sábado, 13 de marzo de 2021

Trece de marzo

Son las dos y media de la tarde. Las clases de los grupos vespertinos, como cada jueves, están a punto de empezar. Todos los alumnos han llegado; quizá se sientan algo más separados los unos de los otros alrededor de una gran mesa comunitaria en el aula de clases de postgrado.

Desde hace unos días, corren rumores, pronto desmentidos, que las clases podrían suspenderse por unos días, lo que no deja de alegrarnos -unos días de descanso no vienen mal- y de inquietarnos -por si la suspensión se alarga más allá del fin de semana ya próximo. También es cierto que el director del Departamento ha aconsejado a una profesora, recién llagada de un tribunal de oposición en Madrid, que no acuda a clase, por si se hubiera contagiado de la extraña gripe que despunta, pero que no se preocupe pues la sustituirá: la clase no se perderá.

Unas horas antes, a media mañana, tanto el rector de la universidad como el director de la Escuela anunciaron que informarían sobre el calendario de los días venideros y sobre posibles medidas de seguridad.

Cuando el inicio de la clase, el anuncio no se ha publicado. Tres horas más tarde, tras la clase, desarrollada con toda normalidad, se sigue esperando el aviso que podría finalmente no llegar.

Pero, tras consultar por mensajería con el director de la Escuela, que aseguraba que a las siete de la tarde se tendrían noticias, varios profesores, que habíamos concluido las clases y nos disponíamos a partir, decidimos quedarnos en la Universidad a la espera del mensaje institucional. Era aún de día. El tráfico de entrada y salida de la ciudad era tan intenso como el de un lunes. 

El sol se había puesto. La luz, mortecina. Dieron las siete. Ningún aviso saltaba a la vista en las páginas webs de la Escuela y de la Universidad. La situación no debía ser alarmante. Una falsa alarma. 

Fue entonces, pasados unos pocos minutos, cuando sobre la pantalla del móvil, un largo decreto oficial empezaba a discurrir. Las clases se suspendían por unos días, pero la Escuela permanecería abierta, la administración a pleno rendimiento, y los departamentos operativos. Todas las actividades académicas, entregas y exámenes se mantenían. 

Dejamos la Escuela. El autobús llegó puntual.

Al día siguiente, volví a la universidad, desiertas las aulas y el bar, pero activas el resto de las estancias, con todas las luces encendidas, aunque extrañamente silenciosa, para una gestión; el campus y el transporte público parecía de un día de vacaciones. 

Lunes, 17 de marzo; nuevo anuncio. Los edificios universitarios se cierran. Solo con un permiso especial, doblemente firmado, se podrá acceder a las dependencias, despachos inclusive, excepcionalmente y por poco tiempo.

Un profesor se extrañaba, sin parecer darle importancia, de súbitas e inesperadas fiebres a primera y última horas del día.

(...)

Sábado, 13 de marzo de 2021.

Ha pasado un año, exactamente. Ya nada ni nadie sigue igual -o está.

Tampoco se espera anuncio alguno. Salvo esquelas.


A F.A


LÁSZLÓ MOHOLY-NAGY (1895-1946): NUEVA ARQUITECTURA Y EL ZOO DE LONDRES (FRAGMENTOS, 1936)


László Moholy-Nagy, The New Architecture and the London Zoo 1936, 16mm black-and-white film, silent, duration 16 min (excerpt) from The Moholy-Nagy Foundation on Vimeo.


Aunque el título de este documental, que asocia la arquitectura moderna y el admirado zoo de Londres (por el área construida para los pingüinos -la ironía tampoco es de recibo en este caso-) puede parecer sarcástico, y pueda evocar la novela La granja de los animales, de Georges Orwell -escrita en 1945, por lo que la hipotética relación entre el documental y la novela sería en sentido contrario-, se trata de un encargo serio del Zoo de Londres al fotógrafo húngaro Moholy-Nagy sobre las reformas y nuevas instalaciones en dicho equipamiento.

LÁSZLÓ MOHOLY-NAGY (1895-1946): THE ARCHITECTS´CONGRESS (EL CONGRESO DE LOS ARQUITECTOS, 1933)


.... o el congreso se divierte.

