jueves, 3 de junio de 2021

Reflexión ( o el arte de la queja)

No existe texto explicativo o interpretativo, histórico o teórico, sobre un artista o una obra contemporánea -y "contemporánea", es decir, encajada en el canon de ciertos museos, centro y galería de arte contemporáneos, y de ciertos críticos y teóricos- que no afirme que la obra es una reflexión (o que el artista reflexiona siendo la obra el fruto de su reflexión, o su reflexión plasmada) sobre un tema propio del mundo contemporáneo, y una crítica del mismo.

Aunque la palabra crítica significa, en verdad, delimitación, separación, desgaje para una observación atenta que, a través de los sentidos, asociados al intelectos, trate de descubrir, sin alterar o manipular lo que tiene delante (y que contempla, escucha o huele), lo que la forma o apariencia "encierra", vehicula y expone: una idea o, mejor, un concepto: un contenido que se manifiesta a través de una forma sensible, sea una imagen musical, poética o plástica, quieta o en movimiento, lo cierto es que la palabra crítica, en el lenguaje del arte contemporáneo, significa más bien denuncia: la crítica señala, expone (lo que está en consonancia con el significado original de la palabra) y apunta con el dedo, denuncia, sometiendo lo que presenta al oprobio: un procedimiento propio de la justicia eclesiástica y real pre-revolucionaria.

Obviamente, el sentido original de crítica implica tomar las distancias con lo que se estudia, tratando de observarlo desde distintas posiciones, a veces contrapuestas, para tener el mayor número de datos; según el segundo y contemporáneo significado, la crítica conlleva tomar partido, es decir desdeñar lo que no concuerda con una idea fija de antemano, un prejuicio. Ciertos rasgos son destacados en detrimento de otros, silenciados o minusvalorados. El matiz se obvia en favor de postulados o proclamas unívocos.

La "reflexión" a la que da cuerpo una obra -que se expresa mediante la obra, que "es" la obra- es una imagen. Las imágenes son poderosas.. Pueden iluminar, ofrecer una vista inesperada, un fogonazo que cambia la perspectiva, quizá la historia; desde luego, que puede cambiar la percepción o lectura de lo que se estudia -sobre lo que se reflexiona. Después de todo, una reflexión, es una imagen, un reflejo que nos vuelve, que la imagen nos devuelve, para aclararnos o ilustrarnos. Una imagen puede alentar volver sobre las cosas, y abrir perspectivas desconocidas, puntos de observación inéditos o inconcebibles. Pero una imagen puede ser una imagen fija, congelada, que pone fin a un discurrir. Una imagen quiere educar, pero, seguramente, "impresiona"; quiere formar, pero cabe preguntarse por el impacto de la formación. Lorenzo de Médicis quiso educar a su sobrino tarambana, incitándolo a la prudencia y al control de las pasiones. Confió esta tarea a Botticelli quien, aconsejado por el filósofo neoplatónico Ficino, compuso un ciclo de pinturas que mostraban a seres mitológicos educados y maleducados, aductos o entregados a los placeres, para que viera los efectos (nocivos) del abandono. Los cuadros son obras maestras del arte occidental. Mas, cabe preguntarse si Lorenzo obtuvo los efectos deseados. No parece que el destinatario aprendiera la lección que se le comunicaba, y siguió en sus trece, admirativo de la belleza de las obras, al mismo tiempo.

La "reflexión" plástica casi siempre es confusa, o inútil. Como escribía Proust, el arte "con mensaje" es una falta de gusto: es como un regalo en el que se hubiera dejado la etiqueta con el precio: un regalo miserable.

