viernes, 19 de febrero de 2021

Biblioteca

Corría el año 649 cuando aún no se sabía que sería antes de Cristo. Cuatro mil quinientos años habían pasado desde la instauración de las primeras instituciones políticas y culturales que aún rigen, desde la monarquía hasta la jerarquía eclesiástica. La escritura cuneiforme se empleaba desde mediados del cuatro milenio, y la lengua sumeria era una lengua de cultura y diplomática que no se hablaba desde hacía más de un milenio y medio. El emperador asirio Asurbanipal era consciente que la cultura mesopotámica lenta pero irremediablemente se deformaba y se pedía. Aunque Asurbanipal se vanagloriaba de ser capaz de leer textos escritos en los albores de la escritura y de hablar lenguas muertas que ya nadie hablaba ni entendía, era también consciente que los mitos y los ritos ancestrales se perdían: las historias fantásticas y aleccionadoras ya no se conocían ni se recordaban, o no se entendían. Tampoco se transmitían oralmente. Todas las lecciones, los conocimientos del pasado estaban desapareciendo. Asurbanipal también sabía el alcance de la pérdida irreparable. El desconocimiento de esas historias que mantenían unidad a las comunidades, fascinadas por los poetas ambulantes que iban de corte en corte, de calle en calle, conllevaba que el pasado, siempre magnificado -el tiempo de los mitos y los orígenes constituía la Edad de Oro- , dejaba de ser un referente, sin que ningún otro tiempo lo sustituyera. Las comunidades, toda una cultura quedaban desorientadas, sin modelos ni asideros, sin poder hallar respuestas en el pasado a las preguntas del presente.

Fue entonces cuando Asurbanipal mandó a centenares de escribas por toda Mesopotamia para recoger los últimos rescoldos de un pasado casi extinguido y fijarlo para siempre en relatos escritos sobre tablillas. Mitos, leyendas, fabulas, historias, poemas, reflexiones, normas, decretos, toda clase de relatos, que hasta entonces se habían transmitido oralmente, y que ya se habían puesto por escrito en lenguas que ya no se conocían, fueron transcritos por vez primera o vueltos a transcribir, y almacenados en una de las primeras, y más grandes bibliotecas de la historia. Cuando los restos de dicho edificio fueron desenterrados, en el norte de Iraq, a mitad del siglo XIX, se rescataron unas treinta mil tablillas de arcilla que los incendios habían endurecido. Seguramente, la biblioteca imperial contenía un número aún mayor de tablillas. Solo una parte ha sido estudiada y descifrada.

Una reflexión similar dio lugar a la biblioteca de Alejandría. En el siglo III aC, la cultura griega arcaica y clásica empezaba a quebrarse, y el número de textos -literarios, poéticos y filosóficos- empezaba a ser inmanejable. Los faraones ptolemaicos ordenaron que eruditos escogieran qué textos debían pasar a la posteridad y establecieran ediciones definitivas que serían copiadas en varios ejemplares y guardados, se pensaba que para siempre, en la biblioteca, que un incendio, casual o provocado, destruyó dos siglos más tarde.



Las bibliotecas nos parecen centros vivos de cultura, pero son depósitos de culturas agonizantes. Las bibliotecas existen y son necesarias porque el pasado se desvanece, un pasado que consideramos debe ser preservado, con la ilusión que nos podrá aleccionar sobre cómo actuar y pensar; también por el placer de conocer los errores y aciertos de los seres del pasado. Las bibliotecas mantienen vivos textos moribundos. Una visita a una biblioteca constituye un salto en el tiempo. De pronto, en una biblioteca, inevitablemente silenciosa, vacía, al sentarnos rodeados de libros que hemos buscado por estanterías que a veces se adentran por corredores subterráneos interminables, o se disponen en estantes en las alturas a las que se llega por pasarelas suspendidas en el vacío, y que vamos abriendo, cambiamos de tiempo y de espacio. Estudiar en una biblioteca es como meditar ante un monumento funerario, un túmulo o una lápida en un cementerio. Nos damos cuenta de lo que tuvimos y fuimos, y de lo que hemos perdido. Textos ilegibles por la grafía y la lengua, cuyos referentes se desconocen y que solo se recuperan parcialmente tras esfuerzos a menudo infructuosos. Una biblioteca nos da la medida de la cortedad de la vida humana y de su riqueza, de cómo seres del pasado, de vidas aún más breves que las nuestras, fueron acumulando saberes que ampliaron el mundo conocido, y que se hubieran derrumbado o habrían enmudecido si la biblioteca no los hubiera rescatado y preservado.

