No solo los Padres de la Iglesia, sino también algunos autores paganos griegos se burlaron de -o incluso denunciaron a- los artesanos que fabricaban estatuas de culto -que debían ser adoradas como las propias divinidades. No solo destacaban irónicamente la vaciedad y mudez de las estatuas -las cuáles, en efecto, estaban huecas porque estaban fabricadas con una armadura de madera recubierta de placas de metal precioso o marfil, con incrustaciones de piedras preciosas o semi-preciosas, teniendo solo manos y rostro moldeados, como también hoy se construyen las imágenes de los pasos de Semana Santa: su cuerpo, literalmente, es un amasijo de vigas o tablas de madera, recubiertas con telas que simulan un cuerpo vestido-, sino que además insistían en la imposibilidad que una mano humana pudiera alumbrar a una efigie divina, a una divinidad incluso.
Del mismo modo que hoy, en el catolicismo, las estatuas a las que se rinden culto, son figuras huecas, que mágicamente parecen vivas, mientras que las figuras devocionales suelen ser masivas -talladas en madera o moldeadas en terracota o fundidas, a veces, en metal-, las estatuas de culto en la antigüedad pagana estaban tan solo recubiertas con láminas moldeadas, mientras que las figuras votivas, que no eran dioses pero que se ofrendaban a éstos, eran objetos masivos, fácilmente transportables.
Este "problema" fue resuelto en el Cristianismo gracias a la consideración de las imágenes como mediadoras entre el hombre y la divinidad, siendo las imágenes entidades materiales que servían de acicate o de recordatorio pata invitar al fiel a recogerse y entablar una relación íntima, interior con la divinidad invisible.
Mas, en la antigüedad pagana, la incapacidad "ontológica" o esencial de un mortal (un hacedor) de alumbrar a un inmortal se resolvió de manera muy distinta -un modo que también ronda las imágenes cristianas: dicha incapacidad no era tal, porque el escultor no pretendía transfigurar una estatua divina en una divinidad, como por arte de magia, sino que la estatua era divina de por sí, antes de cualquier acción humana.
¿Cómo era posible?
Los escultores o tallistas trabajaban solo con determinadas maderas. No todas eran válidas. Y no lo eran porque eran los dioses los que convertían a ciertas maderas en sustancias divinas. En efecto, ciertos árboles, llamados árboles cósmicos, que, imaginariamente al menos, destacaban por su frondosidad y su altura que era tal que el árbol parecía tener raíces tan extensas y profundas que se adentraban, se diría, hasta el inframundo, y tocar el cielo, por encima de las nubes, con la copa, estando así, a la vez, en el mundo de los muertos, los mortales y los inmortales-, ciertos árboles, decíamos, eran seres divinos; eran incluso dioses.
Su "carne", por tanto, se trasfería a la estatua. Ésta era "sustancialmente" divina. Lo único que hacía el tallista era acotar la divinidad de la materia a una forma dada, sin que ninguna operación mágica transmutara la madera en carne divina y la estatua en una divinidad. Ya de antemano, el árbol era una divinidad que tan solo cambiaba de forma o de aspecto, como si se revistiera con otro ropaje, gracias al trabajo del tallista.
Las estatuas de culto moldeadas en terracota no gozaban de un material divino en origen. Esto no es óbice para que la materia -el barro- no pudiera transubstanciarse, esto es, cambiar de naturaleza sin modificar su apariencia, siendo un ente distinto sin que esta diferencia sustancial sea perceptible. En efecto, el ceramista llevaba a cabo un ritual, una "bendición" con las motas de barro que iba a utilizar. Gracias a los gestos y las palabras aceptadas por las divinidades, el barro se convertía en carne divina, que podía entonces ser moldeada, sin que la forma adoptada o inscrita afectara "sustancialmente" a la materia, al barro. La forma o apariencia era mudable, la materia era perdurable. La figura de terracota resultante, al igual que una estatua de culto hecha de madera y metales, ya era una divinidad, o parte de una divinidad, desde el origen mismo de la acción "artística". El barro utilizado ya no era barro, aunque lo parecía: era una sustancia, viva, inmortal, a partir de la cual se podía convertir en una divinidad o, mejor dicho, la divinidad del barro, sus propiedades divinas -que se manifestaban a través del brillo del barro húmedo, así de su lisura-, no quedaba afectada por -sino que aceptaba- cambiar de forma para mostrarse ante quienes, muy pocos, estaban autorizados a contemplar la estatua, es decir, la propia divinidad, sin quedar cegados por su magnificencia.