Retrato de Eirene, s. I dC, El Fayum (Egipto), Museo de Stuttgart
El hallazgo de centenares de momias tardías, en el área del
oasis del Fayum, a principios del siglo XX, tuvo que causar cierta decepción.
La testa de las momias estaba tan solo cubierta por tablas pintadas con la
efigie del difunto, muy alejadas de las suntuosas máscaras de oro y piedras
preciosas dispuestas, como en juego de muñecas rusas, unas dentro de otras.
Hoy, sin embargo, estas máscaras inexpresivas, técnicamente perfecta pero
indistinguibles unas de las otras, fascinan menos que las tablas pintadas
tardías: éstas constituyen los primeros retratos de la antigüedad, equiparables
a los retratos occidentales desde el Renacimiento, llegados hasta nosotros.
¿Qué son estos retratos? ¿Son verdaderamente retratos? Pintados en el
Egipto faraónico muy tardío, bajo dominio del Imperio romano, entre los siglos
I y IV dC, reflejan influencias helenísticas, etruscas y propiamente romanas.
Los primeros retratos eran naturalistas, el modelado y las sombras, cuidadas;
los últimos, por el contrario, se aplanaron y se esquematizaron, alejándose de
la ilusión de realidad. Dichos retratos fueron realizados en vida del modelo.
Pero la finalidad no se alcanzaba en este mundo, sino en el más allá. No
estaban destinados para exhibirse en el espacio doméstico ni compartir el
espacio con los vivos. Pese a la ilusión de vida que pudieran suscitar, eran
retratos destinados al mundo funerario. Guardaban para la eternidad la efigie
que el difunto tuvo en el momento de esplendor de la vida. Algunos detalles,
como coronas de laurel pintadas con pan de oro, aluden al mundo de los muertos.
Los retratados, habitualmente, giran levemente la cabeza y
miran al espectador. La mirada caracteriza dichos retratos: los ojos están bien
abiertos, casi desorbitados en los retratos del Fayum últimos. Se ha comentado
que esta mirada fija e hipnótica se dirige, desde el mas allá, hacia los
vivientes tanto para asegurarles de su salvación como para animarles a no temer
cruzar el umbral del mundo de los muertos. La vida sigue en el más allá, muy
lejos de la vida evanescentes, en sombras, de las creencias griegas. La muerte
no es el fin sino el inicio de una vida plena, una creencia del Egipto
faraónico, así como del platonismo (que algunos han supuesto refleja
influencias egipcias). Pero, sin duda, los retratos del Fayum no se preocupaban
de los mortales. Dichos retratos se animaban en las tumbas, y los retratados
miraban de igual a igual a los dioses y a los resucitados. Los retratos eran el
testimonio de la creencia en la inmortalidad del alma y en la preservación del
cuerpo.
A finales de la práctica de los retratos del Fayum, a lo
largo del siglo IV dC, el imperio romano se cristianizó. El dios cristiano era
un mortal a parte entera, sin que su condición moral supusiera mengua alguna de
su divinidad. Mortal e inmortal al mismo tiempo, Jesucristo -su nombre doble
aúna el nombre del mortal, Jesús, con el del inmortal, Cristo o el Uncido-
murió, como cualquier mortal, y resucitó, como cualquier divinidad. Su muerte
fue real; no fingió; sufrió, agonizó y falleció. Pero su resurrección también
fue cierta. ¿Cómo representar esta doble naturaleza? Las figuras de Apolo,
Hermes o Hércules fueron un modelo: dioses y héroes con cuerpo de ser humano.
Divinidades paganas tardías, como Atis, Mitra u Osiris, nacían, morían, casi
siempre con una muerte cruenta, y renacían. Pero estos dioses nunca fueron
humanos. Siempre se manifestaron como inmortales cuya muerte acrecentaba su
poder regenerador. Aunque la figura de
Cristo se modeló a partir de estos modelos divinos, la verdadera condición del
dios cristiano, hombre y dios en igualdad de condiciones, se representó a
partir de los retratos del Fayum: mortales que alcanzan la inmortalidad, sin
que su naturaleza humana, idéntica a la de cualquier humano, quedara eclipsada
ante el resplandor de la inmortalidad alcanzada. Las primeras representaciones
de Cristo que supieron atender a ambas naturalezas, humana y divina, se
pintaron a semejanza de los retratos del Fayum. Jesucristo era una figura que
asumía su condición mortal, la cual no implicaba el final de la vida sino el
inicio de una vida más resplandeciente, sin olvidar lo que había pasado, como
los ojos bien abiertos de los iconos bizantinos evocaban. Los retratos del
Fayum ofrecieron un modelo plástico convincente para destacan la humanidad de
la divinidad, aunque también permitieron que algunos humanos trataran de
mostrarse como seres superiores o sobrenaturales, como los emperadores
bizantinos, con una mirada menos cercana o humana son más distante y
displicente. La mirada de los retratos del Fayum, retomada por la pintura
bizantina, sirvió para representar la complejidad humana, su temor ante la
muerte y su arrogancia ante ella, entre un dios que se hizo hombre, y un
emperador que se creyó un dios.
Nota: Versión de un texto para la una exposición virtual sobre el retrato en la Fundación Juan March de Madrid.