Independientemente de las creencias personales y de la religión que los creyentes sigan, bien podemos afirmar que los textos sagrados suelen ser obras maestras del pensamiento y de la literatura. Así, el libro del Camino de Lao-Tse, el Rig Veda anónimo, los Himnos de Zoroastro, la Sura de la Luz en el Corán (otro texto anónimo, de creación colectiva, seguramente una versión del Nuevo Testamento), el libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento, o el Evangelio de Juan en el Nuevo Testamento, entre otros, son textos que merecen ser leídos una y otra vez. Nos referimos solo a textos de religiones en activo, pues el Himno al sol de Akhenaton, el Himno homérico a Apolo, y las tragedias de Sófocles -que formaban parte de rituales religiosos al dios Dionisos- deberían también formar parte de este cuerpo de obras literarias canónicas.
Sin embargo, los filólogos parecen estar de acuerdo. Los cuatro evangelios, de Lucas, Marcos, Mateo y Juan, fueron redactados entre el año 60 y el 120, más de una generación posterior a la muerte de Cristo, en el caso del texto más antiguo. Dos se basan a demás en un protoevangelio perdido, y todos incorporan relatos de tradición oral. La existencia de esos evangelistas es dudosa (especialmente en el caso de Juan, que no pudo escribir un texto noventa años más tarde de la Crucifixión), y el número de los apóstoles, de los que forman parte los evangelistas, es mítico o mágico.
Lo más probable es que los evangelios fueran redactados por uno o varios escribas, miembros de pequeñas comunidades cristianas. La belleza y la profundidad de los textos es tal que, seguramente, se consideró que dichos textos no podían haber sido compuestos por un simple moral, sino que el o los escribas tan solo pusieron por escrito textos dictados o inspirados por quienes se creía habían sido discípulos de Cristo.
¿Es eso un fraude, una falsificación?
Desde la concepción moderna de autoría, desde luego. Mas dicha visión no puede aplicarse a la antigüedad. Hoy consideramos que un escritor -o un músico- tienen que ser los autores de la obra -ya la hayan dictado, como Stendhal quien dictó a su secretario la novela cumbre La cartuja de Parma, o la hayan escrito personalmente. Sabemos bien del oprobio y el descrédito que sufren autores contemporáneos, incluso prestigiosos, cuando se descubre que su obra ha sido copiada o compuesta por un "negro" (un escritor que no figura como autor, ni puede ser conocido). Por este motivo, escritores como Dumas no cuentan seriamente en la literatura debido al trabajo silenciado de quienes redactaron las novelas que aquél firmaba.
Esta concepción no era de recibo en la antiguedad. Hubiera sido incomprensible. Lo que contaba era la perfección de la obra. Alcanzada ésta se consideraba que el autor debía ser una figura prestigiosa, mítica incluso, llámese Homero u Orfeo. El o los verdaderos autores pensaban que la grandeza de la obra era consecuencia de la inspiración sobrenatural. Se habían limitado a poner por escrito lo que otros autores les habían dictado en silencio.
Homero, Hesiodo, Esopo, son nombres prestigiosos. Debían ser, pues, los autores, de obras maravillosas.
Hasta una parte de las cartas de Pablo, un personaje histórico, no son suyas, pero no empalidecen ante las cartas autógrafas. Pablo, y no otro escritor, tenía, pues, que haberlas alentado.
Hoy, con los derechos de autor y la mercantilización, esta hermosa y ensoñadora noción ya no puede ser de recibo.
(Fragmento de la obra Falsestuff, de Nao Albet y Marcel Borràs -inspirado por ellos).
sábado, 7 de julio de 2018
jueves, 5 de julio de 2018
EFRAT SHVILY (1955): ARQUITECTURA Y POLÍTICA (1992-1998)
La serie de fotografías en blanco y negro que la artista israelí Efrat Shvily tomó, a finales de los años noventa, en asentamientos israelitas en territorios palestinos ocupados -dos de cuyas imágenes Tocho8 mostró en 2010-, y algunas de cuyas obras serán mostradas en la exposición Habitar el Mediterráneo, en el IVAM (Valencia), a partir de diciembre de este año, son reveladoras de cómo las tipologías, supuestamente funcionales, están determinada, no por condiciones climáticas, geográficas, sino que son ideológicas.
