"Madonna demanda a una web que subastaba su ropa interior usada" (19/07/2017)
Debía ser por la tarde cuando Madeleine entró decididamente en el Museo de la Legión de Honor, en lo alto de la bahía de San Francisco. Se dirigió hacia la Sala Seis y se sentó en un banco sin dosel. La sala, al igual que la entrada, estaban vacía. Quieta, rígida, la espalda recta y las piernas recogidas, a un lado, bajo el banco, en silencio, parecía embebida en la contemplación de un retrato femenino decimonónico de grandes dimensiones, colgado de la pared.
Tras un buen rato, Madeleine, que no manifestaba ser consciente de que el detective John Ferguson la espiaba por orden de su marido, inquieto por las largas ausencias de su mujer, salió del recinto.
apenas Madeleine partió, el detective, escondido en el umbral, entró en la sala y observó de inmediato el cuadro que había fascinado a Madeleine. Se dio cuenta al momento del parecido entre la figura y Madeleine. Pronto sabría que se trataba de un retrato de Carlota Valdés, abuela de Madeleine. No bien entendió porque Madeleine miraba intensamente el cuadro, salió apresuradamente para tratar de alcanzarla.
Madeleine, en la película
Vértigo de Alfred Hitchcock, encajaba perfectamente con la actitud que Kant postulaba se tenía que tener ante una obra de arte: silencio, quietud, y reflexión mientras se percibe sensiblemente la obra. Ésta detiene al espectador quien, poco a poco, a través de los sentidos, indaga en el sentido de la aquélla -su "misterio" o supuesto "misterio", otorgado por el artista o por nosotros, creyendo descubrir lo que añadimos a la obra mientras y porque la contemplamos-, el concepto encarnado que su intelecto irá desgajando de las impresiones sensibles, de las imágenes visuales que los sentidos captan y transfieren a la imaginación.
Pero Madeleine finge. Es un señuelo para seducir a John Fergurson. Busca desencadenar una serie de reacciones, que no son las que Kant espera que una obra de arte, o un paisaje dotado de cualidades estéticas, es decir, percibido como una creación, suscite.
En verdad, la psicología kantiana es hermosa, pero, sin duda, "irreal".
Las imágenes, por el contrario, provocan reacciones a menudo desaforadas, que van desde la idolatría -la identificación con la obra, su posesión fetichista- hasta el violento rechazo que lleva a su negación y destrucción.
Los movimientos de masas enfervorizadas ante determinados espectáculos musicales y deportivos, la adquisición de recuerdos -como otrora la de reliquias-, de camisetas, de cualquier tipo de objeto que haya estado en contacto con un ídolo, revela que nuestro comportamiento ante lo que nos rebasa, que no percibimos enteramente humano, se ha dado y se da en cualquier época y cultura.
Podríamos decir más bien que Kant quiso poner coto a la idolatría, enunciando la actitud que debería tener el hombre de bien, razonable, ilustrado, de gusto: la mesura y distinción, la contención ante el atractivo. Una reacción lógica con el protestantismo que rehuye la seducción material.
Pero el análisis kantiano de nuestra relación con las imágenes fue, sin duda, un brindis al sol.
Los precios desorbitantes que alcanzan los mechones de cabello -y otras prendas íntimas- de cualquier figura idolatrada así lo atestiguan.
Véase, sino, esta página
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