sábado, 21 de diciembre de 2019
MORTON FELDMAN (1926-1987): PALAIS DE MARI (1986)
El compositor norteamericano Monton Feldman, cada vez más fascinado por el Próximo Oriente, compuso esta obra a la vista de la sala dedicada a este palacio en el Departamento de Antigüedades Orientales del Museo del Louvre (Paris).
El palacio de Mari, excavado a principios del siglo XX, existió desde el cuatro milenio hasta que Babilonia lo destruyó en 1870 aC. Era el palacio más grande mesopotámico. pese a estar situado en el desierto siro-mesopotámico, reflejaba influencias sumerias (del sur de Mesopotamia).
Sus archivos de tablillas son una fuente valiosa sobre la vida y las relaciones de una estructura arquitectónica y de poder tan importantes.
El palacio se conservaba en buen estado -los cimientos de la parte central, hasta una altura de unos seis metros, creaban la ilusión de poder estar en el corazón de un palacio del próximo oriente antiguo- hasta que excavaciones ilegales, con bulldozer, durante la reciente guerra civil siria, han destrozado y devastado hasta tal punto las estructuras y el propio yacimiento que hoy ya no se puede estudiar. Ha desparecido para siempre.
Solo queda su versión musical.
jueves, 19 de diciembre de 2019
Arte y censura: la crueldad de Aquiles
La tan detallada descripción de las heridas mortales que los héroes se infligen, la falta de compasión, los ataques a traición, por la espalda y, sobre todo, la ciega y despiadada violencia con la que Aquiles aniquila sus rivales, hundiendo la espada en la cara a quien, de rodillas, implora por su vida, decapitando a quien ha abandonado la batalla, y actuando como ni siquiera actúa un león hambriento, en medio de un baño de sangre -los carros, las armas, las armaduras están todas salpicadas de sangre que empapa el campo de batalla- han llevado recientemente a dudar de la idoneidad de La Ilíada de Homero.
La violencia casi hipnótica, la descripción de actos sangrientos que se repiten casi como un mantra, puede sorprender -y desde luego fascinar en la gradación del horror que no cesa.
Mas, ¿Aquiles es un asesino, una figura condenable, cuyas gesta no deberían contarse?
Bien es cierto que si se reprueba, condena o prohibe la explícita descripción de la violencia, pocas tragedias, clásicas o de Shakespeare se podrían representar, y novelas como Moby Dick o Cuando agonizo deberían censurarse. O casi todo el Antiguo Testamento (La crueldad de Yahvé no es inferior a la de Zeus). Quizá toda la literatura debiere prohibirse -la sutil perversidad de un Charlus, en A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, o el despiadado oportunismo de un Julien Sorel, en El Rojo y el Negro, de Stendhal, no son menos dolorosos y en apariencia injustificables que las mutilaciones de Aquiles, que pronto acaban con la vida de los héroes que apenas tienen tiempo de agonizar, incluso cuando tratan de recoger sus vísceras que se desparraman por la ancha herida mortal, mientras caen sobre la tierra, ahogados por el polvo.
Es posible que la crueldad casi incomprensible de Aquiles supere otras descripciones.
Pero Aquiles no era un personaje de ficción. Nosotros no creemos en su existencia, ni en la guerra de Troya tal como se narra, con la activa participación de dioses y héroes. Pero para un griego antiguo, lo que la Ilíada -y otros textos, perdidos- contaban acerca de esta guerra era cierto. Y, por tanto, se pensaba que Aquiles existió. La Ilíada, para un griego, no hacía más que contar lo que realmente aconteció.
Aún así, la Ilíada ¿es la historia verídica de un asesino, o de un sádico?
Aunque es cierto que , al menos en una ocasión, el destino se tuerce durante unos momentos, y parece que finalmente, los héroes se impondrán pese a lo que el destino ha decidido, Aquiles, como todos los héroes, no actúa voluntariamente. Es un juguete -una marioneta, diría Platón- en manos, no de los dioses -que es bien es cierto que toman partido por uno u otro bando y, por tanto, ayudan, o abandonan, a los héroes cuando éstos están en peligro de muerte o cuando van a triunfar (de las decisiones del destino)-, sino de las diosas del destino que se imponen incluso a los propios dioses olímpicos.
