Hoy es miércoles 7 de abril de 2019. Son las ocho y cuarto de la mañana. La clase de estética, para estudiantes de quinto curso de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona -un último rescoldo de las asignaturas de humanidades que hubo un tiempo, años ha, imperaron- se imparte en el aula C-B4, un aula desproporcionada y semi-enterrada, al fondo, a la izquierda del pasillo que bordea, por la izquierda también, el auditorio. La puerta del aula está aún cerrada. Falta todavía un cuarto de horario para el inicio de la clase que, de todos modos, empezará unos cinco o siete minutos más tarde, esperando el lento goteo de estudiantes que van entrando, de uno en uno, y somnolientos. En la pared absurdamente ondulada frente al acceso al aula, un banco corrido de madera. Algún estudiante ha llegado aún más pronto y, sentado, con una mochila a su vera, consulta unas hojas sueltas. Me siento a su lado, a cierta distancia, en silencio, para no molestar. Tengo aún tiempo para repasar la clase, anotada en la agenda, e incluso para hojear el periódico comprado mientras me dirigía, andando, a la Escuela. Llega un segundo estudiante. No se atreve a sentarse pero, de pie, tras un momento en silencio, y no sé si tenso o indiferente, me hace una pregunta sobre algún punto de la clase anterior, o comenta partes del programa. Respondo y me extiendo, intentando ser lo más claro posible, matizando lo que hubiera quedado explicado de manera excesivamente esquemática en unas sesiones anteriores. Llegan un par más de estudiantes. Se juntan al pequeño coro que se está formando -mientras el primer estudiante sigue enfrascado en sus notas. Un alumno, recién llegado, también pregunta. Y la clase hubiera empezado fuera del aula, mientras los estudiantes iban llegando -algunos entraban directamente en el aula, tras abrir la puerta que no estaba cerrada con llave-, si no me hubiera levantado, algo apurado, comentando que era la hora de acceder al aula donde proseguiríamos el debate iniciado. Entro el primero aunque trato de ceder el paso. Dos estudiantes parecen estar hablando de lo que se acaba de comentar.
Dos horas más tarde, apenas concluida la clase, sin tiempo para recoger la agenda, el teléfono móvil que marca la hora y la bolsa y cerrar el ordenador de mesa dispuesto sobre un despacho de fórmica gris, un poco apurado porque el profesor de la siguiente clase ya espera fuera del aula, mientras que algunos estudiantes de su clase ya están entrando, al tiempo que los situados al fondo del aula están saliendo, a veces en tropel, cargando la mochila -y un patinete eléctrico-, hablando más o menos fuerte, tres o cuatro estudiantes acuden a la tarima con dudas o comentarios. Trato de responder, pero el tiempo corre y les pido que salgamos, para proseguir la charla fuera, en el pasillo, subiendo al despacho, o en el bar. Veinte minutos más tarde, la conversación, entre ya un par de estudiantes y yo prosigue aún. Algunas preguntas, que dan lugar a una respuesta que no siempre acierto a hallar al momento, darán pie a la clase siguiente que se desviará del programa. Las preguntas son demasiados importantes y agudas para quedar relegadas a una breve charla tras la clase. Todos merecen conocer estas preguntas.
Una clase no es solo una clase. Son las conversaciones antes y después de la clase; conversaciones entre algunos alumnos y el profesor, así como entre los propios alumnos, alentados por lo que han escuchado, y pensado durante la clase que ha tenido lugar, o una clase anterior. Una clase es el centro de una red de intercambios, de preguntas y respuestas, de diálogos en los que el profesor no siempre tiene ni tiene porque tener la voz cantante.
Pero no estamos en 2019 sino en 2021, a punto de iniciar las clases tras las vacaciones d Semana Santa. Y aquéllas seguirán a través de pantalla, como si de un programa televisivo de teletienda se tratara. Y todo lo que enriquece y da sentido a la clase, todas esas posibilidades de enseñar y aprender, de debatir fuera del aula pero en relación a ésta, seguirá perdido.
Algunos gurús seguirán pronosticando, con vehemencia y alegría, que el futuro ya ha llegado y que esta manera de no-enseñar y aprender ha llegado para quedarse (una expresión favorita). Para siempre. Supongo que nunca fueron estudiantes y no supieron que no se aprende solo durante, sino antes y después de la clase, que la clase irradia y se prolonga fura del aula, que es cuando se juzga y se piensa lo que se acaba de comunicar. Las verdaderas clases se dan en esos tránsitos, esos momentos inesperados cuando todo es posible, y salta la cierta tirantez entre el profesor que no quiere imponerse y el estudiante que se acerca un tiempo, el tiempo de aprender, antes de seguir su vía.