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Falta Chucky
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“ El sentido común es la cosa mejor repartida del mundo: porque cada uno piensa que está bien provisto de esto mismo, e incluso los que son más difíciles de satisfacer en cualquier otra cosa no tienen costumbre de desear más del que tienen. En cuanto a esto, no es creíble que todos se equivoquen: pero más bien eso muestra que el poder de juzgar bien y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que nombra el sentido común o la razón, es naturalmente igual en todos los hombres, y así la diversidad de nuestras opiniones no vendría de ser unas más razonables que las otras, sino solamente de que conducimos nuestros pensamientos por diversas vías, y no consideramos las mismas cosas.”
(René Descartes: El discurso del método, primera parte, 1637)
Buenos o malos, amables o duros, deseados o temidos, placenteros, horrísonos o tan solo indiferentes, los hechos del pasado, sin que sepamos porqué, no habiendo buscado evocarlos, olvidados desde hacía tiempo, pueden ser recordados con nitidez, revividos de algún modo.
Pero también es cierto que buscamos recordar los hechos memorables, sea cual sea su importancia, mientras que tratamos de acallar la reminiscencia de lo que no hubiéramos querido vivir y que no queremos volver a encontrarnos, devolviéndolos al hondo pozo negro del que no hubieran tenido que sacar la cabeza.
Las casas y los lugares del pasado también son recordados. Si el recuerdo el placentero y deseado, si se persigue -aunque los recuerdos son elusivos y no responden a nuestros deseos-, la casa recordada es arquitectura, mientras que la casa en la que habitamos aquí y ahora es una construcción. La arquitectura es una construcción soñada con placer.
Mis padres alquilaban un modesto piso en una ciudad costera: unas pocas estancias que daban a un patio de luces, o a la calle. Apenas los padres nos habían puesto en la cama -teníamos cuatro o cinco años-, hacia las ocho de la noche, un zumbido continuo mecánico se activaba: el ruido del motor de la máquina que traía el agua hacia los pisos. Curiosamente, esta monótona melopea, de corta duración -no hubiera podido dormir sin escucharla por lo que debía estar en casa cuando aún era de día- que lentamente se desvanecía nos adormecía. Tengo la impresión que aún la escucho. Uno de los recuerdos más placenteros que abría la puerta a los sueños, a los que accedían confiados porque el sonido velaba sobre nosotros. Los padres y sus amigos podían entonces descansar.
Este piso pequeño y no muy luminoso, no debía tener nada de especial. No sé si aguantó la embestida del turismo masivo. El pueblo, entonces, apenas se estaba abriendo a los foráneos, y conservaba aún las barcas que, de noche, salían a la mar con un canal encendido, para atraer a las sardinas a la superficie y apresarlas en las redes. Se trataba sin duda de una construcción insignificante. Pero es (es ahora) arquitectura porque qué no daría para volver a pasar las noches de estío cobijado, protegido en su interior. La construcción, en efecto, es prosaica. El recuerdo anhelado la transfigura en un palacio deslumbrante -porque inexistente.
"Entonces llegué a la conclusión de que rara vez la verdad alumbra; o, en otras palabras, que de semejarse a algo es a las tinieblas que se cierran tras el relámpago del error"
Así cuenta el ingeniero y novelista Juan Benet (1927-1993) en el prólogo (censurado en la primera edición) a Volverás a Región (1967), una de las mejores novelas españolas del siglo XX, con El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, Nada, de Carmen Laforet, Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, La tila Tula, de Miguel de Unamuno, y Vida privada, de Josep María de Segarra, que se despliega inquietantemente en un territorio de una era geológica, y a la vez cercana, demasiado cercana.
6 de enero: el día de la Epifanía o Adoración de los Reyes Magos ante el niño Jesús expuesto en Belén.
La leyenda o el mito es conocida; mas ¿qué evoca la Epifanía?
La palabra griega significa literalmente “exhibición sobre”.
Dicha palabra no se forjó para describir la presentación del hijo de dios, sino que se solía utilizar en la Grecia clásica para referirse a la aparición de los dioses. Los Epifanei eran los dioses olímpicos cuando se descubrían o se materializaban ante los humanos. El recurso a este término propio del vocabulario religioso griego para designar la llegada del Mesías parece acertada, pero deja entrever una concepción de aquél que no casa con el dogma. Es significativo que en el cristianismo ortodoxo la palabra que se ha impuesto es Teofanía: aparición de un dios.
Si la partícula adverbial epi designa el lugar donde se produce la aparición, no en la tierra, sino sobre ésta, florando en el aire, el verbo griego phaino significa brillar , deslumbrar. Se refiere a la súbita aparición en el cielo de una luz potentísima que ciega; un fenómeno -una palabra derivaba de phaino- inesperado y fulgurante que hace ver - o impide ver bien, dado el hiriente resplandor- que lo que aparece es un ente o un ser sobrenatural.
Un fenómeno no es de este mundo.
Sin embargo, el dogma cuenta que Jesús es un ser humano a parte entera, que nace, crece, y muere. En ningún caso es un dios. Éste es Cristo. Ocurre que Jesucristo posee dos naturalezas, humana y divina, y una sola persona o forma, exclusivamente humana, terrenal. Por eso, tras la resurrección, Cristo -y solo Cristo, aunque el cuerpo de Jesús haya sido rescatado- aparece y desaparece, se muestra y se esfuma, y en general es irreconocible, porque ya carece de un vehículo corporal humano. Es ahora enteramente una divinidad, libre del envoltorio humano.
Ante quien los Reyes Magos se inclinan y a quien ofrecen presentes es un niño, un humano. Pero el término con el que se designa este encuentro tiende a sugerir que el niño no es un niño verdadero, sino una divinidad en forma de niño, un niño-dios, una figura ya conocida en religiones politeístas antiguas: por ejemplo, Heracles o Dionisios. Por eso, los ortodoxos que nunca han aceptado la doble naturaleza de Jesucristo sino que siempre han defendido que éste es un dios y no (tanto) un hombre, recurren a la palabra Teofanía.
Mas, el uso de esta palabra, o de Epifanía, contradice al dogma. Se refieren solo a la deslumbrante aparición fulgurante de un dios hecho luz, no de un niño, envoltorio de una doble naturaleza humana y divina. El niño, atendiendo a lo que evoca la palabra Epifanía, no es de éste mundo. Su reino no es de éste mundo. Esta consideración sin duda da cuenta de la divinidad del niño, pero diluye la singularidad de la naturaleza, humana y divina, del dios cristiano, un dios que rescata a los mortales de la muerte, de su mortal condición, porque vive o revive en carne propia el destino humano, anulándolo. Los humanos ya no morirán porque el efecto de la muerte ha quedado neutralizado por el dios cristiano que ha mostrado que la muerte no es el fin, desarticulándola. Esta compleja, enigmática doble naturaleza del dios cristiano queda diluida en y por la Epifanía, en cierto modo una herejía.