Son estas diosas que han decidido acerca del nacimiento, la "personalidad" y los actos de todos los héroes, entre los que destaca Aquiles. Aquiles no mata por voluntad propia, sino porque las dioses del destino han decidido que mate. ¿Por qué? Porque los dioses dirimen sus diferencias -sus ansias de poder, sus pasiones- a través de los mortales. Por eso, los dioses son tan humanos: no porque actúan "humanamente", sino porque manifiestan y justifican las pasiones humanas -que hacen padecer. Los héroes, como los humanos, no pueden oponerse a aquellas decisiones divinas, no pueden condenarlas o justificarlas, ni tienen porque hacerlo. El hado es ciego e incomprensible. Los hilos que maneja son invisibles. ¿A qué responden, qué persiguen? No se sabe. Los héroes, como todos los seres vivos, solo saben que tienen que morir, pero no saben cuándo. Les embargan las pasiones, que les iluminan o les ciegan, sin que pueden frenarlas. Son conscientes de que actúan movidos exclusivamente por fuerzas superiores. Asumen sus gestos y sus gestas, se vanaglorian de sus éxitos, pero bien saben que sin la ayuda del destino nada lograrían y que, en cualquier momento, el destino puede torcerse, puede decidir en contra del héroe victorioso, siempre a merced de que la negra muerte le cubra.
Aquiles es, así, el emblema del ser humano, a merced de la suerte pese a todas sus tentativas por oponerse al tiempo. El único consuelo que le queda -o le quedaba en la antigüedad-, es que los dioses no tienen mejor suerte. Las diosas del destino también hacían lo que querían con ellos.
No, la Ilíada no tiene que prohibirse (tiene que explicarse, hasta donde sea posible -la Grecia arcaica nos es muy lejana- sin menoscabo del placer que produce su lectura). Antes bien, debería ser de lectura recomendable, para saber, y asumir, lo que nos aguarda: que no es más que un pozo negro, más o menos cercano, que no podremos evitar.
La violencia casi hipnótica, la descripción de actos sangrientos que se repiten casi como un mantra, puede sorprender -y desde luego fascinar en la gradación del horror que no cesa.
Mas, ¿Aquiles es un asesino, una figura condenable, cuyas gesta no deberían contarse?
Bien es cierto que si se reprueba, condena o prohibe la explícita descripción de la violencia, pocas tragedias, clásicas o de Shakespeare se podrían representar, y novelas como Moby Dick o Cuando agonizo deberían censurarse. O casi todo el Antiguo Testamento (La crueldad de Yahvé no es inferior a la de Zeus). Quizá toda la literatura debiere prohibirse -la sutil perversidad de un Charlus, en A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, o el despiadado oportunismo de un Julien Sorel, en El Rojo y el Negro, de Stendhal, no son menos dolorosos y en apariencia injustificables que las mutilaciones de Aquiles, que pronto acaban con la vida de los héroes que apenas tienen tiempo de agonizar, incluso cuando tratan de recoger sus vísceras que se desparraman por la ancha herida mortal, mientras caen sobre la tierra, ahogados por el polvo.
Es posible que la crueldad casi incomprensible de Aquiles supere otras descripciones.
Pero Aquiles no era un personaje de ficción. Nosotros no creemos en su existencia, ni en la guerra de Troya tal como se narra, con la activa participación de dioses y héroes. Pero para un griego antiguo, lo que la Ilíada -y otros textos, perdidos- contaban acerca de esta guerra era cierto. Y, por tanto, se pensaba que Aquiles existió. La Ilíada, para un griego, no hacía más que contar lo que realmente aconteció.
Aún así, la Ilíada ¿es la historia verídica de un asesino, o de un sádico?
Aunque es cierto que , al menos en una ocasión, el destino se tuerce durante unos momentos, y parece que finalmente, los héroes se impondrán pese a lo que el destino ha decidido, Aquiles, como todos los héroes, no actúa voluntariamente. Es un juguete -una marioneta, diría Platón- en manos, no de los dioses -que es bien es cierto que toman partido por uno u otro bando y, por tanto, ayudan, o abandonan, a los héroes cuando éstos están en peligro de muerte o cuando van a triunfar (de las decisiones del destino)-, sino de las diosas del destino que se imponen incluso a los propios dioses olímpicos.
Son estas diosas que han decidido acerca del nacimiento, la "personalidad" y los actos de todos los héroes, entre los que destaca Aquiles. Aquiles no mata por voluntad propia, sino porque las dioses del destino han decidido que mate. ¿Por qué? Porque los dioses dirimen sus diferencias -sus ansias de poder, sus pasiones- a través de los mortales. Por eso, los dioses son tan humanos: no porque actúan "humanamente", sino porque manifiestan y justifican las pasiones humanas -que hacen padecer. Los héroes, como los humanos, no pueden oponerse a aquellas decisiones divinas, no pueden condenarlas o justificarlas, ni tienen porque hacerlo. El hado es ciego e incomprensible. Los hilos que maneja son invisibles. ¿A qué responden, qué persiguen? No se sabe. Los héroes, como todos los seres vivos, solo saben que tienen que morir, pero no saben cuándo. Les embargan las pasiones, que les iluminan o les ciegan, sin que pueden frenarlas. Son conscientes de que actúan movidos exclusivamente por fuerzas superiores. Asumen sus gestos y sus gestas, se vanaglorian de sus éxitos, pero bien saben que sin la ayuda del destino nada lograrían y que, en cualquier momento, el destino puede torcerse, puede decidir en contra del héroe victorioso, siempre a merced de que la negra muerte le cubra.
