A diferencia de los dioses páganos que se disfrazaban de seres terrenales, humanos o animales, pero que no lo eran -eran seres invisibles sin forma (conocida), puro éter- el dios cristiano sí poseyó una forma humana propia -que llevó consigo cuando ascendió a los cielos. En tanto que humano podía ser retratado, y los retratos daban cuenta de quién era. Por el contrario, los dioses páganos solo podían ser simbolizados a través de seres que poco tenían que ver con su naturaleza divina. En sí, los dioses páganos eran invisibles y, por tanto, irrepresentables sin un disfraz que los visualizara, un disfraz que no los escondía sino que los exponía, sin que su rostro propio -si es que tenían un rostro- se descubriera tras la máscara adoptada.
Mas, para que el retrato del dios cristiano fuera un verdadero retrato que diera cuenta del rostro divino -o, mejor dicho, de su persona o personalidad humana-, era necesario que el dios cristiano hubiera posado ante un pintor o se hubiera autorretratado. Ambos retratos modélicos acontecieron. Jesús produjo mágicamente varios autorretratos, imprimiendo su rostro directamente sobre una tela, y posó, recién nacido, con su madre, un veinticinco o un veintiséis de diciembre, ante el evangelista Lucas (nombre que significa Luz). Lucas, experimentado pintor -es el patrón de los pintores- realizó un retrato convincente de María y Jesús aún en pañales.
Ambos tipos de imágenes, retrato por Lucas y autorretrato (el velo de la Verónica), se convirtieron en retratos modélicos, paradigmáticos, que todos los pintores tuvieron que copiar cuando tuvieron que realizar imágenes religiosas que mostraran el verdejo rostro de la divinidad.
Fue en Bizancio, a partir del siglo VIII, cuando se difundió la copia de los retratos realizados en vida de la divinidad cristiana. Ésta ya no estaba presente en la tierra. Cabía dudar de su existencia, si no fuera por las huellas impresas y pintadas que quedaban de su vida terrenal.
Pero, dichas imágenes mostraban a un ser humano: ¿daban realmente cuenta de una divinidad? La lucha entre defensores y opositores acerca de la capacidad de la pintura de ser un testimonio veraz de la existencia de una divinidad entre los hombres, que se desató en Bizancio, alcanzó niveles de crueldad, pero también de finura teológica, difícilmente concebibles. Por un lado, se destruían imágenes (iconos, frescos, estatuas, mosaicos) y se asesinaban a pintores, y por otro se debatía con hondura acerca de la incomprensible doble naturaleza, humana y divina, encapsulada en un cuerpo humano, del dios cristiano, y de la capacidad de las imágenes de reproducir un rostro humano que no dejara de lado la naturaleza divina del retratado. El hecho que la divinidad cristiano hubiera asumido una forma humana y todas las limitaciones y condiciones de un ser humano, desde el nacimiento hasta la muerte, impedía creer que la divinidad hubiera tenido una doble vida, humana y divina, y que las penalidades que sufrió como humano hubieran sido simuladas y no le hubieran afectado, que la agonía en la cruz hubiera sido una larga representación teatral. Por tanto, si la naturaleza o condición divina estaba íntimamente asociada a la humana, la imagen de ésta debía remitir o aludir a la divina, por lo cual un retrato no hubiera reflejado solo la personalidad humana del dios cristiano, sino que también hubiera evocado su condición sobrenatural.
Pero quienes destruían las imágenes, sostenían, por el contrario, que una imagen solo reproduce lo visible y, que, por tanto, ofrece una imagen distorsionada, escindida y, en fin, falsa, de la doble naturaleza del dios cristino, dando a entender, y haciendo creer que el dios cristiano era un falso dios, que solo había sido un ser humano.
Fue la existencia de testimonios pintados o producidos en vida de la divinidad, cuidadosamente reproducidos desde entonces, la que permitió salvar la pintura como un medio para llegar hasta la divinidad. Si ésta había aceptado posar y dejar huellas impresas en la tierra, era porque aceptaba a la pintura como un testimonio válido de su vida terrenal.
El cuestionamiento de los retratos no concluyó en Bizancio. El protestantismo, en el siglo XVI, asustado por el renacido poder de las imágenes, les declaró la guerra. Otras culturas, hasta hoy en día, han seguido con la guerra contra la supuesta capacidad del retrato de reflejar la apariencia y la esencia de las cosas y los seres.
Pero si en Bizancio, en el siglo VIII, no se hubiera forjado o divulgado las leyendas del velo de la Verónica y del primer retrato pintado de la Virgen y El Niño, por el imaginado evangelista Lucas, el retrato hubiera desaparecido y la pintura hubiera quedado relegada a una función secundaria decorativa.
La supervivencia del arte bien valía la invención de un par de hermosas y misteriosas leyendas.