Atentado en Barcelona y Cambrils (no lejos de Barcelona).
A poco, imágenes gráficas y escritas.
Comentarios sorprendidos o indignados por las filmaciones en vez de la aportación de ayuda, o la huida.
Avisos, poco después, de no divulgar por las redes sociales las imágenes por respeto de las víctimas y para no acrecentar el miedo, por tanto, para no dar juego a los terroristas.
Imágenes gráficas.
¿Qué habríamos hecho, si hubiéramos estado en las Ramblas o el Paseo Marítimo de Cambrils? ¿Nos hubiéramos acercado a los malheridos, o hubiéramos filmado?
No lo sé. Quizá solo lo hubiéramos sabido si hubiéramos estado en los lugares luctuosos.
La condena ha afectado a las imágenes gráficas; no textuales. Esta tan distinta consideración implica un juicio muy distinto acerca de la relación entre la realidad y las imágenes gráficas y escritas. Las gráficas dan la sensación que muestran lo acontecido; las escritas, lo recrean. Las palabras y la gramática mantendría a distancia la realidad, o la evocaría simbólicamente. Negaríamos el carácter simbólico de las fotografías y las imágenes en movimiento. pero ambas son construcciones: se enfoca, se encuadra, se adopta un punto de vista, una altura "de miras"; la luz, las sombras intervienen. Las imágenes son planas, aislan formas, cuerpos, del entorno. Aportan y suprimen datos. Son un "punto de vista", es decir una vista subjetiva, o parcial. Son construcciones al igual que los textos. La imagen parece acercarnos a lo acontecido, cuando es posible que nos aleje o nos lo disponga de un modo particular, o nos disponga de modo que nuestra vista sea una construcción.
Es cierto, sin embargo, que la imagen plástica parece acercarse a lo que muestra. Una realidad de que muestra solo fragmentos, que detiene, fija y aplana la realidad.
La capacidad de la imagen plástica de dar la sensación que suple la realidad -que nos la acerca, que nos la pone delante, sin filtros, artificios, composiciones o construcciones- ha sido discutida desde siempre, y ha llevado a la condena o a la exaltación de la imagen. El catolicismo defendía la imagen realista" por su capacidad de ponernos ante el dolor de Cristo en la cruz, a fin que nos sintamos culpables de lo que vemos -la estatuaria barroca acerca la mirada vidriosa de Cristo moribundo-, olvidando, por tanto, la esquematización, alteración, recreación o fabulación de la realidad, por parte de la imagen, mientras que el protestantismo o una parte del islam, y el judaísmo, insistir en el carácter ficticio de la imagen plástica -pero no de la palabra escrita que, en el Islam, se considera traduce o refleja la palabra divina- que impide tener una "imagen certera" de la divinidad, una imagen que altera el verdadero rostro de lo que muestra.
La imagen, escrita o plástica, es siempre una construcción que acerca y aleja, que nos coloca en un punto de vista que no es el del testigo, dado que el testigo barre con su mirada lo que acontece, y no enfoca -porque no puede enfocar, porque nuestra mirada no puede recortar, aislar un hecho del entorno. La imagen no es la realidad.
Sin embargo, tanto quienes tomamos imágenes plásticas como quienes las condenamos, creemos, sin duda de "buena fe", que la imagen nos pone ante lo que no queremos ver o no tenemos que ver, como si la imagen fuera un "punto de vista moral".
Ahí reside la fuerza o el peligro de la imagen plástica. inevitablemente nos hace creen en lo que no es. Nos hace creer que sustituye a la realidad y, por tanto, recibe consideraciones que solo la realidad merece.
Pero no mostraremos imágenes plásticas, sin embargo. Su poder fabulador sobrecoge.
viernes, 18 de agosto de 2017
jueves, 17 de agosto de 2017
Ojos que no ven... (El retrato)
Provocativamente, sin duda, el filósofo francés Jacques Derrida sostenía que los ojos no "están hechos" para ver -una función obvia, banal- sino para llorar. Los ojos tienen o adquieren sentido cuando sueltan lágrimas. Son entonces cuando se convierten en entes significativos, cuya función no se limita a una necesidad corporal, fisiológica.
¿Quién permanece impasible ante la vista de una persona que llora? Picasso bien lo sabía: no cesó de retratar, en los años treinta, a su amante como la mujer que llora: un símbolo del dolor ante la guerra Civil española, sostienen algunos estudiosos.
Cuando lloramos nos expresamos. Lo que nos ocurre, lo que guardamos dentro de nosotros, lo que sentimos, nos duele, pero no manifestamos, de pronto se exterioriza. Las lágrimas son indicios ciertos de que la persona que llora es un ser sensible, dotada de y marcada por un pasado, que ha vivido, y que encierra historias. Los ojos que lloran dotan de perspectiva la cara. Ésta se ahonda. manifiesta pliegues, recubre rostros sucesivos, denota huellas que de pronto afloran en un rostro que se deja ir.
