viernes, 18 de marzo de 2022
jueves, 17 de marzo de 2022
La Ciudad Esmeralda
La redacción de un libro de encargo sobre el trato y el maltrato de la ciudad, hoy, que quizá se publique en el mes de julio -se edite o no, estaré en deuda con Gregorio Luri por esta magnífica ocasión de explorar las imágenes que nos hemos fraguado de la ciudad-, ha llevado a leer sobre la Ciudad Esmeralda en la Tierra de Oz.
He aquí un fragmento que describe esta ciudad y cuenta porque se hallaba tan lejos, y porqué el acceso a ella era tan incierto, pero también se trataba de una ciudad, inalcanzable, pero -o puesto que- tan deseable, ya que poseía lo que la ciudad desacralizada ha perdido -o no ha tenido nunca salvo en el mundo de los sueños y de la ensoñación, que es el mundo al que se accede cuando se cierran los ojos y uno se olvida -o se evade- de la ciudad prosaica y real:
“Creo que en los países civilizados ya no quedan brujas ni
brujos, magos o hechiceras. Pero el caso es que el País de Oz nunca fue
civilizado, pues estamos apartados de todo el resto del mundo. Por eso es que
todavía tenemos brujas y magos. —¿Quiénes son los magos? —El mismo Oz es el
Gran Mago —manifestó la Bruja en voz mucho más baja—. Es más poderoso que todos
los demás juntos, y vive en la Ciudad Esmeralda (…)
—¿Dónde está esa ciudad? —En el centro exacto del país, y la
gobierna Oz, el Gran Mago de quien te hablé. —¿Es un buen hombre? — —Es un buen
Mago. En cuanto a si es un hombre o no, no podría decirlo, pues jamás lo he
visto. —¿Y cómo llegaré hasta allí? —Tendrás que caminar. Es un viaje largo,
por una región que tiene sus cosas agradables y sus cosas terribles (…)
—El camino que va a la Ciudad Esmeralda está pavimentado con
ladrillos amarillos —expresó la Bruja—, de modo que no podrás perderte. Cuando
veas a Oz, no le tengas miedo; cuéntale lo que te ha pasado y pídele que te
ayude. Adiós, querida mía (…)
La mañana siguiente, no bien hubo salido el sol, reanudaron
su viaje y poco después observaron en el cielo un agradable resplandor verdoso.
—Debe ser la Ciudad Esmeralda —. A medida que avanzaban, el resplandor verdoso
se fue tornando cada vez más brillante, lo cual les indicó que estaban llegando
al fin de su viaje. Sin embargo, llegó la tarde antes de que llegaran frente a
la gran muralla que rodeaba la ciudad. La pared era alta, muy gruesa y de un
brillante color verde. (…)
Bordeaban las calles hermosas casas construidas de mármol
verde y profusamente tachonadas con esmeraldas relucientes. El grupo de
visitantes marchaba sobre un pavimento del mismo mármol verde formado por
grandes bloques a los que unían hileras de aquellas mismas piedras preciosas
que resplandecían a la luz del sol. Los vidrios de las ventanas eran todos del
mismo color verde, y aun el cielo sobre la ciudad tenía un tinte verdoso y los
mismos rayos del sol parecían saturados de ese color. Los transeúntes eran
numerosos, tanto hombres como mujeres y niños, y todos vestían de verde y
tenían la piel verdosa (…) Todos parecían felices, satisfechos y prósperos”
(Lyman Frank Baum -1856-1919-: El
maravilloso mago de Oz -1900-)
lunes, 14 de marzo de 2022
ROBERTO ROSSELLINI (1906-1977) & FEDERICO FELLINI (1920-1993): FRANCESCO, GUILLARE DI DIO (FRANCISCO, JUGLAR DE DIOS, 1950)
Pureza de sangre
Fotos: Oscar Poggi, Certificados de pureza de sangre, Archivo de la Biblioteca de la Universidad de Barcelona, marzo de 2022
Foto: Tocho, Certificado de buena conducta, Archivos de la Junta de Comercio, Reservas, Biblioteca de Cataluña, Barcelona, marzo de 2022
Quizá los mayores de cincuenta años recuerden que hasta la Constitución española de 1978, la obtención de ciertos documentos oficiales como el pasaporte, en España, requería la presentación de un certificado de buena conducta, entregado y firmado no por la policía sino por el sacerdote de la parroquia a la que todo ciudadano español, creyente o no, cristiano o no, estaba adscrito. Aunque ya, tras la muerte del dictador Francisco Franco, este requisito devino una mera formalidad, su falta impedía, por ejemplo, cruzar la frontera -el pasaporte era necesario para cualquier desplazamiento al extranjero.
