domingo, 27 de marzo de 2022

LOUIS FERDINAND CÉLINE (1894-1961): VIAJE AL FIN DE LA NOCHE (1932)

 "«La gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre todo lo que te ha matado, y diñarla sin comprender nunca hasta que punto son hijoputas los hombres (...)

«Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón"".

sábado, 26 de marzo de 2022

La torre de Babel

El mito de la torre de Babel no es sino un relato que cuenta las consecuencias de una excesiva ambición humana, que se traduce por el desapego -o el desprecio- del entorno. Las consecuencias, empero, no las pagarán solo los hombres. El peligro que la torre de Babel encerraba no se limitaba a su capacidad de alcanzar el cielo, como si de una infinita, aunque banal, finalmente, escalera se tratara. El texto original en hebreo así lo precisa. La erección de la torre respondía a un doble deseo: hacerse un nombre (según se narra en la versión en hebreo, la Septuaginta y la Vulgata), y -diríamos que ante todo- ver a Yahvé, un detalle -no precisamente irrelevante- que solo aparece en el texto hebreo (וּמִגְדָּל֙ אֶת־ לִרְאֹ֥ת יְהוָ֔ה - lir·’ōṯ Yah·weh), pero no en las traducciones en griego y en latín (“οἰκοδομήσωμεν (…) πύργον, οὗ ἡ κεφαλὴ ἔσται ἕως τοῦ οὐρανοῦ, καὶ ποιήσωμεν ἑαυτοῖς ὄνομα”,  faciamus (…) turrem cuius culmen pertingat ad caelum et celebremus nomen nostrum” -Gn.11:4) que no mencionan el nombre de Yahvé, sino de Urano -el cielo, en griego, ouranos-, ya que, ambas, insisten en el hecho de edificar y no en la finalidad de la obra, o solo en una parte: el buen nombre, la fama buscados (la palabra hebrea shem significa nombre, pero también renombre o fama. Los mortales buscarían no caer en el olvido, ser recordados, gracias a una perdurable construcción, la torre de Babel, al igual que lo hizo Gilgamesh por medio de las murallas de la ciudad de Uruk que mandó edificar, una facultad, la perdurabilidad en la memoria, que poseen en exclusiva los dioses, convirtiéndose en los rivales de la divinidad, o sustituyéndola). Originariamente, por tanto, la torre servía para alcanzar un objetivo imposible: ver, cara a cara, lo invisible, ver a Yahvé, quien, por definición, no se puede ver, como quien contempla cualquier ente o ser material o carnal. El verbo hebreo lir·’ōṯ no se refiere a una visión extática o una contemplación interior, ambas con los ojos cerradas, sino que designa el acto de ver, con una mirada habitual, con los ojos bien abiertos: una mirada que aguanta sin pestañear ni quedar herida la contemplación de la hiriente luz. Y, pues, la torre era, en verdad, un observatorio desde el que ver lo invisible -y quebrar lo que lo funda: su invisiblidad, que lo protege y lo caracteriza-, lo que se esconde, lo que rehúye el contacto humano. Se trataba de alcanzar con la vista a la divinidad, expuesta así a las miradas, denuda, desvelada, frágil, se diría casi que humana. Desenmascarar a la divinidad que rehúye mostrarse a cara limpia, que rehúye cualquier contacto visual, y prefiere tronar en las alturas tras una oscura cortina de nubes. La torre forzaría a la divinidad a mostrarse, permitiendo que los mortales descubrieran lo que aquélla se niega a mostrar o a compartir. El secreto o las claves divinas quedarían en evidencia, y el misterio de la divinidad, al descubierto. La divinidad habría perdido su aureola que la distingue de los mortales. Si su faz pudiera ser contemplada -como si la irradiación ya no fuera cegadora, como si ya no deslumbrara-, ya nada propio lo quedaría: estaría a la vista de todos. Mas, peor suerte podrían, incluso, correr los dioses: aparecer como uno seres irrelevantes, no merecedores de que se les preste atención, indignos de ser contemplados. La miraba resbalaría sobre sus rasgos indistintos.  La torre derribaría el misterio divino. El abismo entre mortales e inmortales se sortearía, no porque solo los mortales se crecieran, sino porque los inmortales perderían su altanera condición. La torre se convertiría en un arma poderosa que derribaría a los dioses de su pedestal. La distancia entre los mortales y los inmortales, que mantenía el carácter inefable, el aura de éstos, habría desaparecido. Y los inmortales caídos serían sustituidos por los mortales henchidos por su capacidad de ver más allá de las apariencias, arrancando la máscara de los inmortales.

