sábado, 21 de octubre de 2017

JOANA HADJITHOMAS (1969) & KHALIL JOREIGE (1969): PALIMSEPTOS (2017) Ó ARQUEOLOGÍA








Tras haber expuesto este verano en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) en Valencia, los artistas y cineastas libaneses Hadjithomas y Joreige acaban de obtener el Premio Marcel Duchamp que les ha permitido presentar una muestra de sus últimos trabajos en el Centro George Pompidou de París, titulada Palimpsestos.

Un palimpsesto -un término común en teoría arquitectónica, pese a no referirse directamente a la arquitectura- es un pergamino medieval utilizado en numerosas ocasiones. Los copistas rascaban la superficie de la piel para borrar los dibujos y textos a fin de poder reutilizar el mismo soporte -la piel de calidad escaseaba- para una nueva composición o redacción. Aunque los textos borrados no son visibles a simple vista, modernos aparatos de óptica, con condiciones de luz particular, son capaces de desvelar ínfimas trazas. Gracias al reiterado uso de un mismo pergamino y la tecnología actual, se han podido rescatar textos o variantes de los que, en ocasiones, no se tenía ninguna constancia.
Un palimpsesto denota, pues, que toda inscripción deja una huella perdurable. El trazo marca para siempre la superficie. Ésta registra todo lo que acontece en la superficie. El pasado puede así recuperarse, y el paso del tiempo queda registrado en el ínfimo espesor del pergamino.

Pasimpsestos es una exposición que estudia superficies, en efecto. Éstas existen a escala natural. Son terrenos en los que, desde las noches, se ha construido. Los edificios actuales, o las ruinas de las últimas construcciones, se adentran en la tierra, pero no anulan las trazas, los cimientos de obras anteriores. Una ciudad es la punta de un iceberg. Pese a elevarse a gran altura, ésta no es sino la sombra de las profundidades en las que yacen ciudades anteriores.
Los hombres han construido siempre en un mismo lugar. Una construcción que ha perdurado denota la bendición divina que ha permitido ocupar un espacio. Cuando el tiempo realiza su trabajo y derriba o socava lo que ha sido edificado, las obras nuevas se superponen a las anteriores, convertidas en casas de los ancestros que velan sobre las casas nuevamente edificadas. La eterna sucesión de obras en un mismo lugar, que eleve lentamente el nivel del suelo, constituido por estratos sucesivos de ruinas, se interrumpe en ocasiones, cuando la guerra o la hambruna ha impedido, a veces durante siglos, o para siempre, la reocupación del espacio.

La obra reciente de Hadjithomas y Joreige consiste un grandes tubos de ensayo de metacrilato, colgados del techo, ocupando el espacio, semejante a pilares, que acogen catas realizadas en varios ciudades históricas mediterráneas (Atenas, Beirut, etc.). Al mismo tiempo, fotografías de dichas catas se extienden sobre largas hojas horizontales, semejantes a rollos de pergamino. La verticalidad de las catas, que evoca la estructura de una obra, se transforma en capas horizontales que recrean el perfil de un terreno. Los tubos no están llenos, sin embargo. De tanto en tanto, vacíos separan las catas. Sabemos que la historia se interrumpe -como si volviera la barbarie- antes que la vida humana vuelva a imponerse.
Piedras, tierra, ladrillos, mortero, ínfimos fragmentos cerámicos, metálicos y de huesos componen los niveles de la tierra hasta cierta profundidad que alcanza a veces un centenar de metros. Cada cata es un testimonio de vida sepultada: construcciones que fueron vitales antes de ser destruidas, casi nunca para siempre, como si un secreto -siempre acotado en el tiempo- impulso las llevara a alzarse de nuevo. 
Entender la historia ciudad no implica estudiar solo la historia de su planeamiento. Los planos de urbanismo, las plantas de los edificios cuentan una historia. Los restos arqueológicos narran la vida, ciclos vitales que constituyen el sedimento sobre el que se edifican nuestras vidas.