Los padres o los abuelos de los cincuentones les habrán contado quizá que a casi cuarenta años de la fecha de la constitución, en la reciente postguerra, al menos en pequeñas ciudades como Mahón, en Menorca, era indispensable presentar un certificado de haber comulgado en misa cada domingo -certificado que entregaba el sacerdote de la parroquia tras la comunión- para poder acceder a un cargo público, como el de profesor funcionario.
Estos requisitos, que hoy pueden parecer tan absurdos como las preguntas que hoy plantean algunos gobiernos para la obtención de visados, y algunos municipios, sobre el "género", para ciertos formularios, recuerdan los certificados de buena conducta, redactados por las autoridades religiosas españolas, que, en los siglos XVIII y XIX, los estudiantes debían obtener y presentar para poder matricularse en la Universidad (aún llamada Estudio General) y en las Escuela Superiores (Idiomas, Economía, Química, Diseño, Navegación, etc.) que la Junta de Comercio estableció en Barcelona en la primera mitad del siglo XVIII, y los certificados de pureza de sangre que hasta finales del siglo XIX, todo profesor que aspiraba a una plaza fija debía presentar. Este laborioso certificado, estampillado con numerosas firmas, detallaba (transcribo literalmente partes del texto del certificado) que el susodicho era un hijo legítimo -y no un bastardo-, de buena fama y costumbres, buen vasallo el Rey, muy adicto a su Augusta Persona, siempre adicto a Su Majestad, no habiendo sido un miliciano voluntario, ni tomado las armas a favor de un gobierno intruso, permaneciendo pacífico en la última rebelión sin tomar las armas en favor de los rebeldes [el texto del formulario se aplicó tanto cuando el reinado de Fernando VII, como de Isabel II],ni pertenecido a sociedad alguna, tampoco empleado en oficios viles ni mecánicos, y cristiano viejo, limpio de toda mala secta de moros, judíos y luteranos, ni castigado por la justicia ni por el Santo Tribunal de la fe [esto es, por la Santa Inquisición] (sic).
Ah, los buenos tiempos de la pureza de sangre....
sábado, 12 de marzo de 2022
El retorno de la pintura histórica
Fotos de las salas: Tocho, marzo de 2022
Cuando Salvador Dalí anunció, allá por los años setenta que el pintor historicista decimonónico Bouguereau era mejor que Cézanne, se consideró que hablaba en broma o que deliraba.
Poco tiempo después, el cansancio por el minimalismo y los excesos y absurdidades del arte conceptual llevó a un retorno a la pintura figurativa, a veces voluntarias o involuntariamente vulgar, dando lugar al Neo-Expresionismo -una corriente que el pensamiento oficial contemporáneo que se practica por ejemplo en el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid explica por la facilidad de venta de la pintura figurativa, ávidamente adquirida por grandes coleccionistas como inversión, cuando en verdad todo se vende y el arte conceptual ocupa mucho menos espacio en los almacenes y contenedores del puerto franco de algunos aeropuertos como el de Ginebra, de donde nunca salen las obras, que no pagan impuestos-, y la creación del Museo de Orsay en París, dedicado al arte del siglo XIX occidental relegó a los impresionistas a unas pequeñas salas en las buhardillas (decisión hoy parcialmente corregida), en favor de las mejores salas a pinturas de gran tamaño, hasta entonces escondidas en reservas, de arte “pompier” o de bomberos, a veces involuntariamente cómicas, que tratan temas “excitantes”, como las decadentes orgías romanas, siempre bajo un severo prisma moralista.
Han pasado más de cuarenta años. El neo-dadá, el neo-conceptual, el neo-minimalismo, y las sombra alargada de Duchamp cada vez más previsible, han vuelto a imperar.