Del mismo modo que sedes de grandes empresas tienen que tener, a menudo, muros cortinas, y que la publicidad arquitectónica, debe de combinar, hoy, palabras como sostenibilidad y ecología, los tipos de las casas de los colonos invasores sorprenden.
Estamos en paisajes áridos, desérticos. Las casas se ubican en lo alto de altozanos que dominan amenazadoramente construcciones palestinas situadas en los valles. Éstas suelen tener cubiertas planas. Por el contrario, las casas de los colonos, aún más expuestas al sol, se cubren con tejados a dos aguas de pronunciada pendiente. La imagen remite al centro y el norte de Europa, de donde proceden muchos habitantes de Israel (estamos acostumbrados a que los templos griegos tuvieran también tejados a dos aguas en un clima tan seco y soleado como el de Grecia; esa tipología recordaba los templos de los primeros habitantes de Grecia, venidos posiblemente de las áreas montañosas del norte del país). Pero, esta imagen, sobre todo, marca una nítida distinción con las casas palestinas. Buscan no ser confundidas con ellas -jugando, políticamente, con la imagen de la superioridad norteña ante la sureña.
Dichos asentamientos son una clara muestra de las relaciones entre arquitectura y política, no porque ocupan terrenos que no les pertenecen, sino porque la imagen comunicaba remarca la voluntad de la exclusión o del apartheid.
miércoles, 4 de julio de 2018
La firma
Una obra de arte (un cuadro, un dibujo, un grabado) sin firmar no vale nada. Por el contrario, una firma sin obra, en un papel, puede alcanzar precios sorprendentes. Cuando la obra es una firma, finalmente, el precio vuelve a estar por las nubes. Es decir, la firma es lo que determina, no el valor -aunque lo condiciona- pero sí el precio de la obra. Este hecho no se suele aplicar a las obras de la antigüedad, aunque bronces cerámicas firmados, de la Grecia antigua, merecen todas las atenciones. Eufronios, Exekias -de quienes solo conocemos el nombre-, pintores de cerámica griega, son reverenciados como el más conocido escultor griego o pintor renacentista, y "sus obras" -cerámicas pintadas realizadas en serie- alcanzan precios desorbitados y no se suelen prestar en exposiciones por miedo a roturas o robos. Son obras codiciadas. Estas vasijas no son necesariamente mejores que otras "sin firmar", pero el prestigio de un nombre, en la tradición occidental, condiciona decisivamente cómo miramos y evaluamos una obra. De ahí la importancia que la obra esté firmada. Y si no lo está...
Se cuenta que Rafael, admirado de un cuadro pintado por un ayudante suyo de taller, Giulio Romano, firmó la obra a fin de mostrar que dada su perfección podría haber sido realizada por él. Para el ayudante éste era el mayor de los reconocimientos.
Se sabe también que Salvador Dalí firmaba centenares de hojas en blanco, rellenadas posteriormente por colaboradores con imágenes litografiadas de "estilo" daliniano. Estos grabados son ávidamente coleccionados, pese a su muy dudosa calidad artística, porque lo que se valora no es la imagen, o la obra, sino la firma -como bien sabía Dalí.
Mientras, Picasso, un día, tras haber almorzado en un restaurante popular con un grupo de amigos, pidió la cuenta. El dueño del comedor se negó a cobrarle y solo pidió a Picasso que firmara en el maculado mantel de papel sobre el que Picasso había ido dibujando mientras comía y hablaba. Picasso, ultrajado, le respondía que le hiciera el favor de cobrarle ya que un dibujo suyo firmado valía mucho más que el precio de toda una cena de grupo.