Hadjithomas y Joreige trabajan como -y con- arqueólogos. Buscan entender sobre qué construimos, qué soporta nuestras casas, qué las sostiene y les da sentido. Las obras del pasado, desaparecidas son como imágenes invertidas de dónde moramos. Y un aviso de que nuestro tiempo también está limitado, aunque sirva de base para la casa de los hombres del futuro.   

viernes, 20 de octubre de 2017

Realidad virtual

Las ventanas exigen espacios interiores que limiten con el exterior. Las ventanas no se ubican en espacios exteriores sino en paramentos limítrofes. Gracias a puertas y ventanas, dos mundos entran en contacto.
Pero existen interiores sin comunicación exterior que no son celdas ni cárceles. La apertura, en esos casos, la brinda la lectura. Gracias a ésta, otros mundos se insertan en el espacio interior. Las páginas del libro son ventanas que dan acceso no tanto al exterior, sino a universos que se hallan más allá de los límites de la estancia, al tiempo que aquéllos pueden traer sus bondades -formas, colores, olores y sonidos- al corazón del espacio. La lectura tiene el poder de suscitar la evocación o aparición de esos mundos en el centro de un espacio cerrado y recoleto.
La lectura invita a la evasión. Sin embargo, ésta se lleva a cabo desde el interior. Gracias a la lectura se vive en dos mundos: el habitual, conocido, visible, tangible, y el mundo que la imaginación recrea. Pero en ningún caso, el lector, recogido, pierde "de vista" dónde ésta -ni quién es. El viaje es interior. la lectura invita al recogimiento. Se lee en silencio -desde la edad media, posiblemente. Proust escribía que la lectura llevaba a parajes conocidos pero olvidados en el interior de uno mismo. El viaje que se emprende es de vuelta: una vuelta sobre uno mismo.  
Madame Bovary, sin embargo, empedernida lectura de novelas rosas que le permitían vivir pasiones y en lugares apasionantes a los que nunca tendría acceso, leía  para olvidar donde se encontraba y qué lugar ocupaba. En ningún caso, pretendía sentirse segura en un interior desde el cual oteaba, incluso exploraba otros mundos, sabiendo que siempre podría regresar a buen puerto. 
Madame Bovary inauguró otra manera de leer: no para aprender o profundizar, sino para olvidar; olvidar el entorno, el espacio doméstico, los usos y las costumbres propios de espacios cerrados. Mientras que Don Quijote leía para salir al exterior pero volvía al acabar la lectura, Madame Bovary solo deseaba leer sin cesar -y vivir lo que leía. Su mundo interior no cabía entre las paredes de las estancias en las que moraba, por anchas que fueran.

La experiencia de Madame Bovary se vive hoy con las máquinas de realidad virtual, cada vez más comunes. Se utilizan en interiores, ya sea para partir hacia parajes ilusorios, ya sea para entrar en contacto con seres ilusorios en la misma estancia. 
La realidad virtual impide el ejercicio de introspección. De hecho, la realidad virtual se utiliza como método para olvidarse de uno mismo, y de dónde uno se encuentra. Parte del presupuesto que el espacio propio no existe o es percibido negativamente. La realidad virtual niega la consideración del lugar, del espacio propio. No permite que nos demos cuenta de dónde estamos, que reflexionemos sobre nuestro entorno. El espacio interior -doméstico, sobre todo- es juzgado como un espacio negativo, del que se tiene que salir. Ya no nos relacionamos con el mundo, ni con los demás. Nos aislamos, es decir, nos encerramos. La realidad virtual convierte el espacio interior en una cárcel -de la que solo se puede escapar con la ficción de la realidad virtual. Que ésta sea tan deseada implica que no nos sentimos a gusto con nuestro mundo, que no hemos sabido hacernos con el mundo, no hemos habilitado el mundo, no sabemos habitarlo. Ya solo queda el escapismo. El olvido; es decir, la muerte. 
  

jueves, 19 de octubre de 2017

LAURA CANNELL: CATHEDRAL OF THE MARSHES (LA CATEDRAL DE LAS MARISMAS, 2015)



Sobre esta joven compositora y violinista británica, véase su página web. Considerada una de las mejores instrumentistas contemporáneas.

Tejas-lobo

No se sabe a fe cierta si se trata de una leyenda, pero se cree que algunas tejas de cierto tamaño agujereadas, dispuestas en los testeros de tejados de casas de campo anteriores al siglo XIX del centro de Francia, serían las llamadas tejas-lobo: tejas dotadas de aperturas, y quizá conductos, dispuestas de tal modo que captaban determinados vientos del norte de gran intensidad, capaces, a partir de cierta velocidad, de crear remolinos que provocaban potentes sonidos que la forma abombada de las tejas amplificaba y que recordaban el aullido de los lobos.
El temido sonido advertía de la llegada de un invierno frío; anunciaba la bajada de los lobos cerca de las viviendas, por lo que invitaban a recogerse y a recoger suficientes alimentos para soportar tiempos duros.

