miércoles, 14 de agosto de 2019
martes, 13 de agosto de 2019
De la hospitalidad (brazos abiertos)
48 Diciendo así, el divinal porquerizo guióle á la cabaña, introdújole en ella, é hízole sentar, después de esparcir por el suelo muchas ramas secas, las cuales cubrió con la piel de una cabra montés, grande, vellosa y tupida, que le servía de lecho. Holgóse Ulises del recibimiento que le hacía Eumeo, y le habló de esta suerte:
53 «¡Júpiter y los inmortales dioses te concedan, oh huésped, lo que más anheles; ya que con tal benevolencia me has acogido!»
55 Y tú le contestaste así, porquerizo Eumeo: «¡Oh forastero! No me es lícito despreciar al huésped que se presente, aunque sea más miserable que tú, pues todos los forasteros y pobres son de Júpiter.
(Homero: Odisea, XIV, 45-48)
Es así cómo Eumeo, un pobre y anciano esclavo sirio, un porquero, recibió a un mendigo (que resultaría ser su señor, Ulises disfrazado para no ser reconocido por los nobles que, durante una ausencia de diez años a causa de la guerra de Troya, habían invadido y saqueado sus dominios).
La ley de la hospitalidad, en la Grecia antigua, bajo el ojo avizor del dios Zeus el Hospitalario, exigía que se recibiera con los brazos abiertos, incluso cuando no se tenía casi nada, a todo aquel que, abandonado y sin bienes, llegara suplicando un refugio, una ayuda. Era una ley sagrada. Nadie la violó durante toda la antigüedad.
Dicha ayuda no tenía que ver con la caridad. Aunque esta palabra, en Grecia y en Roma, significaba gracia (charis griega), precio y aprecio (caritas romana), hoy tiende hacia la condescendencia. La hospitalidad, en Grecia, no era el fruto del amor del prójimo sino del estricto cumplimiento de la ley. No ser hospitalario implicaba violar la ley (divina) y, por tanto, una condena: el destierro que, en este caso, conllevaba la expulsión de la comunidad y la imposibilidad de ser recibido y acogido hospitalariamente por otra comunidad. Quien no acogía se convertía en lo que rechazaba. No ser hospitalario era ser injusto: athemistos, es decir carente de themis. Ésta era la ley que fundamenta y sustenta el mundo, ley divina, además. No atenderla era una impiedad.
Y como Hesiodo añadía, nadie está libre de un día de tener que solicitar ser acogido. La suerte de quienes se creen inmunes a la miseria depende de los dioses, que la conceden y la deniegan.
La ley de la hospitalidad, en la Grecia antigua, bajo el ojo avizor del dios Zeus el Hospitalario, exigía que se recibiera con los brazos abiertos, incluso cuando no se tenía casi nada, a todo aquel que, abandonado y sin bienes, llegara suplicando un refugio, una ayuda. Era una ley sagrada. Nadie la violó durante toda la antigüedad.
Dicha ayuda no tenía que ver con la caridad. Aunque esta palabra, en Grecia y en Roma, significaba gracia (charis griega), precio y aprecio (caritas romana), hoy tiende hacia la condescendencia. La hospitalidad, en Grecia, no era el fruto del amor del prójimo sino del estricto cumplimiento de la ley. No ser hospitalario implicaba violar la ley (divina) y, por tanto, una condena: el destierro que, en este caso, conllevaba la expulsión de la comunidad y la imposibilidad de ser recibido y acogido hospitalariamente por otra comunidad. Quien no acogía se convertía en lo que rechazaba. No ser hospitalario era ser injusto: athemistos, es decir carente de themis. Ésta era la ley que fundamenta y sustenta el mundo, ley divina, además. No atenderla era una impiedad.
Y como Hesiodo añadía, nadie está libre de un día de tener que solicitar ser acogido. La suerte de quienes se creen inmunes a la miseria depende de los dioses, que la conceden y la deniegan.
FRANCESCO TRISTANO (1981): NEON CITY (2019)
Agradecimientos al compositor y pianista luxemburgués, afincado en Barcelona, Francesco Tristano -especialista en la obra de Berio, Cage y Bach, y considerado uno de los mejores y más creativos y personales pianistas del mundo, que por desgracia recibe pocos encargos de los organizadores de conciertos en Barcelona-, por el anuncio de su nuevo disco Tokyo Stories.
TOM JOBIM (1927-1994) & VINICIUS DE MORAES (1913-1980): BRASILIA, SINFONÍA DA ALVORADA (1960)
Sinfonía compuesta por los músicos brasileños Jobim y de Moraes, por encargo del gobierno, con motivo de la inauguración de la nueva capital de Brasil. Dedicada al arquitecto Oscar Niemeyer por sus obras en Brasilia.