Un rostro emborronado de lágrimas cuenta una historia. Las lágrimas son espejos donde trasluce la verdad. la perfecta máscara del rostro, esforzadamente compuesta, retenida, se quiebra. La figura hierática se muestra humana: doliente, sensible. El mundo le afecta. Las lágrimas son el símbolo de la comunión con el mundo, de cómo el mundo nos marca, y nos hace humanos.
Un retrato es la imagen que capta la verdad del ser humano. El buen retrato se centra en la mirada. Los ojos son espejos en cuya superficie el alma se revela. Derrida sostenía que ese lugar común era cierto aunque no por las razones habitualmente aducidas. Los ojos son indicios de quienes somos, sin duda. Por eso, lloran los ojos: para comunicar qué sentimos, es decir, cómo nos hallamos ante el mundo. Un buen retrato debería ser siempre un retrato velado por las lágrimas. Las lágrimas de una madre ante el cuerpo muerto de su hijo, como en las imágenes del Descendimiento de la Cruz, o de un ser avergonzado, arrepentido por lo que ha dicho y hecho que le marca, así como marca el mundo: las lágrimas, de nuevo, nos ponen en contacto con lo que nos envuelve.
El llanto despierta la compasión: crea vínculos, una comunidad en ciernes. El teatro, que tenía como función reforzar los ligámenes entre los ciudadanos, que descubrían de pronto que compartían sentimientos, era un autosacramental, una tragedia escenificada que permitía a los ciudadanos lloran catártica, conjuntamente.
El llanto convierte el rostro en una imagen sensible, que expresa y despierta emociones, poniéndonos en relación con el otro.
miércoles, 16 de agosto de 2017
Comunidad
Una comunidad comparte un mismo espacio. El espacio compartido funda a una comunidad. Se trata de un lugar de intercambio -de bienes y de ideas. El espacio no pertenece a nadie salvo al colectivo, a la comunidad. Un espacio semejante es un claro en el bosque en que se ubican moradas familiares o clánicas, una plaza pública -de la que el ágora griega y el foro republicano romano son buenos ejemplos-, el patio de una mezquita. Espacios de diálogo, donde se solventan, se superan diferencias.
El sociólogo austríaco de la primera mitad del siglo XX, Alfred Schütz, consideraba, sin embargo, que más que el espacio, lo que una comunidad compartía era el tiempo. Se puede vivir en un mismo espacio dándose la espalda, ignorándose -por desdén, timidez o indiferencia. Pero vivir al unísono implica pasar tiempo juntos; Schütz añade: envejecer juntos. Se presenta un tiempo -el tiempo de una vida, el tiempo que queda- dotado de sentido, el sentido que los gestos y las ideas comunes otorgan. Un tiempo cuyo ritmo se sigue, un tiempo al que todos se acoplan, creando, en cierta medida, un cuerpo que actúa al unísono o de modo contrapuntístico. La vida de cada uno se corresponde. Lo que uno hace o dice es recogido por el interlocutor, y devuelto recreado.
El tiempo que se pasa juntos es un tiempo que se prolonga en el tiempo. Se hacen planes de futuro, aquí o allá, se organizan tareas, se estructura el tiempo. Durante ese tiempo compartido, cada uno puede ayudar al otro, colaborar con él, y todos los que viven junto edifican juntos una vida; se ayudan, se influyen, se aconsejan, y pueden así vivir más tiempo y plenamente.
Una comunidad en la que cohabitan tiempos distintos, distintas previsiones y esperanzas, por el contrario, pronto se descompone y desaparece. No tiene lugar.
No sé si hoy aún tenemos tiempo para compartirlo.
El sociólogo austríaco de la primera mitad del siglo XX, Alfred Schütz, consideraba, sin embargo, que más que el espacio, lo que una comunidad compartía era el tiempo. Se puede vivir en un mismo espacio dándose la espalda, ignorándose -por desdén, timidez o indiferencia. Pero vivir al unísono implica pasar tiempo juntos; Schütz añade: envejecer juntos. Se presenta un tiempo -el tiempo de una vida, el tiempo que queda- dotado de sentido, el sentido que los gestos y las ideas comunes otorgan. Un tiempo cuyo ritmo se sigue, un tiempo al que todos se acoplan, creando, en cierta medida, un cuerpo que actúa al unísono o de modo contrapuntístico. La vida de cada uno se corresponde. Lo que uno hace o dice es recogido por el interlocutor, y devuelto recreado.
El tiempo que se pasa juntos es un tiempo que se prolonga en el tiempo. Se hacen planes de futuro, aquí o allá, se organizan tareas, se estructura el tiempo. Durante ese tiempo compartido, cada uno puede ayudar al otro, colaborar con él, y todos los que viven junto edifican juntos una vida; se ayudan, se influyen, se aconsejan, y pueden así vivir más tiempo y plenamente.