Recuerdo cuando el montaje de la exposición La última mirada, en el Museo de arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), en 1998, dedicada a los últimos autorretratos de grandes pintores del siglo XX, fallecidos, muy mayores, de "muerte natural", la sorpresa al abrir la caja en la que llegó el último autorretrato de Giorgio de Chirico, pintado en los años setenta. Pese a que habían pasado casi treinta años, el cuadro aún olía a pintura, lo que era extraño. Pero el pasmo creció cuando se comprobó que el cuadro no era exactamente el mismo que el que había sido fotografíado poco antes de ser embalado en la ciudad de origen. El cuadro estaba firmado. Una semana antes, no. De Chirico había fallecido hacía decenas de años. Alguien había imitado la firma -el olor a pintura estaba causado por este añadido, al igual que por algún retoque nunca aclarado. ¿Era una obra original? Nunca se supo. Pero la firma pretendía certificar la autenticidad de la obra. Puestos en contactos con la colección prestadora, que no manifestó extrañeza ante la llamada, el cuadro se retiró discretamente de la exposición. No se llegó a exponer. Caso cerrado.
Estos ejemplos, junto con la anécdota inicial, muestran la importancia que concedemos a la firma autógrafa. La obra, de algún modo, es una firma.
El prestigio de la firma no existía en la antigüedad. Eso no significa que las obras no estuvieran firmadas. De hecho, se conocen numerosas esculturas, pinturas y cerámicas autógrafas, y se conservan un ingente número de nombres de artistas. Pero lo que se valoraba era la obra, no el nombre del artista. La obra tenía que ser perfecta. Una vez alcanzada la perfección, la obra podía o debía ser imitada hasta en los menores detalles, y no importaba quien era el copista ni cuando se llevaba a cabo la copia. De hecho, no existía diferencia alguna entre un original y una copia. Solo contaba la perfecta ejecución y la armonía de las formas.
La aceptación de la noción de genio, en el arte occidental, a partir del barroco, trastocó la manera de enjuiciar una obra. Un genio es una firma. Posee un don tal que cualquier obra que realiza está tocada por la gracia, y se singulariza. Es una obra original, distinta de todas, perfectamente reconocible. Un genio solo se parece a sí mismo. Tiene un estilo, una firma característica, que otorga valor precio a la obra.
Quienes no han logrado ese reconocimiento pueden obviamente, sentirse tentados de asumir las formas del genio y hacer pasar obras por obras de éste. La rentabilidad es inconmensurable, así como la secreta satisfacción por burlar el criterio de los críticos que solo prestan atención a las obras de determinadas formas.
El fraude, la falsificación son comunes en las artes plásticas y literarias (Dumas, Balzac no escribieron todas las novelas que firmaron, como tampoco lo han hecho autores contemporáneos, como Echevarría, Racionero o Vázquez Moltalbán, por ejemplo).
Este hecho, o este problema, ¿acontece en otros géneros artísticos, como el teatro?
Si acuden a ver la obra Falsestuff de Nao Albet y Marcel Borrás, en el TNC de Barcelona -hasta el 15 de julio- quizá hallen una respuesta.
Se cuenta que Rafael, admirado de un cuadro pintado por un ayudante suyo de taller, Giulio Romano, firmó la obra a fin de mostrar que dada su perfección podría haber sido realizada por él. Para el ayudante éste era el mayor de los reconocimientos.
Se sabe también que Salvador Dalí firmaba centenares de hojas en blanco, rellenadas posteriormente por colaboradores con imágenes litografiadas de "estilo" daliniano. Estos grabados son ávidamente coleccionados, pese a su muy dudosa calidad artística, porque lo que se valora no es la imagen, o la obra, sino la firma -como bien sabía Dalí.
Mientras, Picasso, un día, tras haber almorzado en un restaurante popular con un grupo de amigos, pidió la cuenta. El dueño del comedor se negó a cobrarle y solo pidió a Picasso que firmara en el maculado mantel de papel sobre el que Picasso había ido dibujando mientras comía y hablaba. Picasso, ultrajado, le respondía que le hiciera el favor de cobrarle ya que un dibujo suyo firmado valía mucho más que el precio de toda una cena de grupo.
