El vértigo es una sensación dolorosa e irresistible, al mismo tiempo. La palabra proviene del verbo latino verto, que significa dar vueltas sobre sí mismo.
Este movimiento circular no tiene principio ni final. No conduce a ningún lugar sino que recorre, una y otra vez, un mismo circuito del que es imposible salir, sino es por una acción fatídica.
Girar sobre si mismo produce mareo o trance, logra que se pierdan los referentes mundanos, y se aspire a lo alto o se descienda en las profundidades. En un caso como en otro, se pierde el contacto con la realidad terrenal, como bien descubrió Dante, en La Comedia, durante su descenso a la noche oscura de los infiernos y su ascenso al empíreo cegador .
El vértigo atrapa: aboca al vacío, allí donde el mundo conocido se hunde. Se desdibujan, se disuelven incluso, las fronteras entre los mundos, celestial, terrenal e infernal. Fuerzas del otro mundo emergen para atraer a quien ha perdido pie y ya no sabe dónde se encuentra. No halla una solución o una salida. Ha entrado en una espiral interminable que lo rodea y lo aprisiona. No es capaz de pensar. El incesante movimiento vertiginoso le impide detenerse para salir del embrollo que puede ser mortal.
De hecho, el vértigo acontece cuando la vida se aboca a la muerte, cuando ambas realidades (o ambos mundos), hasta entonces bien ubicados, se mezclan, y los límites entre el mundo visible y el más allá ya no pueden contenerlos ni retenerlos. El vértigo permite asomarse donde no se debería mirar, sobre todo porque, dado el paso, ya no se puede dar marcha atrás.
Vértigo es lo que producen los tiempos presentes en los que parecen tambalearse asideras morales que parecías férreas.
El cineasta Hitchcock fue quien ilustró sobre la fascinación mortífera del vértigo, en la célebre película homónima, como bien mostraron Octavio Paz y Eugenio Trías, quienes pusieron de manifiesto el perverso encanto del dejarse ir, arrastrado por un torbellino del que no se puede regresar indemne.