Fotos: Tocho, Plano (Il.), noviembre de 2021
El largo y lento tren, tirado por una máquina de fuel, y compuesto por vagones de aluminio corrugado de dos pisos, se detiene ante un apeadero, tan solo señalado por un porche alargado que protege del viento helado que barre, con menos cinco grados, la tierra de nadie que compone el centro de la pequeña ciudad de Aurora, caracterizado por un desmesurado aparcamiento a la intemperie, enteramente ocupado. Nadie desciende, ni nadie espera o llega a la estación.
De ahí, un coche de alquiler, a través de carreteras cada vez más angostas, de autopistas a caminos vecinales, conduce entre campos labrados, casas de madera y pronunciado tejado a dos aguas aisladas, y depósitos de agua, por los alrededores -o quizá el centro one contra le de Plano, otra pequeña ciudad en la planicie del estado de Illinois, hasta un camino que desciende hacia un poderoso rio de aguas caudalosas, seguido por una senda embarrada -negra, espesa y helada-, entre un denso bosque, en una de cuyas orillas, apenas separadas de las aguas, se yergue, como sobre zancos, o muletas, la inmaculada caja de vidrio y de metal de la casa Farnsworth proyectada por el arquitecto Mies van ser Rohe, y soportada, hasta el desánimo, por quien encargó un retiro en el bosque, la música, poetisa y médica Edith Farnsworth, siempre que las aguas no la recubran ya que la casa fue edificada en un terreno inundable. Y el río es inmisericorde.
Un hermoso joyero, una delicada escultura que parece levitar, una caja mágica, perfectamente proporcionada, una insólita aparición blanca precedida por una bandeja de travertino, una lámpara japonesa que se confunde con el paisaje circundante que se descubre a través de los cerramientos de vidrio.
Pero no es una casa. Esa era, al menos, ls (sin duda sensata o sentida, triste y protestada) reflexión de Edith Farnsworth tras haber tratado de vivir años en ella, antes de venderla.
Cambió los incómodos, hieráticos y bellos muebles del arquitecto por muebles más cálidos y menos distantes de otros arquitectos y diseñadores, como Gio Ponti, en contra del criterio del proyectista. Dispuso alfombras marroquíes y obras arqueológicas chinas, y “estores”, en un intento de convertir la casa de vidrio en un hogar. No lo consiguió. La casa siguió siendo un amplio circuito alrededor de un núcleo compuesto por una sala de máquina, dos baños y una cocina abierta, y no logró encontrar un lugar donde recogerse; quizá tan solo en la terraza cubierta, en verano. Dejó que las hierbas crecieran alrededor de la casa, como si fueren a constituir una frágil defensa, y acabó denunciando al arquitecto.
Un lord inglés millonario acabó comprando la casa a finales de los años sesenta, dispuso los muebles que el arquitecto había previsto e impuesto, pero la crecida de las aguas lo arruinó.
Hoy, la casa pertenece a una fundación. Ayer se inauguró el cambio del suelo de costoso travertino malparado por la humedad, y los operarios aún discutían esta mañana cómo reparar goteras y los paneles de vidrio fragilizados por la herrumbre de los montantes metálicos.
Hoy, la casa Farnsworth puede cumplir la función para la que fue proyectada: un enigmático paralelepípedo de cristal en medio del bosque, una réplica vitrificada a las aguas del río que se hielan, un perfecto y gélido bloque cristalino, o de hielo, fascinante, que atrae y rechaza, que convierte al usuario en un visitante de paso -y que logra poner de manifiesto la fragilidad de la vida superada por la inmutable dureza y distancia De la Villa-, un enigmático objeto, admirable desde fuera y temible desde dentro, la maravillosa cristalización de una pesadilla, digna de verse, antes de huir, sin haberla entendido.