Una parte del arte contemporáneo es un arte bien-pensante, bienintencionado. Busca alentar, denunciar; es un arte de la queja. Nada le satisface. Es un arte que ha dado la espalda a la exaltación de la vida -lo que implica manifestar la complejidad de la misma, sus alegrías y sus miserias, los logros y los golpes bajos; un arte plácido o furibundo, pero vital. Que acepta la belleza y la fealdad, la entrega y la cobardía; un arte que no toma partido; seco, atento, que no busca ningún efecto, ni complacer ni ahuyentar; un arte con una gama casi infinita de grises, que no "reflexiona" sino que deja que sea el espectador, si quiere, el que reflexione, y se pregunta por lo que tiene delante; un arte que desconcierta, precisamente porque es imposible saber qué "piensa" el autor. Quizá sean o hayas sido ciertos cineastas, como Welles, Clément o Rohmer, los artistas modernos o contemporáneos que hayan logrado semejante contención, capaces de "reflejar" una sumida desolación, la aceptación de lo que discurre. 



miércoles, 2 de junio de 2021

Santo Oficio

 “De hecho nosotros con nuestras virtudes modernas somos, sin quererlo, sobremanera cómicos”  (F. Nietzsche)


Tras la aleccionadora, y moralmente elevada, "performance" ayer en un museo de Barcelona, a cargo de un grupo de artistas, para denunciar, ante obras de Picasso,  que no se destaque que Picasso se comportaba violentamente con sus esposas y amantes, o que les impidió ser reconocidas como artistas, reflejando dicha violencia física o mental en sus cuadros de mujeres llorando, como si el maltrato se ejerciera para obtener motivos artísticos, lo que conlleva necesariamente el rechazo de la obra por el juicio negativo que su comportamiento recibiría, aquella "performance" podría continuarse en otros ámbitos.

Así, por ejemplo, como Picasso, al igual que Flaubert, Baudelaire y Bataille, por ejemplo, así como teóricos como Derrida, Barthes y Foucault, fueron influenciados por las obras del marqués de Sade, dada la vida de éste, no solo el Marqués de Sade sino todos los que bebieron de él, como los autores y artistas antes mencionados, deberían ser proscritos y las cualidades de sus obras rechazadas. 

Como sabemos, las novelas de Sade cuentan tales horrores -torturas, mutilaciones y asesinatos- que son casi ilegibles, y estas escenas, aplicando los criterios morales antes mencionados que sostienen que el valor de una obra depende de la talla moral de su autor, sin duda debieron estar causadas por la vida del marqués, célebre por el número de amantes, a veces menores de edad, y el trato degradante o doloroso, inquietante o aterrador que les dada. 

Esta interesante perspectiva debería llevar también a que ensalzáramos, por ejemplo, la obra del pintor Pere Pruna, que posee un centro en Barcelona, pues sin duda, vistas sus obras tras la Guerra Civil, tuvo que ser devoto, lo que nos obliga a admirar sus creaciones.  Las cualidades estéticas de una obra, o el juicio estético que ésta mereciera, debiera estar marcado de muy cerca por el juicio que se tuviera que emitir sobre la vida privada del artista.

Y así volveremos a un arte piadoso, nada molesto, pues solo santos y píos hacen "buen" arte, que pueda contemplarse sin turbación ni avisos sobre el contenido. 

Amén






martes, 1 de junio de 2021

Arquitectura (según Nietzsche)

"El arquitecto no representa ni un estado dionisíaco ni un estado apolíneo: aquí los que demandan arte son el gran acto de voluntad, la voluntad que traslada montañas, la embriaguez de la gran voluntad. Los hombres más poderosos han inspirado siempre a los arquitectos; el arquitecto ha estado en todo momento bajo la sugestión del poder. en la arquitectónica deben adquirir visibilidad el orgullo, la victoria sobre la fuerza de gravedad, la voluntad de poder; la arquitectura es una especie de elocuencia del poder expresada en formas, elocuencia que unas veces persuade e incluso lisonjea y otras veces se limita a dictar órdenes. El más alto sentimiento de poder y de seguridad se expresa en aquello que posee gran estilo. El poder que no tiene ya necesidad de ninguna prueba; que desdeña el agradar; que difícilmente da una respuesta; que no siente testigos a su alrededor; que vive sin tener conciencia de que exista contradicción contra él; que reposa en sí, fatalista, una ley entre leyes: esto habla de sí mismo en la forma del gran estilo."