Aquiles es, así, el emblema del ser humano, a merced de la suerte pese a todas sus tentativas por oponerse al tiempo. El único consuelo que le queda -o le quedaba en la antigüedad-, es que los dioses no tienen mejor suerte. Las diosas del destino también hacían lo que querían con ellos.
No, la Ilíada no tiene que prohibirse (tiene que explicarse, hasta donde sea posible -la Grecia arcaica nos es muy lejana- sin menoscabo del placer que produce su lectura). Antes bien, debería ser de lectura recomendable, para saber, y asumir, lo que nos aguarda: que no es más que un pozo negro, más o menos cercano, que no podremos evitar.
martes, 17 de diciembre de 2019
Jesucristo y los dioses griegos (la religión griega y la religión cristiana)
Los griegos antiguos eran politeistas; creían en la "existencia" de múltiples divinidades, o al menos asumían su latente, invisible presencia. El cristianismo, en cambio, defiende, con ciertas dificultades, la existencia de un único dios, unicidad que a veces se tambalea no solo por las tres personas divinas, sino, como en el chiísmo, por la multitud de seres celestiales, desde los ángeles hasta los coros, los santos o la virgen María -con un tratamiento ambiguo, siendo una humana casi divinizada.
Sin embargo, quizá la diferencia principal resida en la manera cómo la o las divinidades se muestran a los humanos, y cómo son percibidas.
La divinidad cristiana era visible; su doble naturaleza, humana y divina, en un cuerpo humano, le permitía ser percibida como un mortal, indistinguible del resto de los humanos. Ni siquiera los milagros que practicaba eran muy distintos de los que los magos y taumaturgos llevaban a cabo.
Las divinidades paganas, griegas, en este caso, por el contrario, eran invisibles. Moraban, no en la tierra sino en el Olimpo -en el palacio de Zeus, o en palacios propios, algunos forjados por Hefesto-, separadas de los humanos, sin atenderlos ni interesarse por ellos, enfrascadas en sus asuntos, encerradas en un concilíabulo de dioses. Se pensaba que los dioses tenían forma humana -aunque nadie los hubiera visto tal como eran, pues, por naturaleza, eran invisibles-, mientras que la divinidad cristiana era, al mismo tiempo que un dios, un hombre a parte entera.
Sin embargo, un mismo sustantivo que designa un peculiar modo de mostración, se aplica a ambos tipos de divinidades: la transfiguración.
Esta palabra es una directa traducción del latín transfiguro que, a su vez, traduce el griego metamorfosis. Este término significa forma desde dentro: morphoo se traduce por formar, conformar, modelar, y metamorphoo: modelar desde dentro: un ente o un ser cambia de forma a la vista de todos, en un mismo sitio; abandona una forma anterior y pasa a tener o a adquirir una nueva forma. Una metamorfosis implica, por tanto, un cambio de forma que, en tanto que morphe también significa carácter, implica un cambio no solo de persona sino de personalidad: un metamorfoseado no guarda relación alguna con lo que era antes del cambio. El cambio es sustancial.
La transfiguración acontece al final de la vida terrenal de Jesucristo. De pronto abandona la persona de Jesús -como una mariposa abandona la crisálida, su condición anterior- para mostrarse como Cristo tan solo: es decir como una divinidad sin ninguna íntima unión con su persona humana. De ahí que, de pronto, Cristo se vuelve invisible: nadie logra aguantar el hiriente resplandor que emite. Ciega a quienes lo contemplan. Esta cambio sustancial dura unos instantes, pero ya anuncia lo que ocurrirá. Jesucristo deviene Cristo y se vuelve invisible. Desaparece de la vista de los fieles.
El término transfiguración se aplica a menudo también a la manera cómo se muestran los dioses griegos, por ejemplo en traducciones españolas de la Ilíada, de Homero.. Pero el sustantivo transfiguración que emplean las traducciones modernas corresponde al griego eidoo. Este verbo significa, literalmente parecer , hacer ver que. Los dioses griegos eran invisibles. Tenían que materializarse para entrar en contacto con los humanos. Adoptaban, entonces, la forma de un ser reconocible. Pero no se trataba de una metamorfosi o una transfiguración: esencialmente no cambiaban; solo cambiaba su aspecto, su apariencia; se disfrazaban de humanos. Gracias a este disfraz, que aminoraba su hiriente resplandor, los dioses griegos podían mostrarse a los ojos de los hombres.
