templos dedicados a Atenea, cuyo origen se desconoce -ni se conocerá pues se hunde en el tiempo del mito.
La arquitectura no tiene historia; vive en un continuo presente. Todos los edificios que forman parte de un yacimiento arqueológico han sido rescatados, consolidados modernamente -obras de consolidación que no pueden cesar, como bien se demuestra en Pompeya, por ejemplo. Los únicos edificios que tienen una historia fechable, cuya historia pertenece al pasado, son aquellos que no han sido desenterrados o descubiertos aún. Pero, en este caso, nada pueden contarnos. La arquitectura no es tanto un palimpsesto -como se ha escrito a menudo- sino se asemeja más bien a la tela que Penélope tejía y deshacía diariamente: una obra en constante evolución, que nunca concluye, sin origen ni final.
Es por este motivo, que la congelación que se practica cuando se restaura un edificio primando un determinado aspecto, altera esencialmente lo que es un edificio: una obra viva, que no es inmortal, sino que como todo organismo vive, nace, muere y renace constantemente. La restauración es, en verdad, una momificación, y demuestra el temor a la vida, impidiendo que los edificios vivan, sufran, caigan y vuelvan a recuperar su prestancia, siempre cambiante.