(F. Nietzsche: "Incursiones de un intempestivo", 11, El crepúsculo de los dioses


Prácticamente la única referencia de Nietzsche a la arquitectura

lunes, 31 de mayo de 2021

Los Beatles y Babilonia (The Beatles & Babylon)

Además de por las referencias bíblicas a Babilonia y algunas capitales neo-asirias como Nínive, antes de las primeras misiones arqueológicas a mitad del siglo XIX, y debido al enfrentamiento con el imperio árabe y, posteriormente, sobre todo con el imperio otomano, que impidió contactos físicos y culturales que no fueran militares, Occidente solo supo del Próximo Oriente antiguo y de ciudades como Babilonia a través de mitos y leyendas referidos por autores principalmente romanos. Así, ya desde la Edad Media, era célebre la historia de la fundadora mítica de Babilonia, la reina Semiramis, presentada como una soberana violenta e implacable, capaz de asesinar a su esposo Nino, emperador asirio, y a cortejar a su hijo, si era necesario para conservar el trono. 

Otra leyenda, ambientada en Babilonia, contada por el poeta romano Ovidio, de los jóvenes Píramo y Tisbe -sobre los que ya hemos escrito en este blog-, era también popular, y fue recreada poética, musical y plásticamente. Así, por ejemplo, un conocido cuadro de Poussin muestra, en la lejanía, a Babilonia representada con edificios romanos bajo un cielo rasgado por una tormenta eléctrica.

Píramo y Tisbe eran dos jóvenes de Babilonia, que vivían en casas contiguas, cuyas respectivas familias se oponían a sus relaciones, que concluyeron trágicamente. 
Que esta historia nos suene no es casual: Shakespeare se basó en aquélla para contar la historia de Romeo y Julieta. Del mismo modo, recreó dicha leyenda en el último acto de la comedia El sueño de una noche de verano.

El hado funesto de Píramo y Tisbe ha llegado hasta el siglo XX.
Una curiosa versión fue interpretada por los Beatles en un programa televisivo norteamericano en 1964. Paul McCartney era Píramo; John Lennon, la virginal Tisbe; y Ringo Starr, el león , el sombrío protagonista del final de la historia.
La sombra de Babilonia es alargada. 

 

domingo, 30 de mayo de 2021

Ovidio y la pintura (Pasiones mitológicas, Museo del Prado, Madrid, 2021)

 








Pasiones mitológicas, una casi inconcebible exposición en el Museo del Prado de Madrid, actualmente, que ha logrado reunir, en tiempos de pandemia, las mejores pinturas mitológicas clásicas, dispersas en museo europeos y, en concreto la serie de cuadros mitológicos, llamados Poesías, que Tiziano realizara para el rey Felipe II, en la segundad mitad del siglo XVI,  es una brillante muestra de la importancia de las Metamorfosis de Ovidio en las artes plásticas.

Los artistas renacentistas, manieristas y barrocos, no podían trabajar libremente, sino que debían hacerlo dentro de talleres. Éstos, autorizados por el gremio correspondiente (llamado Guilda o Compañía de San Lucas, evocando la leyenda del evangelista Lucas que habría realizado un retrato de la Virgen María), estaban dirigidos por un maestro de taller, que ideaban, proyectaban, abocetaban o pintaban, parcial o totalmente los cuadros, con la mayor o menor participación de ayudantes de taller, que, en ocasiones, realizaban enteramente la obra (firmada, finalmente, por el maestro). Especialistas en la pintura del paisaje, en bodegones, en figuras, etc. daban forma a las ideas del maestro y se encargaban de ciertas partes del cuadro. El control de los gremios empezó a quebrarse en el siglo XVII con la instauración de las Academias -reunión de artistas que discutían sobre temas de historia del arte-: en éstas no se pintaba, sin embargo, no se trabajaba manualmente, sino que se discutía, se reflexionaba (buscando equiparar las artes mecánicas, como la pintura, con las liberales como la teoría o la teología), pero ser un académico facilitaba los encargos que recibían los maestros de taller académicos. La Revolución Francesa dio una estocada mortal no solo a los talleres sino, en parte, a las Academias.

