La soberbia, llameante y descomunal Asunción, de Tiziano -su mejor obra-, en la penumbrosa basílica gótica de Santa María Gloriosa dei Frari, en Venecia, suspendida en el ábside, acapara, ya desde la entrada al templo, todas las miradas, pero no cercena la búsqueda de otra obra, de menores dimensiones, que no se descubre a primera vista. Un recorrido por la nave lateral derecha de la iglesia, conduce, tras un giro, a una pequeña estancia, la sacristía, tan solo iluminada por altos ventanales situados tras el altar, que compensan el alto zócalo de madera oscura de la sillería adosada al perímetro de la sala. A contraluz, separado de los fieles por el altar, recortado ante las vidrieras, se perfila el tríptico Pesaro, de Giovanni Bellini: La Virgen y el niño, de finales del siglo XV.
Para poder contemplarlo, en el silencio de la sacristía, en la que apenas nadie accede, lo más adecuado es sentarse en los bancos de iglesia más cercanos al altar, y entornar lo ojos para descubrir las figuras sin quedar deslumbrado por las vidrieras. Mas, el deslumbramiento es inevitable; y no lo producen aquéllas.
En el panel central del tríptico, la Virgen con el niño en brazos, de pie sobre un alto podio que dos ángeles de rodilla flanquean, se encuentra en el espacio de una alta hornacina cuya luminosa cuyo casquete esférico o media bóveda está recubierta de (pan de) oro.
Las figuras y el espacio arquitectónicos están perfecta, naturalísticamente representados. Todo el espacio fuga hacia dónde se halla la Virgen
Y, de pronto, un insólito fenómeno. La figura de la Virgen se destaca del fondo y parece flotar en, y ante, el tríptico, en medio del ábside de la sacristía. Se diría que se hubiera liberado del plano y se hubiera "corporeizado", todo y teniendo el aspecto, la materialización, la (des)materialidad de una aparición. La figura se ha desprendido de sus ataduras sobre el tríptico que la "aplanaba". Ha cobrado una silenciosa vida y produce la turbadora sensación que ha dejado de ser una imagen.
La primera representación perspectiva no fue una imagen profana, como podría esperarse de una técnica representativa volcada a producir ilusiones de realidad. Mientras que el ilusionismo, en la Grecia antigua, buscaba confundir los sentidos y dar vida a entes cotidianos -un racimo de uvas-, por ejemplo, la primera representación en perspectiva, en un fresco, del siglo XV, fue la Trinidad en la basilica de Santa Maria Novella de Florencia. Masaccio, que logró semejante prodigio -aunque sin la endiablada habilidad de Bellini- compuso un cuadro en el que (ante el que) se destacaba poderosamente Cristo crucificado, ante los ojos, casi ante las manos de los fieles (Yahvé no debería poder representarse en tanto que divinidad inmaterial, pero si en tanto que Padre, tal como lo retrata Masaccio. La figura humana del Hijo de Dios, su presencia, “humaniza” a Yavhé y lo sitúa en el tiempo y el espacio, al lado de su Hijo).
Esta efectiva materialización de la figura del Hijo de Dios no era una impiedad: no convertía a un ser inmaterial en un mero ser mortal, ni consideraba que la forma humana representada era un símbolo o una forma adoptada por la divinidad para mostrarse, una forma o manera de mostrarse. El cuerpo del Hijo de Dios no era un recurso visual, sino que era su cuerpo. El Hijo de Dios se había encarnado y, por tanto, su cuerpo carnal no era un recurso visual, sino que era su propio cuerpo mortal.
La teología de la imagen cristiana, la consideración sobre las naturalezas, humana y divina de Jesucristo, permitieron que, por primera vez, las representaciones de una divinidad no fuera un mero simbolismo, sino una verdadera representación. Hasta entonces, las efigies divinas eran solo imágenes convencionales. Los dioses eran invisibles y no tenían una forma determinada. Se sabía que las formas con las que se les representaba eran convencionales, escogidas por ellos, o atribuidas por los humanos. Pero no eran "suyas".
Por el contrario, el Hijo de Dios se hizo hombre. Las imágenes, por tanto, eran retratos. Reproducían el cuerpo que le pertenecía. Asimismo, su madre era una humana. Fue retratada por Lucas. Por tanto, podía ser retratada igualmente, al igual que cada humano, y su retrato era "auténtico", en tanto que reproducía un primer retrato, pintado por el evangelista, para el que la madre del Hijo de Dios hab(r)ía posado.
En tanto que el Hijo de Dios era una imagen del Padre, y en tanto que el hombre se hizo "a imagen" de la divinidad, los retratos tanto del Hijo como de su madre no se distinguían para nada de los modelos -de la persona humana en la que se encarnó el Hijo de Dios, persona que mostraba la naturaleza humana asumida por la divina-. El retrato no era una convención sino una "verdadera imagen" que daba cuenta de la forma o cuerpo de la divinidad encarnada.
Por tanto, era sumamente importante que el retrato no se distanciara del modelo, sino que produjera la impresión que el modelo -la madre, el Hijo- estaba allí presente. No se trataba que estuviera en su retrato, sino que el retrato, en tanto que imagen, fuera el modelo, ya que este era una imagen. Tampoco se trataba de adorar el retrato, sino al modelo -que era el retrato: el modelo figurado, representado -en el sentido fuerte del verbo. vuelto a presentar, lograr que se presentara de nuevo, lograr su "presencia"- por su retrato. En un lugar determinado, el retrato hacía las veces, "era" el modelo.
La perspectiva habría sido un medio eficaz, convincente, para que la divinidad se volviera a mostrar. No tenía que ser un signo, sino que, a ojos de los fieles, tenía que producir la ilusión o impresión que los fieles se hallaban ante la divinidad. Así pues, la perspectiva estaría asociada a la teología de la imagen divina cristiana, que la justificaría.
En el caso del tríptico Pésaro de Bellini, la ilusión es completa. Por un momento, logra la materialización de la figura que representa, la trae a colación, la muestra y da fe de su presencia; fe en el poder de la imagen que revelar lo que no se puede ver ni intuir sin el recurso de la imagen. La perspectiva habría permitido lograr el "milagro" de devolver a la tierra, entre los humanos, a un humano que era a la vez la divinidad, la presencia de la divinidad. La perspectiva fue un arma con la que los humanos (los artistas) forzaron la mano del Hijo de Dios, invitándole, forzándole a mostrarse de nuevo, anticipando así el final de los tiempos, cuando el Hijo de Dios retornará a la tierra abriendo mil años de gloria. El "milenarismo", curiosamente, no estaba reñido con la perspectiva: antes bien, le daba "sentido".