Los dioses griegos y la divinidad cristiana, como en cualquier cultura, son seres invisibles debido a su irradiación. Ambos debían asumir una forma humana para poder dialogar con los hombres sin cegarlos o fulminarlos. Los dioses griegos hacían ver que eran, durante unos instantes, unos humanos: el disfraz humano amortiguaba la luz que emanaba de su cuerpo y permitirla verlos. Por el contrario, el dios cristiano era un hombre, amén de ser un dios. No tenía, por tanto, que esconder nada.
Sin embargo, ambos efectuaron una misma acción: se transfiguraron. La transfiguración, en el caso de los dioses griegos, les permitió hacerse visibles, pues dicha supuesta transfiguración solo alteró su apariencia, no su esencia: aparentemente, eran humanos; es decir, se mostraban como unos humanos. Sin embargo, la transfiguración de Jesucristo sí afecto su esencia. Abandonó su naturaleza humana, asumió solo la divina y, por tanto, se volvió invisible. Cegó a los discípulos. Dicha transformación también aconteció cuando resucitó, y cuando ascendió. Dejó de ser un hombre para manifestarse como un dios; es decir, como un ser que no se podía mostrar.
Los dioses griegos se acercaban, por un tiempo, a los humanos. El dios cristiano, en cambio, convivió con los humanos; fue un hombre; hasta que los abandonó. Conoció, vivió, padeció, en carne propia, la condición humana. Y ya no volvió.
Sin embargo, quizá la diferencia principal resida en la manera cómo la o las divinidades se muestran a los humanos, y cómo son percibidas.
La divinidad cristiana era visible; su doble naturaleza, humana y divina, en un cuerpo humano, le permitía ser percibida como un mortal, indistinguible del resto de los humanos. Ni siquiera los milagros que practicaba eran muy distintos de los que los magos y taumaturgos llevaban a cabo.
Las divinidades paganas, griegas, en este caso, por el contrario, eran invisibles. Moraban, no en la tierra sino en el Olimpo -en el palacio de Zeus, o en palacios propios, algunos forjados por Hefesto-, separadas de los humanos, sin atenderlos ni interesarse por ellos, enfrascadas en sus asuntos, encerradas en un concilíabulo de dioses. Se pensaba que los dioses tenían forma humana -aunque nadie los hubiera visto tal como eran, pues, por naturaleza, eran invisibles-, mientras que la divinidad cristiana era, al mismo tiempo que un dios, un hombre a parte entera.
Sin embargo, un mismo sustantivo que designa un peculiar modo de mostración, se aplica a ambos tipos de divinidades: la transfiguración.
Esta palabra es una directa traducción del latín transfiguro que, a su vez, traduce el griego metamorfosis. Este término significa forma desde dentro: morphoo se traduce por formar, conformar, modelar, y metamorphoo: modelar desde dentro: un ente o un ser cambia de forma a la vista de todos, en un mismo sitio; abandona una forma anterior y pasa a tener o a adquirir una nueva forma. Una metamorfosis implica, por tanto, un cambio de forma que, en tanto que morphe también significa carácter, implica un cambio no solo de persona sino de personalidad: un metamorfoseado no guarda relación alguna con lo que era antes del cambio. El cambio es sustancial.
La transfiguración acontece al final de la vida terrenal de Jesucristo. De pronto abandona la persona de Jesús -como una mariposa abandona la crisálida, su condición anterior- para mostrarse como Cristo tan solo: es decir como una divinidad sin ninguna íntima unión con su persona humana. De ahí que, de pronto, Cristo se vuelve invisible: nadie logra aguantar el hiriente resplandor que emite. Ciega a quienes lo contemplan. Esta cambio sustancial dura unos instantes, pero ya anuncia lo que ocurrirá. Jesucristo deviene Cristo y se vuelve invisible. Desaparece de la vista de los fieles.
El término transfiguración se aplica a menudo también a la manera cómo se muestran los dioses griegos, por ejemplo en traducciones españolas de la Ilíada, de Homero.. Pero el sustantivo transfiguración que emplean las traducciones modernas corresponde al griego eidoo. Este verbo significa, literalmente parecer , hacer ver que. Los dioses griegos eran invisibles. Tenían que materializarse para entrar en contacto con los humanos. Adoptaban, entonces, la forma de un ser reconocible. Pero no se trataba de una metamorfosi o una transfiguración: esencialmente no cambiaban; solo cambiaba su aspecto, su apariencia; se disfrazaban de humanos. Gracias a este disfraz, que aminoraba su hiriente resplandor, los dioses griegos podían mostrarse a los ojos de los hombres.