Todos los talleres poseían unos pocos libros de referencias para la descripción y la justificación de los motivos pictóricos. La Leyenda dorada, un texto del siglo XIII que recopilaba toda clase de historias y leyendas acerca de figuras existentes o imaginarias del cristianismo, era la base literaria a partir de la cual se componían las escenas plásticas y esculpidas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Las Metamorfosis del poeta latino Ovidio, a su vez, era la fuente de inspiración básica de los maestros de taller a la hora de abordar escenas mitológicas paganas. Las Imágenes, del autor tardío romano, que escribía en griego, Filostrato el Viejo (s. III dC), que describía una galería de pintura de un patricio romano en Nápoles, completaban las enseñanzas del poema de Ovidio.

Ambos autores latinos, Ovidio y Filostrato, son la base literaria de las pinturas de Tiziano -y de pintores clásicos como Ribera, Velázquez y van Dyck- que Pasiones Mitológicas expone. Figuras míticas, héroes y heroínas como Perseo, Dánae, Europa o Andrómeda, y dioses como Venus, Diana y Dionisos, desfilan en estas escenas. La mayoría de las figuras, sobre todo femeninas, están desnudas: la desnudez heroica, naturalísticamente representada, encarnada en cuerpos idealizados, que caracteriza la estatuaria clásica (romana) que en el siglo XVI se iba desenterrando en Italia, sobre todo. 

Pero la desnudez de las diosas estaba proscrita de la vista de los mortales. La desnudez era un símbolo de perfección. No existían imperfecciones físicas o morales que se tuvieran que cubrir y esconder. Un cuerpo desnudo manifestaba la pureza de las formas y las intenciones. Mas, ésta, luminosa -no poseía mácula alguna que la enturbiara, zonas en sombras, signo de la falta de claridad de formas y acciones-, irradiaba de tal forma, que no podía ser contemplada por los ojos humanos. Se debía velar parcialmente, asumiendo las limitaciones, el oscurecimiento que aportaba la materialidad de una tela, o se debía exponer de tal modo que pareciera inalcanzable, una visión deslumbrante e intocable de una figura sin parangón con el mundo humano, cuya contemplación era casi dolorosa pues manifestaba todo lo que nos separa del mundo de los dioses. La imagen, lejos de acercarnos a éstos, ahondaba en el abismo entre mortales e inmortales. Éstos se mostraban para hacernos ver todo lo que nos falta, para que fuéramos conscientes de nuestras limitaciones. En cuanto los primeros humanos cometieron la primera falta que ensuciaba su cuerpo y su espíritu escondieron su desnudez.

Las Poesías -las pinturas mitológicas- son una creación paradójica. Exponen lo que no se puede ver: el cuerpo desnudo de las diosas, y manifiesta lo que se tiene que pagar por semejante visión. El mito de Acteón, en este sentido, es ilustrativo: Acteón que, por inadvertencia contempló el cuerpo desnudo de la diosa Diana -Diana la cazadora- fue, de inmediato, convertido en un ciervo y devorado por sus perros de caza. Dánae fue una heroína enclaustrada de por vida, pues se temía que  pudiera seducir a Zeus acarreando un daño irreparable a su familia: una humana no podía tener contacto alguno con un inmortal. Era una falta irreparable. Su fugaz contemplación acarrearía su pérdida y la de su linaje.

La pintura muestra, en estos casos -quizá en todos los casos-, lo que no se puede ver, y que sólo puede alcanzarse a través de la pintura. Ésta ofrece imágenes de lo invisible: de cuerpos y escenas cuya contemplación lleva consigo un castigo mortal; imágenes de lo que se querría ver, sin embargo, pero que queda fuera del alcance de la vista humana.