Hoy, los descubrimientos tienen lugar no en el exterior, sino en el interior de una biblioteca. La apertura de un libro que nadie hasta entonces ha ojeado, deja caer o muestra, plegado, pegado a veces al interior de la portada, un manuscrito más antiguo, perdido, desconocido. Recuerdo que le lectura de un ejemplar de la Geografía del autor griego Estrabón, en una edición de gran formato de principios del siglo XIX, en la biblioteca de la Universidad de Barcelona, a finales del siglo XX, reveló, insertado entre dos páginas, una carta cuidadosamente plegada: el papel era de calidad. La hoja, inmaculada, como si el tiempo no la hubiera manchado. Fue escrita a finales del siglo XVIII. Estaba firmada por el cónsul Napoleón Bonaparte. No estaba clasificada. Desde entonces, nadie había abierto el libro. 

La biblioteca acoge a libros que mayoritariamente nadie ha leído ni nadie leerá. Como lápidas con los nombres grabados de desconocidos, ante las que nadie se detiene y se inclina, las estanterías y los armarios acogen prietas filas de libros enmudecidos. Una biblioteca encierra voces calladas que nadie escucha ni nadie ha escuchado salvo el autor -si estaba vivo cuando el libro fue impreso o copiado. Pero la biblioteca no acalla las voces. Quien avanza la mano y coge un libro sabe que, al abrirlo, la voz volverá a incitar al dialogo callado, que aceptaremos o no.

Hoy, cuando el pasado produce indiferencia, se abren bibliotecas sin libros: instituciones que creen que el presente, siempre cambiante es lo que nos puede producir una ilusión de vida constantemente renovada -pero ciega, sin la luz, por mortecina y desconocida que sea, que el pasado aporta. La biblioteca es el lugar donde se parte, con escasas posibilidades de éxito, y con  un camino tan largo y desconcertante que causa vértigo,  intuyendo que nuestra vida es demasiado corta para concluir una tarea semejante, a la búsqueda del tiempo perdido.    

jueves, 18 de febrero de 2021

El verbo

El imaginario de la creación en Oriente y Occidente se sustenta en el poder de la palabra. Los seres "son" porque fueron llamados. El Verbo hizó que las cosas amanecieran -hasta entonces invisibles o inexistentes. Fueran antes o estuvieren ya presentes, el mundo se pobló -se animó- a la llamada del Verbo. Antes, el vacío.

La palabra es efectiva. Incide en el mundo. Dictamina y lo altera. Cuántos mitos cuentan como gracias a unas palabras, enunciadas o cantaban, el mundo se transformó. Desde que Orfeo amansaba a las fieras hasta los gemelos griegos Zeto y Anfión que construyeron las murallas de Tebas gracias al canto, capaz de alzar, desplazar y colocar en el sitio ebido a los sillares, la palabra tiene autoridad. Es la autoridad (la autoridad, como el autor -palabras emparentadas-, son medios para, literalmente -augere, en latín, significa aumentar: bienes, riquezas, vida-, engrandecer el mundo).

Aun hoy, juramos o prometemos solemnemente: nuestra palabra tiene la capacidad de encauzar el destino y determinar lo que haremos y seremos. El poder  de la palabra afecta al tiempo pasado, presente y futuro. Los conjuros y las promesas despiertan a los fantasmas del pasado y dan cuerpo a las ilusiones. Faltar a la palabra dada es el peor daño que se pueda cometer. Una palabra mal dada es una puñalada, por que destruye la creencia en un futuro mejor; solo genera dudas y suspicacia. Una palabra no cumplida levanta muros de incomprensión. 

Pero no existe un único mundo, profano, prosaico. El mundo de la imaginación, el mundo poético, tiene tanta "verdad", existe "realmente" como aquél. Un mundo paralelo, a veces construido a imagen del mundo de cada día, pero donde rigen unas leyes y moran unos seres que no tienen siempre cabida en el espacio delante del espejo. Es un mundo que la palabra crea, evoca y desvela. Lo que allí suscita, fascina u horroriza. Se instituye como un universo que dobla el nuestro, o se instituye como un modelo o una caraicatura. Pero, desde luego, es un mundo que existe independientemente del nuestro, con sus propias normas, y al que accedemos con los sentidos, la imaginación o el sueño.