Los dioses griegos y la divinidad cristiana, como en cualquier cultura, son seres invisibles debido a su irradiación. Ambos debían asumir una forma humana para poder dialogar con los hombres sin cegarlos o fulminarlos. Los dioses griegos hacían ver que eran, durante unos instantes, unos humanos: el disfraz humano amortiguaba la luz que emanaba de su cuerpo y permitirla verlos. Por el contrario, el dios cristiano era un hombre, amén de ser un dios. No tenía, por tanto, que esconder nada.
Sin embargo, ambos efectuaron una misma acción: se transfiguraron. La transfiguración, en el caso de los dioses griegos, les permitió hacerse visibles, pues dicha supuesta transfiguración solo alteró su apariencia, no su esencia: aparentemente, eran humanos; es decir, se mostraban como unos humanos. Sin embargo, la transfiguración de Jesucristo sí afecto su esencia. Abandonó su naturaleza humana, asumió solo la divina y, por tanto, se volvió invisible. Cegó a los discípulos. Dicha transformación también aconteció cuando resucitó, y cuando ascendió. Dejó de ser un hombre para manifestarse como un dios; es decir, como un ser que no se podía mostrar.
Los dioses griegos se acercaban, por un tiempo, a los humanos. El dios cristiano, en cambio, convivió con los humanos; fue un hombre; hasta que los abandonó. Conoció, vivió, padeció, en carne propia, la condición humana. Y ya no volvió.
lunes, 16 de diciembre de 2019
El ser humano (según los griego antiguos)
“No hay un ser más desgraciado que el hombre entre cuántos respiran y se mueven sobre la tierra.”
(Zeus, en Homero: la Iliada, canto XVII)
(Zeus, en Homero: la Iliada, canto XVII)
domingo, 15 de diciembre de 2019
Picasso poeta
Visita de la extraordinaria exposición Picasso poeta, en el Museo Picasso de Barcelona, viernes pasado, con estudiantes de la Escuela de arquitectura, comentada por la profesora de estética de la Universidad Autónoma de Barcelona, directora del programa de doctorado sobre Picasso, y responsable académica de la muestra, Jéssica Jaques, máxima especialista mundial en la poética de Picasso.
Poemas, sí: se ha descubierto que Picasso fue un poeta. A la altura de su producción plástica.
Este breve texto trata de resumir sus palabras, sin traicionarlas demasiado.
Picasso, ¿fascinado por Japón? Una novedad casi inimaginable. ¿Cuántos artistas de finales del siglo XIX y principios del XX, desde Manet y van Gogh, hasta fauvistas como Vuillard, no estuvieron embrujados por las estampas japonesas, con figuras dibujadas, sin sombras, colores puros, planos, y puntos de vista insólitos? Pero a Picasso no le interesaban las estampas japonesas -más bien le desagradaban- sino que lo que le atraía eran los útiles de dibujo y pintura japoneses, desde brochas hasta pinceles finísimos, que se hacía traer directamente de Japón: la caligrafía, y no solo la pintura, le interesaba.
Este juego entre las formas y las palabras le llevó a escribir casi cuatrocientos poemas -que se descubrieron en los años ochenta, tiempo después de la muerte de Picasso. Murió sin testamento. Su ingente fortuna en obras no estaba inventariada ni tasada. Durante cinco años, cinco especialistas trabajaron sin descanso para ordenar y valorar su legado, a fin de repartirlo entre los herederos que, según una ley francesa aprobada precisamente con vistas a la herencia del artista que se preveía difícil, pudieron pagar los derechos sucesorios no con dinero -ni siquiera con una fortuna personal lo hubieran podido hacer- sino con obras y que, hoy, constituyen el fondo del Museo Picasso de París. Durante los años en que se estuvo ordenando lo que Picasso dejó, algunos especialistas fueron, discretamente, apartando del fondo, hojas, recortes, libretas con textos de Picasso que iban encontrando, con sorpresa, desordenadamente, en cajas y cajones, ya que solo se conocían unos pocos textos del artista -una obra de teatro, algunos poemas-, un artista reputado poco leído -una afirmación que se reveló falsa- y para nada interesado o practicante de la escritura, una creencia que chocaba con una extraña afirmación de Pío Baroja, explicaba Jéssica Jaques, según la cual, a principios del siglo XX, la gran esperanza de la literatura española era....Picasso -que debía ya, en su juventud, dedicarse a escribir, sin que dicha práctica, ni sus logros, fueron conocidos por el gran público ni por los estudiosos. Su primer texto conocido, en efecto, data de 1934, cuando ya contaba cincuenta años.