Las Poesías, por tanto, manifiestan el poder de la pintura. Son un medio seguro para asomarse a lo insondable. La pintura ofrece un medio seguro para tener una visión proscrita. Brinda también una lección moral. Pues permite que el espectador sea consciente de sus limitaciones. Su cuerpo, su vida, sus expectativas empalidecen ante la presencia y las aventuras (y desventuras) de dioses y héroes, figuras de otro mundo. La pintura, empero, permite hacerse ilusiones. Gracias a ésta, por un momento, los dioses parecen estar al alcance de la mano, y se puede tener la impresión que se está en su compañía. 

Mas, la indiferencia con la que se exhiben, sin solicitar la complicidad, la comprensión o la compasión de los humanos, y la dura constatación que la pintura revela, una barrera infranqueable, un muro liso y frío, entre el mundo real y el soñado, revelan, sin embargo, que si los dioses se muestran, no son verdaderamente lo que se ve. Siguen siendo intocables. Su cercanía es solo aparente. Es solo una imagen. Son de -y están en- otro mundo. La pintura es una ventana que permite otear en aquél, y permitirnos descubrir todo lo que nos falta, pero es una ventana cerrada, que no se reblandece como el espejo que Alicia cruzó en Tras el espejo

Con sus Poesías visuales, mucho antes que los poetas pintores del siglo XX, Tiziano exploró el poder y las limitaciones de la pintura -que quería alcanzar el carácter visionario de la poesía: su capacidad por causar ilusiones, duraderas y deslumbrantes, incluso, sabiendo que solo eran ilusiones, recreaciones de lo que siempre será un misterio.    

viernes, 28 de mayo de 2021

El abate y el arquitecto: fines y medios de la arquitectura (la Maison des Jours Meilleurs -la Casa de los días Mejores-, de Jean Prouvé, 1956 )














 El ingeniero -no obtuvo el título de arquitecto- Jean Prouvé (1901-1984), proyectista y constructor de pequeñas y económicas casas prefabricadas de aluminio, exquisitas en sus detalles y en soluciones constructivas, que se montaban, sin necesidad de conocimientos especiales, en pocos días, y que respondían a las necesidades de vivienda de la postguerra francesa: ¿qué mejor protagonista para una exposición de arquitectura -como la que presenta estos días Caixaforum? 

La muestra destaca la faceta de artesano de Prouvé: un herrero, que trabajaba para arquitectos y decoradores, fabricando hermosas rejas y barandillas, antes de la Segunda Guerra Mundial, y que se dedicó a partir de entonces a tratar de solucionar el problema de la falta de vivienda económica en la devastada Francia tras la Guerra, diseñando y produciendo, con escaso éxito -pocas obras pasaron de la fase de prototipo-, piezas modulables fabricadas industrialmente  que permitían o hubieran debido permitir levantar techos protectores y abrigos en pocos días, montables y desmontables.

¿A qué respondía este interés?

A esta pregunta no responde, sorprendentemente, la exposición (muy bien presentada, aunque difícil de seguir), pese a que se intuye la respuesta en una filmación de época incluida en la muestra.

El célebre (en Francia) Henri Grouès (1926-2007), un dominico conocido por el apodo del Abate Pierre (l’abbé Pierre), dedicado a la política y fundador de la asociación benévola, aún activa en numerosos países, llamada Los traperos de Emaús, durante el más crudo invierno que se ha conocido en París, que aconteció en 1954, y ante el creciente número de sin-hogar en las desoladas ciudades francesas de la postguerra, tras una inesperada llamada de socorro radiofónica, pidiendo donaciones, se puso en contacto con Jean Prouvé para encargarle lo que se conoce como la casa del Abade Pierre, pero que se nombró como la Casa de los Días Mejores (un nombre de evocación cristiana): un hogar para los que dormían en la calle. Dos semanas más tarde, Jean Prouvé levantaba un prototipo en un muelle cabe el Sena en Paris, una casa desmontable que el arquitecto Le Corbusier, que destacó el encargo del Abate Pierre, admiró. Este casa, que hubiera producido la marca de detergentes Persil, y que contaba con los fondos aportados benévolamente por numerosos privados (y empresas), sin embargo, nunca se produjo masivamente ya que, debido a que los sanitarios no ventilaban a través de la fachada, siguiendo la normativa legal de por el aquel entonces, no obtuvo los permisos necesarios. 