Debo esta curiosa información al artista chino Kuo-Wei Lin (1982), residente por un tiempo en el centro cultural Hangar de Barcelona, quien crea tejas-lobo que dispone en espacios humanos ventosos -en Barcelona, por ejemplo- para recordarnos que los lobos siempre acechan, o acechan de nuevo.

No sé si algún lector tiene más datos sobre esas curiosas y desconocidas tejas.

martes, 17 de octubre de 2017

Cuando todo está perdido...

"Mais c´est quelquefois au moment où tout nous semble perdu que l´avertissement arrive qui peut nous sauver; on a frappé à toutes les portes qui ne donnent sur rien, et la seule par où on peut entrer et qu´on aurait cherchée en vain pendant cent ans, on y heurte sans le savoir, et elle s´ouvre."

(Marcel Proust: Le temps retrouvé)


"Pero a veces cuando llega el momento en que todo nos parece perdido, un aviso nos alcanza que puede salvarnos; hemos llamado a todas las puertas que no daban sobre nada, y la única por la que podemos entrar y que hubiéramos buscado en vano durante cien años, nos tropezamos con ella sin saberlo, y se abre."

(Marcel Proust: El tiempo recobrado)

lunes, 16 de octubre de 2017

BEDOUINE (AZNIV KORKEJIAN, 1985): SKYLINE (PERFIL DE LA CIUDAD, 2017)



Sobre esta cantante siria, de origen armenio, educada en Arabia Saudí, y asentada en Boston (EEUU), véase su página web

MARCEL PROUST (1871-1922): EL TIEMPO RECOBRADO (1927) -O EL FIN DE LOS TIEMPOS

Si De noche, por las calles de París, no se distinguen siquiera las calles de los edificios. Las farolas están apagadas y las ventanas mudas no emiten luz. El mundo parece haberse invertido. Mientras que la ciudad yace a oscuras, el cielo plomizo está partido por una movediza trama de potentes haces de luz que barren en todas direcciones persiguiendo aviones de combate que emergen de pronto, tras el bramido de las hélices, escupiendo racimos de bombas. Techumbres y fachadas saltan por los aires y los pisos despanzurrados revelan sórdidos interiores.
Mientras, tugurios a media luz, con los porticones cerrados, libran hombres y mujeres a generales y a políticos que se desenmascaran en la penumbra. Apenas aullan las sirenas, descienden presurosos por negras bocas a las profundas estaciones de metro sumidas en tinieblas donde prosiguen sus convulsas uniones con desconocidos.
La  negrura de las calles coincide con la sordidez de los antros, y la violencia de las bombas anuncia la violación de los cuerpos sometidos.

Estamos en París, asediada por el ejército imperial alemán, durante la Primera Guerra Mundial. Lejos de las estancias estivales finiseculares cuando príncipes y duquesas se reunían bajo la lechosa luz de la tarde, en balnearios de lujo fielmente atendidos por una servidumbre uniformada.   
Marcel Proust concluyó los siete volúmenes de la novela -río A la búsqueda del tiempo perdido con un último tono -publicado póstumamente-, El tiempo recobrado, en el que confluyen los escasos protagonistas supervivientes de una era de placeres y encuentros casi olvidada, en una ciudad fúnebre que vive los últimos estertores. Las descripciones son desagradables, los hechos, sádicos; la ciudad parece diluida por sucias aguadas. La ocultación, los rumores, las sombras fugaces, la suciedad física y moral, se funden, de súbito, bajo el estallido de las explosiones. 
Pocas veces, la muerte - de una ciudad, una cultura, un mundo- ha sido tan bien anunciada.

"Y cada vez, esa palabra "muerte" parecía caer sobre los difuntos como una paletada de tierra más pesada, echada por un enterrador que ponía su empeño en hundirlos más profundamente en la tumba".

Quizá debiéramos volver a leer la novela que mejor describe los siglos XX y XXI, y nuestros últimos días. Marcel Proust fue inmisericorde -y certero.