jueves, 24 de marzo de 2022

ALBERTO MIELGO (1979): GENTRIFICATION ( 2014)

ALBERTO MIELGO (1979): EL LIMPIAPARABRISAS (2022)

 

 Cuando parecía que casi todos los dibujos animados se parecían, hinchados y alisados a base de de programas informáticos... Una de las visiones más descarnadas de la ciudad actual. 

Sobre este dibujante y cineasta, véase su página web

Candidata a los premios Oscar 2022

 Para Lara y Dominique -aún hay esperanza.

miércoles, 23 de marzo de 2022

La ciudad y la calle

Calle, en castellano, y carrer, catalán, vienen del latín callis; una palabra que, sin duda, resuena, irresistible, aunque sorprendentemente en el español callo, y en el catalán call. Call es el término con el que se designaba el barrio judío en la ciudad cristiana medieval: un barrio asentado, bien trabado, enraizado, en el que los vecinos estaban particularmente bien relacionados y conectados, ayudándose mutuamente: una gran familia, un clan que ofrecía defensa y soporte a sus miembros que un mismo credo, unos mismos rituales y costumbres parecidas, conocidas y asumidas, unían, constituyendo unos modos de vida y un imaginario compartidos. El call era el centro, el núcleo duro de la ciudad. Mientras, el latín callis designa una duricia, como una calle pedregosa, no siempre empedrada, pero sí sustentada en un suelo compactado, imborrable, duro como la piedra, que el agua de la lluvia y las acequias apenas afectaban. Esta perdurable inscripción de la calle en la tierra conllevaba a que la calle se abría paso en el interior del suelo, más próxima a un canal que a simple camino, siempre a merced de quedar desdibujado por los pasos de los transeúntes y los animales de carga. Calle, en francés, tiene un origen muy distinto, pero, sin embargo, manifiesta una concepción de lo que una calle es, y de su relación con la tierra, muy similar a la española y la catalana. Rue, en francés, tiene la misma etimología que ride (arruga), del latín ruga (que ha dado ruta, route, rua, etc.), un surco muy marcado, un pliegue en la materia que se dobla, vuelve a sí misma, antes de regresar a la luz, encapsulando un espacio cerrado, prácticamente un canal subterráneo imborrable, que el tiempo solo puede ahondar, pero no alisar. En cuanto a la street inglesa y a la strada italiana, ambas, que derivan de la strata romana, nombras vías pavimentadas, tan bien asentadas, sin necesidad de un trazado alternativo, que ya se pueden fijar, empedrar para siempre. El vocabulario de las vías de comunicación urbanas y extraurbanas procede de la más extensa e intensa urbanización europea y del próximo oriente, a cargo de los romanos. Fueron ellos que nos mostraron el camino -hacia la formación y edificación tanto externa cuanto interna, personal. Cabría precisar que, pese a su distinta formación y formalización, pliegue y surco no se diferencian. En ambos casos, es la propia materia -la tierra- la que produce la franja que ordena el espacio y conduce a los viandantes. El surco es una herida que expone la carne, el subsuelo al que podemos asomarnos y explorar a medida que avanzamos. No se trata de un elemento lineal añadido, sino una apertura en la tierra, con todo lo que evoca la palabra apertura: una entrega, una caída de barreras, una renuncia a la cerrazón, un desvelamiento de lo más íntimo y secreto, una prueba de confianza. Por donde nadie ni nada podía transitar, de pronto, seres y enseres desfilan, aportando, transportando, bienes materiales e inmateriales, ideas y cosas que se intercambian gracias a dichos canales de comunicación. Mientras que el pliegue se forma con la flexibilidad y el ondular de la tierra, que se pliega y se ofrece ante los viandantes a los que cede el paso, en una muestra, igualmente, de generosidad y confianza, confiando en que este abandono de la tensión, física y anímica, esta flexibilización de las condiciones del tránsito, permite, precisamente, que la ciudad sea explorada, e invite y permita que quienes necesitan guarecerse puedan acceder al interior de la ciudad sin obstáculos. El pliegue es el resultado de la acción de plegarse, que sugiere sumisión y abandono, doblarse bajo un peso o una responsabilidad excesivos, ciertamente, pero también evoca la contención y la claridad de miras: la reflexión es una vuelta sobre mí mismo, sobre los pensamientos y nuestras relaciones, una recapacitación para tomar las decisiones adecuadas y enderezar el rumbo, peligrosamente escorado hacia una vía que no lleva a nada, o conduce a una meta equivocada o peligrosa, por lo que el pliegue, que la calle manifiesta, es el espacio donde meditar cuando uno se desplaza y transita de un lugar a otro al mismo tiempo que se recorre una sucesión, un juego de ideas, hasta encontrar la idea feliz, la solución a un problema.