La elección de Jean Prouvé, que realizó el Abate Pierre, era lógica. No solo compartían un mismo ideario político y social, sino que estas viviendas de fortuna para desfavorecidos, que tenían a responder rápida y económicamente a las urgencias del momento, sólo podían proyectarse y construirse por un artesano, conocedor del mundo industrial, como era Prouvé.

La relación entre el Abate Pierre y Jean Prouvé ilumina la obra y los fines de éste, un tema que la exposición no aborda en favor del estudio de los medios (técnicos conocidos y utilizados por Prouvé) en vez de los fines. De este modo, se desdibujan las razones que dan sentido a la obra de este brillante proyectista, admirado hoy. 




jueves, 27 de mayo de 2021

El banco y el balcón (Antonio Gaudí -1852-1926 -, El Capricho, Comillas, 1883)









 Fotos: Tocho, Mayo de 2021


Un balcón es una salida segura. Los balcones no existen en planta baja. Necesariamente cuelgan de, por lo menos, la planta primera. Cuelgan del vacío, y dominan el escenario que se extiende a sus pies. El balcón invita a asomarse. Es un lugar privilegiado para contemplar -a menudo sin ser visto o advertido debido a la altura- la ciudad, a veces hasta muy lejos, si las construcciones son bajas o las calles que se abren enfrente del balcón son rectas. La ciudad observada desde lo alto se percibe como un espectáculo. El balcón permite mantener las distancias y ofrece la ciudad a los sentidos -de la vista, el oído y a veces el olfato. El tacto, por el contrario, queda desactivado. La ciudad se vuelve un teatro. En los teatros clásicos existen, precisamente, balcones: permiten tener las mejores vistas, y ver sin ser descubierto.
 Cuando uno se instala en un balcón, casi siempre de pie, da la espalda al espacio interior. El balcón conjuga la apertura que brinda la ventana con la efectiva presencia en el exterior,  del que se puede regresar al momento. Un puesto de observación seguro. Una invitación a salir sin comprometerse con el exterior. Un útil que convierte la realidad en imagen o apariencia, que acerca y aleja al mismo tiempo la ciudad, librándonos del contacto físico. Desde el balcón sobre volamos la realidad.
El balcón de la casa El Capricho, semejante al de la casa Vicenç en Barcelona, del mismo arquitecto, opera de modo inverso. La barandilla -que protege pero permite asomarse: un verbo que mide la prudencia con la que actuamos en un balcón, casi como si tuviéramos la mitad del cuerpo a buen recaudo, protegido por el interior, cubiertas las espaldas- se convierte en un banco. Desde éste, se da la espalda a la ciudad. Permite contemplar el interior que se descubre desde la puerta (estrecha, casi un tajo), una visión parcial, limitada, que recuerda de dónde venimos. El balcón nos libera del interior; facilita tomar las distancias con éste. En verdad, el banco no es un punto de observación del mundo exterior sino interior. Invita a recogerse, libre de las ataduras de los espacios interior y exterior. Se trata de un espacio de meditación, un lugar donde asentarse para sentirse libre, porque no se está en ningún sitio sino tan solo con nosotros mismos; un lugar paradójico, pues los espacios de recogimiento suelen ser interiores. Pero el interior puede ser agobiante, intimidante, lo que impide la sensación de intimidad, que necesariamente debe ser libre, libre de hallarse por unos momentos consigo mismo. El banco hace soportable el espacio interior. Un banco que solo cobra sentido cuando uno se recoge en éste, y se siente protegido de los fantasmas y los temores que el espacio doméstico puede causar o albergar, pero sin el desamparo que el espacio exterior provoca.