Cuando el inventario de las obras estuvo concluido, y el reparto entre los herederos efectuado, a finales de los años 80, los tasadores pusieron sobre la mesa un último legado, que presentaron como indivisible: un ingente número de escritos desconocidos, poemas casi todos, más de cuatrocientos textos -cuyo estudio, con vistas a una próxima edición, corre a cargo de Jéssica Jaques.
Poemas que, tras su descubrimiento, fueron considerados como muestras de escritura automática -de un interés menor que sus pinturas, dibujos y esculturas.
Jéssica Jaques ha podido demostrar, en cambio, que los textos son poemas rítmicos -no versificados. El ritmo es el propio del cante jondo.
Poemas que describen lo que la pintura o el dibujo no pueden retratar. Por ejemplo, ilustra Jaques, un color que fascinaba a Picasso, el azul limón, irrepresentable -pero perfectamente concebible y descriptible en un texto. Las palabras alcanzar a captar lo que resiste a cualquier imagen plástica.
Pero Picasso no oponía pintura y poesía, grafismo y grafía. Al contrario. Así como, en pintura, Picasso operaba con unos pocos motivos gráficos, casi siempre variantes de la conjunción de un triángulo y una semi-circunferencia que, según el contexto, devenían el perfil de una cara, una guitarra o una jarra, del mismo modo, Picasso jugaba con palabras que significaban cosas muy distintas según el contexto. Así, detalla Jaques, la palabra fuera es un adverbio, una interjección y un tiempo verbal de dos verbos distintos (el imperfecto del subjuntivo de los verbos ir y ser). Solo el contexto permite saber qué papel juega la palabra en la frase. Los juegos de palabras también son comunes en la obra poética de Picasso. Juegos que no consistían solo en las relaciones que se establecían entre múltiples significados de una misma palabra, sino en las correspondencias, las asociaciones que se establecían, los mundos con los que una palabra conectaba, mundos que evocaba, y que Picasso transcribía mediante la adjunción de "globos" con textos añadidos sobre textos precedentes, que no pueden ser percibidos como correcciones, textos intercalados, ni alternativos -no modifican, alteran ni sustituyen nada- sino como textos "expansivos", voces que tienen que pronunciarse al mismo tiempo que otras, un recurso imposible de plasmar gráficamente, ya que cualquier interpolación es percibida como un añadido o una corrección y no como un eco, o una voz polifónica.
Picasso tachaba mucho. Las tachaduras, empero, no eran correcciones. Las manchas no impiden vislumbra la palabra cubierta. Se puede leer, si bien su lectura exige un esfuerzo, como Picasso seguramente quería: la palabra, entonces, lejos de quedar anulada, es reforzada. El texto posee subtextos. ¿Cómo leer una palabra borrada, cuya borrado no la elimina sino que le concede un particular énfasis? De nuevo, la escritura picassiana da lugar a realidades a las que la vista y la lectura no alcanzan.
Queda, al parecer, aún mucho por descubrir e interpretar en los textos picassianos, el mayor descubrimiento artístico de finales del siglo XX.
Picasso poeta es, sin duda, la mejor exposición del año en Europa, y la mejor contribución académica a la investigación literaria moderna.
Agradecimientos a la generosidad de Jéssica Jaques por compartir sus descubrimientos y por explicarlos de modo tal que llegan a todos nosotros, dando ganas de seguir escuchando.
Poemas, sí: se ha descubierto que Picasso fue un poeta. A la altura de su producción plástica.
Este breve texto trata de resumir sus palabras, sin traicionarlas demasiado.
Picasso, ¿fascinado por Japón? Una novedad casi inimaginable. ¿Cuántos artistas de finales del siglo XIX y principios del XX, desde Manet y van Gogh, hasta fauvistas como Vuillard, no estuvieron embrujados por las estampas japonesas, con figuras dibujadas, sin sombras, colores puros, planos, y puntos de vista insólitos? Pero a Picasso no le interesaban las estampas japonesas -más bien le desagradaban- sino que lo que le atraía eran los útiles de dibujo y pintura japoneses, desde brochas hasta pinceles finísimos, que se hacía traer directamente de Japón: la caligrafía, y no solo la pintura, le interesaba.