  

(Del ensayo de próxima aparición La ciudad soy yo, Barcelona, 2022)     

Ucrania en Barcelona


 Concierto organizado por un profesor de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, con hijos ucranianos, quien estuvo recientemente en Polonia para traer a once personas refugiadas, entre éstas a tres huérfanas. 


La Escuela de Arquitectura de Barcelona cuenta con estudiantes ucranianos y rusos en diversos cursos.

lunes, 21 de marzo de 2022

DE LA GUERRA - PLATÓN (s. IV aC): LA REPÚBLICA, & J.- J. ROUSSEAU (1712-1778): DISCURSO SOBRE EL ORIGEN DE LA DESIGUALDAD ENTRE LOS HOMBRES (1754)-

  "-Y un país que hasta entonces era suficiente para alimentar a los suyos, será pequeño e insuficiente; ¿o cómo decirlo?

 De ese modo contestó.

 Por consiguiente, nosotros debemos tomar del territorio de los vecinos, si hemos de tener suficiente tierra para el pastoreo y para el cultivo, ¿y ellos, a su vez, de nuestro territorio, si nos dejan atrás en la ilimitada ansia de la posesión de las riquezas, después de haber franqueado los límites de lo necesario?

 -Es necesario en extremo que así ocurra, Sócrates  contestó.

 - Luego, según eso, Glaucón, ¿haremos la guerra?, ¿o como será?

 - Así es, en efecto  afirmó.

 - Y no digamos aún  dije yo  ni si es un mal, ni si es un bien el que se produzca la guerra, sino solamente que hemos hallado el origen de la guerra y que se producen por esas pasiones inmensos males para los Estados y los particulares, cuando ella llega a producirse.

 - Absolutamente cierto.

 - Desde luego, amigo mío, hace falta un Estado más grande y no de modo moderado, sino para formar un ejército que pueda emprender una completa campaña, el cual, después de haber traspasado las fronteras en defensa de todos sus propios bienes, combata también contra los invasores por lo que antes decíamos.

 -¿Pero qué?  dijo él; los ciudadanos ¿no son capaces?

 - No, si tú,  dije yo, y todos nosotros estuvimos de perfecto acuerdo, cuando formábamos el Estado; estuvimos, en efecto, de acuerdo, si te acuerdas de ello, en que era imposible que uno realizara bien muchos oficios.

 -Dices verdad  afirmo.

 -Por lo tanto, ¿qué?  dije yo; ¿no te parece que la lucha de una guerra es un oficio?

 - Sí, verdaderamente  contestó.

 - Por consiguiente, ¿exige más solicitud el oficio del zapatero que el de la guerra?

 - De ninguna manera."

 (Platón: La República, II, xiv)


"Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del feroz espíritu de conquista, y a cubierto, por una posición todavía más afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado; una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran interés en invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los demás que la invadieran; una república, en fin, que no despertara la ambición de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en caso necesario. Síguese de esto que, en tan feliz situación, nada habría de temer sino de sí misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado en el uso de las armas, hubiese sido más bien para mantener en ellos ese ardor guerrero y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propia defensa."

(J.-J. Rousseau: Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres)