Calle, en castellano, y carrer, catalán, vienen del latín callis; una palabra que, sin duda, resuena, irresistible, aunque
sorprendentemente en el español callo, y en el catalán call. Call es el término con
el que se designaba el barrio judío en la ciudad cristiana medieval: un barrio
asentado, bien trabado, enraizado, en el que los vecinos estaban
particularmente bien relacionados y conectados, ayudándose mutuamente: una gran
familia, un clan que ofrecía defensa y soporte a sus miembros que un mismo
credo, unos mismos rituales y costumbres parecidas, conocidas y asumidas,
unían, constituyendo unos modos de vida y un imaginario compartidos. El call era el centro, el núcleo duro de la
ciudad. Mientras, el latín callis
designa una duricia, como una calle pedregosa, no siempre empedrada, pero sí
sustentada en un suelo compactado, imborrable, duro como la piedra, que el agua
de la lluvia y las acequias apenas afectaban. Esta perdurable inscripción de la
calle en la tierra conllevaba a que la calle se abría paso en el interior del
suelo, más próxima a un canal que a simple camino, siempre a merced de quedar
desdibujado por los pasos de los transeúntes y los animales de carga. Calle, en
francés, tiene un origen muy distinto, pero, sin embargo, manifiesta una
concepción de lo que una calle es, y de su relación con la tierra, muy similar
a la española y la catalana. Rue, en
francés, tiene la misma etimología que ride
(arruga), del latín ruga (que ha dado
ruta, route, rua, etc.), un surco muy marcado, un pliegue en la materia que se
dobla, vuelve a sí misma, antes de regresar a la luz, encapsulando un espacio
cerrado, prácticamente un canal subterráneo imborrable, que el tiempo solo
puede ahondar, pero no alisar. En cuanto a la street inglesa y a la strada italiana, ambas, que derivan de la strata
romana, nombras vías pavimentadas, tan bien asentadas, sin necesidad de un trazado
alternativo, que ya se pueden fijar, empedrar para siempre. El vocabulario de
las vías de comunicación urbanas y extraurbanas procede de la más extensa e
intensa urbanización europea y del próximo oriente, a cargo de los romanos. Fueron
ellos que nos mostraron el camino -hacia la formación y edificación tanto
externa cuanto interna, personal. Cabría precisar que, pese a su distinta
formación y formalización, pliegue y surco no se diferencian. En ambos casos,
es la propia materia -la tierra- la que produce la franja que ordena el espacio
y conduce a los viandantes. El surco es una herida que expone la carne, el
subsuelo al que podemos asomarnos y explorar a medida que avanzamos. No se
trata de un elemento lineal añadido, sino una apertura en la tierra, con todo
lo que evoca la palabra apertura: una entrega, una caída de barreras, una
renuncia a la cerrazón, un desvelamiento de lo más íntimo y secreto, una prueba
de confianza. Por donde nadie ni nada podía transitar, de pronto, seres y
enseres desfilan, aportando, transportando, bienes materiales e inmateriales,
ideas y cosas que se intercambian gracias a dichos canales de comunicación.
Mientras que el pliegue se forma con la flexibilidad y el ondular de la tierra,
que se pliega y se ofrece ante los viandantes a los que cede el paso, en una
muestra, igualmente, de generosidad y confianza, confiando en que este abandono
de la tensión, física y anímica, esta flexibilización de las condiciones del
tránsito, permite, precisamente, que la ciudad sea explorada, e invite y
permita que quienes necesitan guarecerse puedan acceder al interior de la
ciudad sin obstáculos. El pliegue es el resultado de la acción de plegarse, que
sugiere sumisión y abandono, doblarse bajo un peso o una responsabilidad excesivos,
ciertamente, pero también evoca la contención y la claridad de miras: la
reflexión es una vuelta sobre mí mismo, sobre los pensamientos y nuestras
relaciones, una recapacitación para tomar las decisiones adecuadas y enderezar
el rumbo, peligrosamente escorado hacia una vía que no lleva a nada, o conduce a
una meta equivocada o peligrosa, por lo que el pliegue, que la calle manifiesta,
es el espacio donde meditar cuando uno se desplaza y transita de un lugar a
otro al mismo tiempo que se recorre una sucesión, un juego de ideas, hasta
encontrar la idea feliz, la solución a un problema.
(Del ensayo de próxima aparición La ciudad soy yo, Barcelona, 2022)