Agradecimientos al profesor titular de Historia de la UPC-ETSAB y director del Departamento de Teoría de la ETSAB, Fernando Álvarez, por esta información
lunes, 12 de agosto de 2019
NUEVA YORK (CHRIS RENAUD, 1966: THE SECRET LIFE OF PETS 1 & 2 -MASCOTAS 1 & 2-, 2016-2019)
Quizá no sea casualidad que la visión -colorística, edulcorada (pese a algún apunte realista de oscuras callejuelas laterales) y "expresionista" (con rascacielos imposiblemente altos y esbeltos, involuntariamente inquietantes por recordar los acerados colmillos de un monstruo)- de Nueva York -lo único mencionable de la película- representada en las películas de dibujos animados Mascotas 1 y 2, sea debido a que el director de aquéllas es al mismo tiempo un diseñador gráfico, un ilustrador y un autor de "cómics".
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Animación y arquitectura,
Ciudades
JOAN VALENT (1964): FOSTER SYMPHONY (2012)
https://soundcloud.com/joan-valent/foster-symphony-de-joan-valent
Escucha legal.
Obra del compositor mallorquín Joan Valent dedicada al arquitecto Norman Foster.
Agradezco la recomendación de Lucas Dutra.
Escucha legal.
Obra del compositor mallorquín Joan Valent dedicada al arquitecto Norman Foster.
Agradezco la recomendación de Lucas Dutra.
domingo, 11 de agosto de 2019
El valor del arte
No confundir valor y precio: una frase ya tópica que se repite una y otra vez en el mundo del arte.
Afirmación obvia. Obras de gran precio (de Damian Hirst, Jeff Koons, Julian Schnabel, Marina Abramovic, Joana Vasconcelos, Jaume Plensa, Fernando Botero, etc.) carecen de cualquier valoración crítica y acaban perdiendo precio con el paso de los años.
O lo perderían si las galerías del arte no intervinieran.
El precio de una obra depende del mercado -además del coste de producción de la misma (por el material, y la dificultad técnica, en algunos casos), coste, sin embargo, muy inferior al precio de mercado, que responde a otras causas. Cuanto menos obras se encuentren en venta y cuanto más deseo susciten, inevitablemente el precio asciende. Por tanto, las galerías de arte no aceptan vender toda una exposición a un mismo comprador -para evitar que las pueda poner un día en venta masivamente, lo que haría caer el precio-. Lo que más influye en el precio de una obra son las colecciones que las poseen. Por tanto, antes de inaugurar una exposición comercial, las galerías contactan ciertas se tos coleccionistas. Idealmente, no venderán a cualquiera, pese a que los compradores, anónimos, sin referencias, puedan adquirir las obras sin problemas. El que una obra acabe en una colección "prestigiosa" suscitará el deseo de emulación de otras, por lo que el precio aumentará. Al mismo tiempo, ciertos museos son contactados para ofrecerles determinadas obras. Que un artista tenga obras en ciertos museos también acrecienta el precio de sus obras. por este mismo motivo, los museos más prestigiosos rechazan donaciones que no han solicitado: el artista podría aducir que su obra se halla en un museo conocido cuando, en verdad, aquélla acaba en un almacén, sin que el museo sepa bien qué hacer.
Quien posee o ha poseído una obra influye en el precio. Una procedencia "prestigiosa" o prestigiada concede cierta aureola a una obra. Ésta está marcada por las manos y los ojos que la poseyeron y la contemplaron. El prestigio del nombre de un coleccionista revierte en el precio de una obra, la cual, a su vez, acrecienta la fama del poseedor. Obras y coleccionistas se necesitan.
Existen colecciones que se nutren solo de obras que han pertenecido a figuras célebres (como el museo Egipcio de Barcelona, con obras carentes a veces de valor pero con un alto precio, gracias a que pertenecieron a celebridades). Obras a veces menores pero adquiridas con un fuerte desembolso debido a la fama de anteriores propietarios. Hollywood es una máquina de hacer subir el precio de obras de arte.
Este fenómeno no es propio del arte moderno y contemporáneo.
También en la antigüedad, la importancia de una obra dependía de la riqueza material, de la habilidad técnica del artista o artesano, y de la procedencia.
En la antigüedad, sin embargo, ésta influía, no en precio -por otra parte, inexistente, ya que no existía una unidad de valor universal-, sino en el valor. Las obras más valiosas, las que concedían prestigio, eran aquellas que habían sido fabricadas por dioses y héroes, o habían pertenecido a familias descendientes de estas figuras sobrenaturales. Quien poseía una arma forjada por el dios artesano Hefesto (Vulcano), en Grecia o en Roma, poseía un objeto digno e una ofrenda divina. El valor era social. El prestigio social acrecentaba el aureola de una obra, convertida en una pieza mágica o religiosa. Estas obras no se vendían: se regalaban como muestra de un particular aprecio, ya que eran lo más valioso, lo más sagrado, que una familia poseía.
