Una obra de arte (un cuadro, un dibujo, un grabado) sin firmar no vale nada. Por el contrario, una firma sin obra, en un papel, puede alcanzar precios sorprendentes. Cuando la obra es una firma, finalmente, el precio vuelve a estar por las nubes. Es decir, la firma es lo que determina, no el valor -aunque lo condiciona- pero sí el precio de la obra. Este hecho no se suele aplicar a las obras de la antigüedad, aunque bronces cerámicas firmados, de la Grecia antigua, merecen todas las atenciones. Eufronios, Exekias -de quienes solo conocemos el nombre-, pintores de cerámica griega, son reverenciados como el más conocido escultor griego o pintor renacentista, y "sus obras" -cerámicas pintadas realizadas en serie- alcanzan precios desorbitados y no se suelen prestar en exposiciones por miedo a roturas o robos. Son obras codiciadas. Estas vasijas no son necesariamente mejores que otras "sin firmar", pero el prestigio de un nombre, en la tradición occidental, condiciona decisivamente cómo miramos y evaluamos una obra. De ahí la importancia que la obra esté firmada. Y si no lo está...
Se cuenta que Rafael, admirado de un cuadro pintado por un ayudante suyo de taller, Giulio Romano, firmó la obra a fin de mostrar que dada su perfección podría haber sido realizada por él. Para el ayudante éste era el mayor de los reconocimientos.
Se sabe también que Salvador Dalí firmaba centenares de hojas en blanco, rellenadas posteriormente por colaboradores con imágenes litografiadas de "estilo" daliniano. Estos grabados son ávidamente coleccionados, pese a su muy dudosa calidad artística, porque lo que se valora no es la imagen, o la obra, sino la firma -como bien sabía Dalí.
Mientras, Picasso, un día, tras haber almorzado en un restaurante popular con un grupo de amigos, pidió la cuenta. El dueño del comedor se negó a cobrarle y solo pidió a Picasso que firmara en el maculado mantel de papel sobre el que Picasso había ido dibujando mientras comía y hablaba. Picasso, ultrajado, le respondía que le hiciera el favor de cobrarle ya que un dibujo suyo firmado valía mucho más que el precio de toda una cena de grupo.
Recuerdo cuando el montaje de la exposición
La última mirada, en el Museo de arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), en 1998, dedicada a los últimos autorretratos de grandes pintores del siglo XX, fallecidos, muy mayores, de "muerte natural", la sorpresa al abrir la caja en la que llegó el último autorretrato de Giorgio de Chirico, pintado en los años setenta. Pese a que habían pasado casi treinta años, el cuadro aún olía a pintura, lo que era extraño. Pero el pasmo creció cuando se comprobó que el cuadro no era exactamente el mismo que el que había sido fotografíado poco antes de ser embalado en la ciudad de origen. El cuadro estaba firmado. Una semana antes, no. De Chirico había fallecido hacía decenas de años. Alguien había imitado la firma -el olor a pintura estaba causado por este añadido, al igual que por algún retoque nunca aclarado. ¿Era una obra original? Nunca se supo. Pero la firma pretendía certificar la autenticidad de la obra. Puestos en contactos con la colección prestadora, que no manifestó extrañeza ante la llamada, el cuadro se retiró discretamente de la exposición. No se llegó a exponer. Caso cerrado.
Estos ejemplos, junto con la anécdota inicial, muestran la importancia que concedemos a la firma autógrafa. La obra, de algún modo, es una firma.
El prestigio de la firma no existía en la antigüedad. Eso no significa que las obras no estuvieran firmadas. De hecho, se conocen numerosas esculturas, pinturas y cerámicas autógrafas, y se conservan un ingente número de nombres de artistas. Pero lo que se valoraba era la obra, no el nombre del artista. La obra tenía que ser perfecta. Una vez alcanzada la perfección, la obra podía o debía ser imitada hasta en los menores detalles, y no importaba quien era el copista ni cuando se llevaba a cabo la copia. De hecho, no existía diferencia alguna entre un original y una copia. Solo contaba la perfecta ejecución y la armonía de las formas.
La aceptación de la noción de genio, en el arte occidental, a partir del barroco, trastocó la manera de enjuiciar una obra. Un genio es una firma. Posee un don tal que cualquier obra que realiza está tocada por la gracia, y se singulariza. Es una obra original, distinta de todas, perfectamente reconocible. Un genio solo se parece a sí mismo. Tiene un estilo, una firma característica, que otorga valor precio a la obra.
Quienes no han logrado ese reconocimiento pueden obviamente, sentirse tentados de asumir las formas del genio y hacer pasar obras por obras de éste. La rentabilidad es inconmensurable, así como la secreta satisfacción por burlar el criterio de los críticos que solo prestan atención a las obras de determinadas formas.
El fraude, la falsificación son comunes en las artes plásticas y literarias (Dumas, Balzac no escribieron todas las novelas que firmaron, como tampoco lo han hecho autores contemporáneos, como Echevarría, Racionero o Vázquez Moltalbán, por ejemplo).
Este hecho, o este problema, ¿acontece en otros géneros artísticos, como el teatro?
Si acuden a ver la obra
Falsestuff de Nao Albet y Marcel Borrás, en el TNC de Barcelona -hasta el 15 de julio- quizá hallen una respuesta.