Recuerdo cuando el montaje de la exposición La última mirada, en el Museo de arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), en 1998, dedicada a los últimos autorretratos de grandes pintores del siglo XX, fallecidos, muy mayores, de "muerte natural", la sorpresa al abrir la caja en la que llegó el último autorretrato de Giorgio de Chirico, pintado en los años setenta. Pese a que habían pasado casi treinta años, el cuadro aún olía a pintura, lo que era extraño. Pero el pasmo creció cuando se comprobó que el cuadro no era exactamente el mismo que el que había sido fotografíado poco antes de ser embalado en la ciudad de origen. El cuadro estaba firmado. Una semana antes, no. De Chirico había fallecido hacía decenas de años. Alguien había imitado la firma -el olor a pintura estaba causado por este añadido, al igual que por algún retoque nunca aclarado. ¿Era una obra original? Nunca se supo. Pero la firma pretendía certificar la autenticidad de la obra. Puestos en contactos con la colección prestadora, que no manifestó extrañeza ante la llamada, el cuadro se retiró discretamente de la exposición. No se llegó a exponer. Caso cerrado.
Estos ejemplos, junto con la anécdota inicial, muestran la importancia que concedemos a la firma autógrafa. La obra, de algún modo, es una firma.
El prestigio de la firma no existía en la antigüedad. Eso no significa que las obras no estuvieran firmadas. De hecho, se conocen numerosas esculturas, pinturas y cerámicas autógrafas, y se conservan un ingente número de nombres de artistas. Pero lo que se valoraba era la obra, no el nombre del artista. La obra tenía que ser perfecta. Una vez alcanzada la perfección, la obra podía o debía ser imitada hasta en los menores detalles, y no importaba quien era el copista ni cuando se llevaba a cabo la copia. De hecho, no existía diferencia alguna entre un original y una copia. Solo contaba la perfecta ejecución y la armonía de las formas.
La aceptación de la noción de genio, en el arte occidental, a partir del barroco, trastocó la manera de enjuiciar una obra. Un genio es una firma. Posee un don tal que cualquier obra que realiza está tocada por la gracia, y se singulariza. Es una obra original, distinta de todas, perfectamente reconocible. Un genio solo se parece a sí mismo. Tiene un estilo, una firma característica, que otorga valor precio a la obra.
Quienes no han logrado ese reconocimiento pueden obviamente, sentirse tentados de asumir las formas del genio y hacer pasar obras por obras de éste. La rentabilidad es inconmensurable, así como la secreta satisfacción por burlar el criterio de los críticos que solo prestan atención a las obras de determinadas formas.
El fraude, la falsificación son comunes en las artes plásticas y literarias (Dumas, Balzac no escribieron todas las novelas que firmaron, como tampoco lo han hecho autores contemporáneos, como Echevarría, Racionero o Vázquez Moltalbán, por ejemplo).
Este hecho, o este problema, ¿acontece en otros géneros artísticos, como el teatro?
Si acuden a ver la obra Falsestuff de Nao Albet y Marcel Borrás, en el TNC de Barcelona -hasta el 15 de julio- quizá hallen una respuesta.
martes, 3 de julio de 2018
(La virtud de ) Gilgamesh
"Un gigante entre los reyes,
héroe de bella planta:
el joven más valiente de Uruk,
un morlaco embestidor.
Marcha delante:
es el primero;
y marcha detrás:
apoya a los suyos.
Es orilla poderosa,
abrigo de su banda..."
(Poema de Gilgamesh: Prólogo)
Traducción: Joaquín Sanmartín
Quizá nos hayamos olvidado de esos versos, lección de humanidad...
héroe de bella planta:
el joven más valiente de Uruk,
un morlaco embestidor.
Marcha delante:
es el primero;
y marcha detrás:
apoya a los suyos.
Es orilla poderosa,
abrigo de su banda..."
(Poema de Gilgamesh: Prólogo)
Traducción: Joaquín Sanmartín
Quizá nos hayamos olvidado de esos versos, lección de humanidad...
Estética y arqueología
"Los arqueólogos y los estetas se interesan en el continente, no en el contenido (...) Admiramos la forma de una ansa, pero nos cuidamos mucho de estudiar la posición de quien bebe y de preguntarnos porque en muchas culturas beber de pie es vergonzoso"
(Marcel Griaule: Documents, 1930)
Marcel Griaule era antropólogo
(Marcel Griaule: Documents, 1930)
Marcel Griaule era antropólogo
lunes, 2 de julio de 2018
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