lunes, 10 de diciembre de 2018
El imaginario de las aguas en Mesopotamia
No se puede edificar sobre las aguas profundas sino contra
ellas: ganándoles la partida, ganando tierras a éstas, como en los Países bajos
o en Dubai. Y, sin embargo, una cultura fue capaz de llevar a cabo esa tarea
imposible: Mesopotamia, la tierra entre dos aguas –dos ríos-, construyó un
mundo asentado en lo más hondo del mar; edificó incluso dentro de las propias
aguas. Al menos, eso es lo que los mitos narran.
La mayoría de las ciudades más antiguas –París, Barcelona,
Roma- se construyeron en marismas: tierras rodeadas e implantadas en el agua,
que ofrecían protección y alimentos. Las primeras ciudades de la historia, en
Mesopotamia, también se edificaron en áreas marismeñas, el delta de los ríos
Tigris y Eúfrates. Pero, para los mesopotámicos, no solo las ciudades nacieron
de las aguas, sino el universo entero. Pese a la importancia del dios del cielo
y de los dioses superiores, las aguas eran la diosa madre por excelencia, la
primera divinidad de donde todo nació.
Algunas culturas, como la egipcia –y la hebraica-, cuentan
que el universo nació de las aguas. Tal era también la concepción sobre el
origen del universo en Mesopotamia. Las aguas, empero, tuvieron aún más
importancia que en el Egipto faraónico. Quizá porque, al contrario de lo que
ocurría con el Nilo, su curso era imprevisible: errático, escaso o devastador.
Las aguas, en efecto, fueron la madre, pero también la tumba del mundo. En el
Antiguo Testamento (un texto del próximo oriente antiguo), las aguas, sobre las
que se deslizó el hálito divino y de las que emergieron, en siete pautados
días, todos los seres que poblaron el mundo, no volvieron, salvo en contadas y
destructivas ocasiones, bajo la forma de olas o de lluvias devastadoras, a
tener protagonismo alguno. Las aguas eran, en la Biblia, el espacio de los
monstruos como Leviatán, alzándose del ponto entre remolinos, definitivamente
derrotado por Yahvé tras un combate cósmico.
domingo, 9 de diciembre de 2018
TOBA KHEDOORI (1964): INTERIORES Y PASOS
La artista australo-iraquí Khedoori es hoy una de las mejores retratistas del espacio habilitado, del mundo interior -esté fuera o entre paredes.
Dibujos a lápiz, intuidos -pero precisos- más que remarcados, a escala natural, de esquinas, puertas, pasadizos, pasos, puentes -siempre pasos, espacios intermedios que no se sabe de dónde vienen ni hacia donde se dirigen, o de muebles de madera sencillos, a veces caídos, como dejados, a escala natural, puntean grandes hojas de papel encerado, de varios metros de altura y anchura, que cuelgan, levemente arrugados, como telas antiguas -sábanas o sudarios-, cogidos con puntas en la pared, sin marco ni cristal, y que cubren los muros de las galerías dotándolos de una insólita calidez, muros blancos de galerías de arte contemporáneo en grandes espacios industriales que adquieren la atmósfera de un interior doméstico. Quizá no sea casual que Khedoori haya dibujado chimeneas hogareñas encendidas.
ALICE GUY BLANCHE (1873-1968): LA STATUE (LA ESTATUA, 1905)
Alice Guy fue quizá la primera cineasta, caída en el olvido y recientemente recuperada.
GEORGES MÉLIÈS (1861-1938): LA DIABLE ET LA STATUE (EL DEMONIO Y LA ESTATUA, 1901-1902)
Las estatuas, quizá debido al contraste entre la inmovilidad y la apariencia de vida -una vida quieta, expectante, que no se sabe si va a despertar, cómo, cuándo y con qué consecuencias-, han fascinado a los cineastas.
Este cortometraje -y el siguiente que se muestra- son las primeras películas sobre la vida de las estatuas, y su aparente quietud de la que se espera -o se teme- que se despierte.
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