No todas las palabras tienen esta capacidad creadora. No todas las palabras son poéticas (en el sentido literal de la palabra poesía: hacedoras, engendradoras, modeladoras de una realidad que hasta entonces no existía). La palabra poética responde a una lógica distinta de la lógica cotidiana. No puede ser juzgada desde los criterios qu rigen en nuestro mundo.  Ya Aristóteles sabía que la muerte horrísona se transfigura en el mundo de la ficción. La palabra poética es capaz de hacer soportable los actos más cruentos, inaceptables en la vida real. Nadie acepta una Crucificción, pero la imagen poética y plástica del crucificado preside las alcobas como un signo ante el que nos signamos.

Si la palabra poética crea mundos y la palabra enunciada en un ritual o ceremonia incide en el mundo, esta incidencia puede ser benéfica o maléfica. Las palabras no se enuncian en vano. El viento no se las lleva; afortunadamente, porque ya no tendría sentido hablar o cantar, porque la comunicación sería inútil o sin sentido. No dar crédito o fe a las palabras, no reconocer que son un poderoso medio creativo o destructivo nos lleva al retraimiento, la soledad, la muerte. Debemos saber, medir lo que decimos. Hablar mal de algo o alguien socava la confianza, destruye, con una efectividad mayor que la espalda. Un muerto en guerra es recordado para siempre: la palabra lo mantiene en vida. Un repudiado, es un muerto en vida, del que ya nadie hablará. Todos recordamos a Aquiles. ¿Quien se acuerda de Tersites? 

Quizá hayamos confundido hoy la palabra con la palabrería    

miércoles, 17 de febrero de 2021

ABŪ AL-ATĀHIYYA (748-825): RUINA (DĪWĀN)

 “Construimos ruinas, y la ruina construida

Solo lo es para la ruina....”


Para el gran poeta bagdadí medieval toda construcción no solo es una ruina en potencia sino que, como la ancianidad en los ojos velados de un joven, deja transparentar ya la ruina que será.

Solo construimos lo que no será.

martes, 16 de febrero de 2021

JOAN MARGARIT (1938-2021): ENTORN DE BABEL (EN TORNO DE BABEL, 2020)



Poema inédito.



(... y, sin embargo, suspendió implacablemente el proyecto final de carrera de arquitectura de un amigo a punto de regresar a su país tras un largo exilio por varios paises europeos)

TIZIANO SCHÜRCH (1993) & JOAN RAMÓN CORNELLANA: CONSTRUIR CON LA MEMORIA (2021-2022)



Presentación de la asignatura optativa de Grado, del Departamento de Teoría de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (UPC-ETSAB), que los profesores y arquitectos Tiziano Schürch, formado en Zurich, y Joan Ramón Cornellana, impartirán durante el curso académico 2021-2022.

La asignatura se inspira en la experiencia de Tiziano Schürch en la misión arqueológica de Qasr Shemamok, cabe Mosul, en Iraq.

Cuenta con la colaboración del Servicio de Patrimonio del Ayuntamiento de Barcelona

Véase este enlace

Blog de la Fundación Joan Miró de Barcelona: Cartas con las que jugó Miró

Cartas con las que jugó Miró


A finales de 2016 y principios de 2017, gracias a un permiso concedido por Christophe Tzara, el hijo, ya mayor (moriría al año siguiente), del poeta dadaísta Tristan Tzara, Marc Marín —también arquitecto— y yo tuvimos acceso durante unas semanas a la recoleta biblioteca Jacques Doucet de París, junto al Panteón, en el Barrio Latino. Durante el trabajo de investigación sobre la correspondencia de Tristan Tzara, tuve ocasión de leer las cartas que Joan Miró y él mantuvieron. Miró no fue un escritor como Picasso o Dalí, mas estos textos dicen mucho sobre otros aspectos del artista. 

René Lacôte: Tristan Tzara, 1952. Fundació Joan Miró, Barcelona. Dipòsit de Successió Miró.