Por encargo del teórico de la arquitectura Sigfried Giedion, célebre documental mudo del fotógrafo húngaro Moholy-Nagy, enseñante en la Bauhaus, que había abandonado cinco años antes, sobre el Cuarto Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM) que tuvo lugar en un paquebote, en el verano de 1933, bogando, de Marsella a Atenas -donde tuvieron lugar sesiones de trabajo y una exposición-, y de regreso al puerto francés, en el que se juntaría el gotha de los arquitectos modernos internacionales desde Aalto a Le Corbusier, y admiradores de la tabula rasa y los cubos blancos, como los pintores Ozenfant y Léger. 

viernes, 12 de marzo de 2021

FRANCISCO PETRARCA (1394-1374): A LA POSTERIDAD

 “Me he complacido, entre otros, en el conocimiento del pasado porque mi época siempre me ha desagradado, de modo que si el cariño de los seres queridos no me hubiera llevado por otros derroteros, hubiera deseado haber nacido en otra época, y olvidar ésta, recurriendo a mi imaginación para recorrer otros tiempos.”

(Epístola a la posteridad, 1370)


En voz baja

 Hablar a solas no es siempre un signo de locura. 

En la penumbra, retirado en una esquina, casi ocultado por una cortina oscura, la cabeza gacha, la mirada intensa, musitando en el vacío, serio, el confesante ensimismado abre y cierra la boca. Pegado de lado a un gran mueble antiguo de madera barnizada, se diría que se esconde. No se oyen sus palabras. Quizá tan solo un rumor, como el agua que discurre. Murmura. Parece hablar consigo mismo. Pero no reza.

El confesor está cerca. Ve pero no se le ve -salvo los puntos luminosos de sus ojos; una celosía le cubre el rostro.  El confesante le habla sin mirarlo. De hecho está sentado perpendicularmente al confesionario. 

Quien desconozca el ritual católico puede tener la lógica sensación que el confesante habla sin nadie alrededor, habla por hablar.

La confesión es la admisión de una culpa, incluso inconfesable. Por eso, el reconocimiento tiene lugar en voz baja. Se cuenta lo que nadie sabe ni sospecha; hechos personales, que afectan la vida personal. Se narran lentamente, a medida que se recuerdan, casi como si se revivieran. Cada palabra cuenta. Una palabra enunciada suelta lastre. El confesante se va sacando un peso de encima. Los hechos y los actos que reconoce lo van acercando al confesor a quien nunca verá.

Una clase "virtual" se asemeja a (es o debería ser) una confesión. Y este acercamiento dota de sentido lo que no tiene. Es así que hablar sin ver, hablar sin cesar sin saber a quien se habla, empieza a cobrar sentido. El tono de voz baja -solemos hablar demasiado fuerte ante el micrófono del ordenador-, los gestos, contrariamente a la gesticulación a la que la pantalla invita, se reducen. El profesor puede disminuir su imagen en pantalla hasta que ya no reconozca. 

Y, entonces, la clase, construida o ilustrada  a base de recuerdos y confesiones, de ejemplos personales, levanta el vuelo. Una clase "virtual" debe ser un ejemplo de contención para el que el profesor tenga la sensación que se dirige a cada estudiante del que nada sabe, del que tan siquiera percibe su cara -caras sin cuerpo, en el mejor de los casos, cabezas cortadas-, y cada estudiante pueda, a su vez, tener la impresión que el profesor le habla personalmente, y lo que le cuenta es valioso porque no lo contará más. Que el alumno quiera escuchar y perdonar al profesor, ya es otro tema. Siempre cabe la penitencia.  

jueves, 11 de marzo de 2021

La parte contratante no da abasto....

 Los tribunales de concursos para obtener una plaza de profesor lector o agregado -lo que otorga cierta estabilidad en frente de la inseguridad asociada a la plaza de profesor asociado-, deben contar con 50% de mujeres.

Solo pueden formar parte de tribunales profesoras catedráticas o titulares.: funcionarias.

No existe un número suficiente en la escuela de arquitectura de Barcelona (casi todas las docentes son profesoras asociadas, un problema que también afecta, pero en menor grado, a los docentes). 

El problema se solucionará con nuevos nombramientos.

Pero para eso son necesarios concursos;

que requieren sus correspondientes tribunales, 

con el 50%  de .....

Objeto devocional (o: hablar a las paredes)

 No solo en culturas tradicionales o antiguas, sino también hoy, hablamos a las paredes. Los creyentes depositan sus esperanzas en los profetas, los santos, los sabios, los héroes o las divinidades; los supersticiosos -que posiblemente seamos todos- nos aferramos a imágenes, medallas y a amuletos que además de tenerlas en la mano incluso besamos. Los fieles, mientras imploran o riñen a las estatuas y a las estampas. Les confían sus secretos, les piden su intervención para premiarlos o para castigar a los enemigos. A las estatuas también se las roza, se las toca, se las besa, o se las derriba, se les parte la cara, se les arranca los ojos. Cada día o en determinadas fechas señaladas, hacemos cola para poder ver, tocar y hablar una imagen de culto. Ésta responde a nuestras expectativas o se muestra indiferente y no nos responde, lo que desencadena alegría o furia, la entrega de ofrendas o el repudio violento. Por Pascua, en las procesiones, de noche, el silencio se rompe con un canto o una plegaria dirigida a un paso de Semana Santa, es decir a una madera pintada y revestida de telas: a un objeto, necesariamente inerte.

Los descreídos también se comportan de manera parecida. La invención del teléfono dio lugar a gestos ambiguos: se hablaba al micrófono, acercado a la boca, pero también se hablaba al vacío. Se trataba, sorprendentemente de un diálogo. Esperábamos, y así ocurría, que el objeto nos respondiera, aunque a veces dejaba de hablarnos, desencadenando la desesperación o la rabia, gritos, insultos, el derribo del aparato o ruegos dirigidos a éste. Los teléfonos portátiles han acentuado esta relación entre el sujeto y el objeto, tan íntima que el objeto de nuestros desvelos, en quien confiamos, nos tiene sujetos.

Cada día, actuamos como los locos: hablamos al vacío; pero, en verdad, nos comportamos como crédulos fieles: hablamos ante y a las máquinas. En unas horas, volveré a encender el ordenador, alzaré la tapa que me mostrará una pantalla, activaré un mecanismo y me pondré a hablar, entonando, con tono convencido, destinado a convencer, con gestos que acompañen las palabras, y expresiones que refuercen las sensaciones que me embargan y que sobre todo quiero despertar, me dispondré a hablar a un objeto -esperando que me escuche y me responda. 

La devoción, la relación íntima con los objetos considerados como seres vivos, tenía lugar ocasionalmente en culturas pre-modernas, antiguas o tradicionales. Los seres humanos hablaban entre si, los días de cada día; solo en determinadas fechas, el monólogo se dirigía hacia un objeto -confiando en que la plegaria se convirtiera en un diálogo. Hoy, en culturas profanas o laicas, cuando no esperamos nada, esperamos que los objetos nos colmen. Les tratamos, les cuidamos y les hablamos -dialogamos más a menudo con ellos que con las personas-, depositamos nuestros deseos o nuestras frustraciones en ellos, confiando plenamente en su atenta recepción. Nos dominan y nos dejamos dominar. Esperamos su intervención. Su presencia nos tranquiliza. Seguimos vivos porque existe esta relación de dependencia o de adoración con un objeto: un ordenador, una pantalla, una cámara.  Pero no son propiamente un espejo o un doble. No son como nosotros. Son entes superiores que nos escuchan o no, sin que nada podamos hacer más que implorarlos y cuidarlos. En cualquier momento, misteriosamente, sin que sepamos porqué, qué hemos dicho o hecho que ha producido una súbita e inexplicable, pero terrible, desafección, enmudecen y dejar de atendernos. Es entonces cuando nos derrumbamos o entramos en pánico. Descubrimos que no somos nada o nadie. Aislados, abandonados, sin que nadie nos preste atención. Y la vida deja de tener sentido.  

La era de la fe no fue ayer; es hoy y, si seguimos así, y mañana. El ser humano es quien fabrica objetos, ciertamente; pero es aún más quien vive dependiendo de ellos. No nos cabe otra manera de ser. Creamos porque sabemos que estamos solos, porque nos sentimos solos, confiando en suplir este vacío. Entre la piedra grabada hace decenas de miles de años, y la pantalla en la que escribo, no cabe diferencia alguna. Me aferro a ella para sentirme vivo.