Este juego entre las formas y las palabras le llevó a escribir casi cuatrocientos poemas -que se descubrieron en los años ochenta, tiempo después de la muerte de Picasso. Murió sin testamento. Su ingente fortuna en obras no estaba inventariada ni tasada. Durante cinco años, cinco especialistas trabajaron sin descanso para ordenar y valorar su legado, a fin de repartirlo entre los herederos que, según una ley francesa aprobada precisamente con vistas a la herencia del artista que se preveía difícil, pudieron pagar los derechos sucesorios no con dinero -ni siquiera con una fortuna personal lo hubieran podido hacer- sino con obras y que, hoy, constituyen el fondo del Museo Picasso de París. Durante los años en que se estuvo ordenando lo que Picasso dejó, algunos especialistas fueron, discretamente, apartando del fondo, hojas, recortes, libretas con textos de Picasso que iban encontrando, con sorpresa, desordenadamente, en cajas y cajones, ya que solo se conocían unos pocos textos del artista -una obra de teatro, algunos poemas-, un artista reputado poco leído -una afirmación que se reveló falsa- y para nada interesado o practicante de la escritura, una creencia que chocaba con una extraña afirmación de Pío Baroja, explicaba Jéssica Jaques, según la cual, a principios del siglo XX, la gran esperanza de la literatura española era....Picasso -que debía ya, en su juventud, dedicarse a escribir, sin que dicha práctica, ni sus logros, fueron conocidos por el gran público ni por los estudiosos. Su primer texto conocido, en efecto, data de 1934, cuando ya contaba cincuenta años.
Cuando el inventario de las obras estuvo concluido, y el reparto entre los herederos efectuado, a finales de los años 80, los tasadores pusieron sobre la mesa un último legado, que presentaron como indivisible: un ingente número de escritos desconocidos, poemas casi todos, más de cuatrocientos textos -cuyo estudio, con vistas a una próxima edición, corre a cargo de Jéssica Jaques.
Poemas que, tras su descubrimiento, fueron considerados como muestras de escritura automática -de un interés menor que sus pinturas, dibujos y esculturas.
Jéssica Jaques ha podido demostrar, en cambio, que los textos son poemas rítmicos -no versificados. El ritmo es el propio del cante jondo.
Poemas que describen lo que la pintura o el dibujo no pueden retratar. Por ejemplo, ilustra Jaques, un color que fascinaba a Picasso, el azul limón, irrepresentable -pero perfectamente concebible y descriptible en un texto. Las palabras alcanzar a captar lo que resiste a cualquier imagen plástica.
Pero Picasso no oponía pintura y poesía, grafismo y grafía. Al contrario. Así como, en pintura, Picasso operaba con unos pocos motivos gráficos, casi siempre variantes de la conjunción de un triángulo y una semi-circunferencia que, según el contexto, devenían el perfil de una cara, una guitarra o una jarra, del mismo modo, Picasso jugaba con palabras que significaban cosas muy distintas según el contexto. Así, detalla Jaques, la palabra fuera es un adverbio, una interjección y un tiempo verbal de dos verbos distintos (el imperfecto del subjuntivo de los verbos ir y ser). Solo el contexto permite saber qué papel juega la palabra en la frase. Los juegos de palabras también son comunes en la obra poética de Picasso. Juegos que no consistían solo en las relaciones que se establecían entre múltiples significados de una misma palabra, sino en las correspondencias, las asociaciones que se establecían, los mundos con los que una palabra conectaba, mundos que evocaba, y que Picasso transcribía mediante la adjunción de "globos" con textos añadidos sobre textos precedentes, que no pueden ser percibidos como correcciones, textos intercalados, ni alternativos -no modifican, alteran ni sustituyen nada- sino como textos "expansivos", voces que tienen que pronunciarse al mismo tiempo que otras, un recurso imposible de plasmar gráficamente, ya que cualquier interpolación es percibida como un añadido o una corrección y no como un eco, o una voz polifónica.
Picasso tachaba mucho. Las tachaduras, empero, no eran correcciones. Las manchas no impiden vislumbra la palabra cubierta. Se puede leer, si bien su lectura exige un esfuerzo, como Picasso seguramente quería: la palabra, entonces, lejos de quedar anulada, es reforzada. El texto posee subtextos. ¿Cómo leer una palabra borrada, cuya borrado no la elimina sino que le concede un particular énfasis? De nuevo, la escritura picassiana da lugar a realidades a las que la vista y la lectura no alcanzan.
Queda, al parecer, aún mucho por descubrir e interpretar en los textos picassianos, el mayor descubrimiento artístico de finales del siglo XX.
Picasso poeta es, sin duda, la mejor exposición del año en Europa, y la mejor contribución académica a la investigación literaria moderna.
Agradecimientos a la generosidad de Jéssica Jaques por compartir sus descubrimientos y por explicarlos de modo tal que llegan a todos nosotros, dando ganas de seguir escuchando.