En medio del fajo de cartas y postales, pude también leer la correspondencia que Joan Miró mantenía con un taller de grabación y con varios editores. Las cartas que Joan Miró enviaba a otros artistas (pintores, poetas) y a sus marchantes, editores y talleres solían tratar de temas de arte: técnicas de grabación, obras que realizar, exposiciones, etc., pero raramente revelaban detalles personales, más allá de noticias de ocasionales viajes, y mensajes de buena amistad, educados y sinceros, sin duda. Breves mensajes con los que es difícil reconstruir una biografía. 

Sin embargo, una breve carta enviada a Tristan Tzara, indistinguible de otras, todas agrupadas en prietas pilas, tenía un tono distinto. Se abría a otras cuestiones: no expresaba inquietud alguna por las condiciones de las obras, las cualidades de los materiales —el papel, su gramaje, su espesor y su tacto, las tintas utilizadas o la presión de las planchas— o las técnicas de estampación, por ejemplo, que Miró tanto cuidaba y a las que dedicaba un esfuerzo y una atención minuciosa que no se espera a la hora de juzgar una obra gráfica. Esta vez, las preocupaciones estaban suscitadas por la suerte de un amigo.

Carta de Joan Miró a Joan Prats, 18 de enero de 1961. Fundació Joan Miró, Barcelona. Donación de Manuel de Muga.

Miró vivía en el 98 del Boulevard Auguste-Blanqui, en el distrito XIII de París. El bloque «haussmanniano», vagamente modernista, de siete pisos y fachada blanca, construido en 1914, aún existe y se encuentra en buen estado. Allí vivía el arquitecto norteamericano «moderno» Paul Nelson (coleccionista de obras de Joan Miró, con quien colaboró en su proyecto no construido de la Maison Suspendue.

El 15 de febrero de 1939, Miró escribió al poeta Tristan Tzara, seguramente huido de Barcelona, donde vivió durante la Guerra Civil española, e instalado en el sur de Francia, para pedirle que tratara de liberar al pintor surrealista español Antonio Rodríguez Luna, que había expuesto en el Pabellón de la República española en la Exposición Internacional de París de 1937 y se hallaba en el campo de concentración de Argelers (Francia). Debido a su precario estado de salud, su vida estaba en peligro: «sa santé est si précaire et de rester là sa vie serait en danger» (si se queda allí su vida corre peligro), escribió Miró, en perfecto francés. Asimismo, Miró preguntó a Tzara si pudiera intervenir para que Joan Prats, amigo y mecenas, fuera también liberado.

 Tristan Tzara: Le surréalisme et l’après-guerre, 1947. Fundació Joan Miró, Barcelona. Depósitot de Successió Miró.

Un mes más tarde, el 21 de marzo de 1939, Miró volvió a escribir a Tzara para agradecerle las gestiones y explicarle que Rodríguez Luna había salido del campo y se hallaba en un piso del señor De Jouvenel (seguramente Renaud de Jouvenel, escritor comunista y miembro de una conocida familia en la política francesa) en París: «c’est pour lui comme un rêve après un cauchemar» (es para él como un sueño tras la pesadilla).

La biografía de Rodríguez Luna recoge la intervención de Miró, pero no la de Tzara. Por otra parte, al parecer, se sabía que Prats había sido hecho prisionero, pero se pensaba que el encarcelamiento había ocurrido en España, no en un campo de concentración francés.

Las cartas siguientes de Miró a Tzara volvieron a tratar temas de técnicas artísticas.

Tristan Tzara: Indicateur des chemins de cœur, 1928. Fundació Joan Miró, Barcelona. Depósito Successió Miró.

Una carta ha corregido la historia, mas este no es su valor. La carta revela el rostro —quizá el verdadero— de un amigo ayudando a unos amigos en unos momentos en que una carta destinada equivocadamente podía acarrear la muerte. Del gesto de Miró hacia Rodríguez Luna y Joan Prats solo queda constancia en su correspondencia epistolar con Tristan Tzara, la cual no revela preocupaciones propias de artistas, como suelen mostrar las cartas de Miró, sino algún aspecto de su personalidad que quizá arroje luz sobre su obra plástica.

 

1  Biblioteca Jacques Doucet, París (signatura bibliográfica: MsMs 43972).

2  Biblioteca Jacques Doucet, París (signatura bibliográfica: MsMs 44005).

lunes, 15 de febrero de 2021

THEODORE USHEV (1968): TOWER BAWHER (2005)


Sobre este cineasta de animación búlgaro, considerado el mejor del mundo, actualmente, véase, por ejemplo, este enlace.