Una comunidad en la que cohabitan tiempos distintos, distintas previsiones y esperanzas, por el contrario, pronto se descompone y desaparece. No tiene lugar.
No sé si hoy aún tenemos tiempo para compartirlo.
martes, 15 de agosto de 2017
CAZ BENEDICT (DAVID CAZALET, 1967): JERICHO (2015)
https://soundcloud.com/caz-benedict/jericho
Escucha legal.
Sobre este coreógrafo y músico canadiense, con dos nombres en función del tipo de trabajo, véase su páguina web
lunes, 14 de agosto de 2017
Tú rista
Varias ciudades europeas, Barcelona entre ellas, están siendo la sede de manifestaciones, más o menos agresivas, en contra del turismo -o de los turistas. Se les reproche ser los agentes directos o indirectos de la degradación de la vida ciudadana (aumento del precio de la vivienda, expulsión de residentes, ruido -nocturno, sobre todo-, problemas de circulación, comportamientos "incivicos", etc.).
¿Qué es un turista?
Un turista podría ser quien no vive en la ciudad, o el que no está empadronado en ella, si esta definición no echara del ámbito urbano a todos los que trabajan regularmente en una ciudad pero no viven en ella sino en pueblos o ciudades más a menos cercanos.
Trabajar en la ciudad se convierte en un criterio de difícil aplicación cuando el trabajo a través de internet gana terreno. Ya no es siempre necesario residir en un lugar para ser considerado un ciudadano. Los que no tienen trabajo ni lo han tenido, los jóvenes que no han podido entrar en el mundo del trabajo, los refugiados, tampoco cabrían en la ciudad. No tendrían derecho al espacio público.
El pago de cotizaciones a la ciudad (pago de impuestos, contribuciones) también se revela como un criterio esquivo o dudoso puesto que echa fuera de la ciudad a todos los refugiados, los acogidos, y a quienes no cotizan por falta de ingresos -pero no reciben, porque no quieren o no pueden, ayudas públicas.
Por otra parte, achacar los males -físicos y morales- de una ciudad a los turistas implica que se considera que los ciudadanos son, en cambio, impólutos. El turista se convierte así en un chivo expiatorio.
¿Significan esos comentarios que la dificultosa circulación por una ciudad atestada de viandantes, o que el ruido que invade los dormitorios con las ventanas abiertas de par en par, no constituyen graves molestias que pueden causar problemas físicos y de convivencia? No. Solo significa que el exceso de viandantes, y las conductas "incivicas", esto es, causadas por la falta de empatía, la incapacidad o el desinterés de ponerse en el lugar del otro, son nocivos, sean quienes sean los causantes, ciudadanos o "turistas", que también son ciudadanos, a menos que revivamos la excluyente noción ateniense y espartana de la autoctonia, que condena al destierro, a la falta de derechos e incluso a la muerte a los "extranjeros". Todos o casi todos somos o hemos sido turistas. La tierra, la ciudad no es "nuestra". La noción de autóctonia, reactivada últimamente en Europa, implica que la ciudad pertenece a un determinado grupo social, a los ciudadanos, que son quienes tienen raíces en la tierra en la que viven desde tiempos "inmemoriales", y tienen todos los derechos, entre estos el derecho a vida a muerte sobre quienes no pueden "ser" de la ciudad.
Se ha comentado que existe una diferencia entre el turista y el viajero, diferencia que se funda en el carácter exclusivo del viaje emprendido: quienes viajan solos o en compañía de unos pocos, y que pueden morar largo tiempo en una ciudad serían quienes, no siendo ciudadanos, serían empero aceptados por la ciudad. Esta concepción pone en jaque uno de los logros de la república francesa en el periodo de entreguerras: la concesión de vacaciones pagadas, y de viajes colectivos, para quienes no disponían de tiempo y de dinero para desplazarse cuando quisieran.
Un turista no se interesaría por las culturas locales: quienes se comportaran como antropólogos -que consideran a sus semejantes como "objetos" de estudio- serían en cambio bienvenidos.
En verdad, un turista es un espejo en el que proyectamos, en el que se reflejan nuestra insecuridad, nuestros temores, limitaciones y prejuicios, nuestro miedo a la pérdida, a la muerte. Un turista es el otro en el que no me quiero reconocer. Apelar a la aceptación del inmigrante en detrimento del turista revela, en el fondo, la confusa conciencia de la difícil defensa del rechazo a quien está de paso -y que manifiesta, con su condición de pasajero, los aspectos más grises de la ciudad a los que nos enfrentamos cuando nos quedamos solos.
Dicho eso, "esos" que chillan en una lengua que no entiendo y es tan fea, al pie de casa....
Suscribirse a:
Entradas (Atom)