“A primera vista parecería ser más aconsejable hacer una distinción (…) que
consistiría en determinar si lo que se encuentra en el origen del acto creador
es el deseo de estabilizarse, de eternizarse, de ser; o es, por el contrario,
el deseo de destrucción, de cambio, de novedad, de futuro, de desarrollo. Pero
ambas clases de deseos, consideradas con más profundidad, se muestran
susceptibles de una doble interpretación precisamente según el modo de
distinción que acabo de indicar y que, a mi juicio, merece con justo título la
preferencia. El deseo de destrucción, de cambio, de desarrollo puede ser la
manifestación de una fuerza abundante e impregnada de futuro (el término que yo
uso para designarla es, como se sabe, «dionisiaca»), pero puede ser también el
odio del fracasado, del menesteroso, del desfavorecido por la fortuna, que
destruye, que debe destruir, porque lo subleva y lo irrita el estado de cosas
existente, e incluso toda existencia, toda forma de ser —para entender esta
pasión no hay más que mirar de cerca a nuestros anarquistas—. La voluntad de
eternización exige también una doble interpretación. Por un lado, puede
provenir de un sentimiento de gratitud y de amor; un arte que tenga este origen
será siempre un arte apoteósico y ditirámbico quizás en Rubens (…), claro y
afable en Goethe, envolviéndolo todo en un resplandor homérico. Pero puede ser
también la voluntad tiránica de un ser afectado por un gran dolor, de uno que
lucha, torturado, que aspira a conferir el carácter obligatorio de una ley
universal a la idiosincrasia misma de su dolor, a lo que éste tiene de más
personal, de más particular, de más cercano, y que se toma venganza en cierto
modo de todas las cosas imprimiendo en ellas su imagen, marcando en ellas al
rojo vivo su imagen, la imagen de su tortura. Esto es lo que constituye el
pesimismo romántico en su forma más expresiva, como filosofía schopenhaueriana
de la voluntad, o como música wagneriana.”
(F. Nietzsche: La ciencia jovial, aforismo 370: "¿Qué es el Romanticismo?")