Es en estos momentos cuando el Museo del Prado, en Madrid, ha vuelto a replantear sus colecciones y ha reorganizado las salas del siglo XIX, sacando de las catacumbas a la luz pública cuadros gigantescos de pintura historicista decimonónica, de muy relativo interés -aunque alguno muy notable-, ante los que, seguramente por el cansancio que provocan ciertas obras y textos -obra y texto no se diferencian, la obra es el texto que la justifica- contemporáneos, y el neo-neo-arte duchampniano, se desfila con sorpresa, admiración por la proeza de obras de semejantes tamaños dedicados a temas legendarios, mitológicos o folclóricos (los amantes de Teruel, Juana la loca), religiosos torturados -el entierro de San Sebastián- y algún tema histórico del pasado reciente, propio de las guerras napoleónicas, sin caer siempre en la ridiculez, y una sensación de “placer culpable”, que aúna fascinación y burla, risa y respeto, por semejantes proezas entre lo hercúleo y lo risible.
En todo caso, unas nuevas salas admirables, o de gran interés, muy bien presentadas, que invitan a reflexionar sobre los mudables criterios estéticos subjetivos, y sobre nuestra mirada, ciega, condicionada, deslumbrada, que nos obliga a ver lo que creemos más que lo que tenemos ante los ojos -y que el museo impide, sorprendentemente fotografiar.
viernes, 11 de marzo de 2022
ALONSO CANO (1601-1667): SAN BERNARDO Y LA VIRGEN (1657-1660)
Alonso Cano: San Bernardo y la Virgen, 1657-1660, Museo del Prado, Madrid
Existen estatuas que hablan, que lloran, que sangran; estatuas que se animan, descienden de su peana y se confunden entre la multitud de humanos (Galatea); estatuas celosas, capaces de matar estrangulando a su víctima con sus poderosos brazos de bronce (la Venus de Ille) -un tema que el cine de terror ha explorado.
Pero solo existe una estatua que da el pecho, no a un recién nacido, sino a un adulto, lanzándole un chorro de leche que un santo bebe ávidamente, como muestra Alonso Cano en uno de sus cuadros más célebres y extraños, inspirado en una conocida leyenda.
Esta imagen, que ilustra sobre el poder de la representación naturalista en occidente, y sobre la difusa frontera entre la magia y el arte -el propio cuadro, la imagen de la estatua, la imagen de una imagen de un ser semi-divino, es también algo más que una imagen inerte o decorativa, ya que media entre el fiel (es una imagen devocionaria) y el ser supremo representado, como si la distancia entre éste y su imagen fuera prácticamente inexistente-, plantea un problema teórico: no existen indicios claros de qué es ( y no solo de lo que representa) la imagen femenina: ¿una imagen de la Virgen María, o la imagen de la estatua de la Virgen María? La existencia de un altar a los pies de la figura, y la inexistencia de algún medio que separe el mundo invisible del mundo visible, tal como una nube, pétrea como en los cuadros de El Greco, o sutiles, evanescentes, en las obras de Murillo, o un halo de luz, lleva a pensar que el santo se arrodilla ante una estatua que cobra vida, pero la propia ficha de la obra, en el museo, revela la incierta identificación: el comentario se refiere a una estatua, la cartela, a la Virgen.
La interpretación de la escena si nos atenemos a la leyenda de la que Alonso Cano no se desmarca. El santo oraba ante una efigie di una y se durmió. Fue en sueños cuando la virgen se le apareció para darle el pecho. El cuadro representaría una figura que nadie puede ver -salvo el durmiente, inconsciente de lo que se le muestra. La pintura se acercaría así a las figuras soñadas, y les cedería un espacio para que pudieran corporeizarse -un cuerpo ilusorio, toda vez que la imagen es plana e impalpable: lo único que se palpa es la tela cubierta de pigmentos, soporte de la imagen, pero que no se pueden confundir con ella. Las teorías surrealistas acerca de la pintura como proyección de un sueño son ciertas, pero redundantes u obvias: la imagen naturalista ha flotado siempre entre el sueño y la vigilia, y entre la presentación y la representación, la presencia y la ausencia, estando ante nosotros cuando es una pared, dotándose así de una naturaleza doble o dual, compleja y contradictoria, siendo y no siendo, en el mundo de los vivos y en el de los muertos, los sueños o, paradójicamente, los inmortales.
Dicha confusión no es un error, sino una prueba más de la capacidad del arte naturalista de metamorfosearse, ilusoria y convincentemente, en lo que representa, de modo que dioses y héroes existen porque los representamos. La representación no solo da fe de su existencia sino que les da vida. La Iconoclasia, por el contrario, expresa el pavor ante la posibilidad que una estatua nos alimente y que prefiramos sus cuidados y desvelos a los de un ser humano.