De algún modo, las obras de valor eran como reliquias. Habían sido pensadas, fabricadas, poseídas e intercambiadas por y entre figuras sobrenaturales. Éstas se insertaban en las relaciones de buena vecindad, de adoración o respeto entre familias aristocráticas, o entre comunidades y dioses. Existían tanto para dotar de prestigio a una familia y para ayudar a tejer complicidades entre ciertas familias, cuyas relaciones, que las obras tejían, pasando de mano en mano, también acrecentaban el prestigio de todas las familias o clanes que intervenían en esas relaciones, selladas por el intercambio de dones prestigiosos.
Afirmación obvia. Obras de gran precio (de Damian Hirst, Jeff Koons, Julian Schnabel, Marina Abramovic, Joana Vasconcelos, Jaume Plensa, Fernando Botero, etc.) carecen de cualquier valoración crítica y acaban perdiendo precio con el paso de los años.
O lo perderían si las galerías del arte no intervinieran.
El precio de una obra depende del mercado -además del coste de producción de la misma (por el material, y la dificultad técnica, en algunos casos), coste, sin embargo, muy inferior al precio de mercado, que responde a otras causas. Cuanto menos obras se encuentren en venta y cuanto más deseo susciten, inevitablemente el precio asciende. Por tanto, las galerías de arte no aceptan vender toda una exposición a un mismo comprador -para evitar que las pueda poner un día en venta masivamente, lo que haría caer el precio-. Lo que más influye en el precio de una obra son las colecciones que las poseen. Por tanto, antes de inaugurar una exposición comercial, las galerías contactan ciertas se tos coleccionistas. Idealmente, no venderán a cualquiera, pese a que los compradores, anónimos, sin referencias, puedan adquirir las obras sin problemas. El que una obra acabe en una colección "prestigiosa" suscitará el deseo de emulación de otras, por lo que el precio aumentará. Al mismo tiempo, ciertos museos son contactados para ofrecerles determinadas obras. Que un artista tenga obras en ciertos museos también acrecienta el precio de sus obras. por este mismo motivo, los museos más prestigiosos rechazan donaciones que no han solicitado: el artista podría aducir que su obra se halla en un museo conocido cuando, en verdad, aquélla acaba en un almacén, sin que el museo sepa bien qué hacer.
Quien posee o ha poseído una obra influye en el precio. Una procedencia "prestigiosa" o prestigiada concede cierta aureola a una obra. Ésta está marcada por las manos y los ojos que la poseyeron y la contemplaron. El prestigio del nombre de un coleccionista revierte en el precio de una obra, la cual, a su vez, acrecienta la fama del poseedor. Obras y coleccionistas se necesitan.
Existen colecciones que se nutren solo de obras que han pertenecido a figuras célebres (como el museo Egipcio de Barcelona, con obras carentes a veces de valor pero con un alto precio, gracias a que pertenecieron a celebridades). Obras a veces menores pero adquiridas con un fuerte desembolso debido a la fama de anteriores propietarios. Hollywood es una máquina de hacer subir el precio de obras de arte.
Este fenómeno no es propio del arte moderno y contemporáneo.
También en la antigüedad, la importancia de una obra dependía de la riqueza material, de la habilidad técnica del artista o artesano, y de la procedencia.
En la antigüedad, sin embargo, ésta influía, no en precio -por otra parte, inexistente, ya que no existía una unidad de valor universal-, sino en el valor. Las obras más valiosas, las que concedían prestigio, eran aquellas que habían sido fabricadas por dioses y héroes, o habían pertenecido a familias descendientes de estas figuras sobrenaturales. Quien poseía una arma forjada por el dios artesano Hefesto (Vulcano), en Grecia o en Roma, poseía un objeto digno e una ofrenda divina. El valor era social. El prestigio social acrecentaba el aureola de una obra, convertida en una pieza mágica o religiosa. Estas obras no se vendían: se regalaban como muestra de un particular aprecio, ya que eran lo más valioso, lo más sagrado, que una familia poseía.
De algún modo, las obras de valor eran como reliquias. Habían sido pensadas, fabricadas, poseídas e intercambiadas por y entre figuras sobrenaturales. Éstas se insertaban en las relaciones de buena vecindad, de adoración o respeto entre familias aristocráticas, o entre comunidades y dioses. Existían tanto para dotar de prestigio a una familia y para ayudar a tejer complicidades entre ciertas familias, cuyas relaciones, que las obras tejían, pasando de mano en mano, también acrecentaban el prestigio de todas las familias o clanes que intervenían en esas relaciones, selladas por el intercambio de dones prestigiosos.
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