¿Por qué el arte?
La obra de arte no atiende a ninguna función específica. Pero no es gratuita ni carece de sentido.
Quizá la función, a cuyo cumplimiento no estaba destinada, que a la que respondía -para cuya satisfacción se empleaba-, más habitual en cuyo resolución participaba, es la mediación: la creación humana media entre los humanos, entre éstos y el mundo, los dioses y los muertos, y entre cada humano y su propio mundo interior.
La obra tiende puentes, solventa conflictos, ayuda a conocerse y a reconocerse, facilita la comprensión y aceptación de uno mismo, de los demás, del mundo en el que estamos insertos.
La obra despeja, descubre, aspectos recónditos, ocultos, desconocidos de lo que nos envuelve: de lo que somos y del mundo en el que habitamos. Facilita transacciones y permite asumir y aceptar diferencias, hallando puntos o espacios de encuentro. No hay encuentro sin un don, un regalo, un objeto que simboliza la reunión, la transacción, el acuerdo. La obra sella acuerdos.
Lo que la obra descubre y expone, a través de su manera, de su forma de comunicar. es importante para la vida. La obra abre puertas y ventanas, y permite ahondar en lo que nos envuelve -o en nosotros mismos. Echa luz; y lo que halla y muestra aclara dónde estamos, qué hacemos, qué nos ocurre, qué acontece alrededor nuestro; dilucida qué somos, qué es el mundo -y ayuda, quizá, a aceptarnos, a aceptarlo.
Se ha escrito a menudo que la obra de arte descubre la verdad de las cosas y las personas.
Tiziano: El papa Pablo III y sus sobrinos.
¿Cabe mejor "retrato" de servilismo y codicia? ¿Se podría descubrir y exponer la "verdadera" relación entre el Papa y sus sobrinos?
Para conocer "a fondo" lo que somos, quizá no quepa mejor solución que contemplar la "superficie" de los autorretratos de Rembrandt: desde la inconsciencia juvenil hasta la amargura (o ¿la serenidad?) de los últimos días, una vida humana se refleja en estos rostros pintados.
La verdad: tal es lo que, se afirma a menudo, revela la obra de arte: la "verdad" del mundo, es decir, no lo que lo constituye -para lo que la ciencia es el método más adecuado para descomponer el mundo en sus elementos básicos-, sino cómo interactúa con nosotros, qué relaciones establece con nosotros, qué acciones y qué reacciones causa.
¿Qué es la verdad?
¿A qué se opone la verdad, de qué se separa o distingue?
¿De la mentira? Pero, ¿la mentira no es en ocasiones un arma para hallar la verdad? El método detectivesco que busca engañar al culpable para que acabe confesando.
Verdad, en griego, se decía aletheia.
Esta palabra se abre con un prefijo -a- que indica una negación. Aletheia sería lo opuesto a Letheia, ausencia de letheia.
Este sustantivo se relaciona con Lethe: el nombre de uno de los ríos del infierno greco-latino. Sus aguas tenían un poder corrosivo: borraban los recuerdos de quienes lo cruzaban. De este modo, las almas de los difuntos, tan reticentes, asustadas por dirigirse hacia el país de los muertos, eran incapaces de retroceder. No recordaban el camino hacia la vida.
El Leteo era el río de las aguas del olvido.
Por lo que verdad, en griego -a.letheia- significaba ausencia de olvido.
La obra de arte, así, era -o es- un arma contra el olvido. Las imágenes nos recuerdas hechos memorables, personas del pasado, que han pasado, desaparecidas. El arte lucha contra la muerte -contra el olvido, que acarrea la desaparición de cualquier huella, de cualquier mención.
El arte es propio de los mortales que tratan de alcanzar la inmortalidad. Los dioses no necesitan del arte para ser perdurar para siempre.
Así, el paradigma del arte, su acme -su culminación- bien podría ser A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust. Las musas, diosas de las artes, "recordemos", eran hijas de Mnemosyne, la diosa de las Memoria, a quien los poetas de la antigüedad invocaban para saber la "verdad" de los hechos y decisiones del pasado, que influían, para bien o para mal, en las acciones y la existencia de los mortales.
(Nota: resumen de la última clase, de quinto curso, de la asignatura de Teoría II, en la UPC-ETSAB de Barcelona)
miércoles, 11 de diciembre de 2019
MOHAMADOU NDOYE (1973): TRAIN TRAIN MEDINA (2000)
Maravillosa animación sobre el urbanismo desbocado en un lugar de Senegal, país de donde es originario el artista (pintor y cineasta de animación).
Train train medina | Mohamadou Ndoye | 2000 from Atelier Graphoui on Vimeo.
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