El vacío en la obra de Yves Klein: una galería de arte vacía para encapsular la nada y mostrarla al público. Una composición pianística en tres movimientos de John Cage, titulada 3’44”, en la que no se tocan las teclas del piano, y discurre enteramente en silencio. Fotografías de periferias -o de centros urbanos del oeste y del sur de los Estados Unidos, indistinguibles de periferias- en las que nada ocurre (una imagen quieta de escenas detenidas, en las que los escasos viandantes parecen inexpresivos maniquís expuestos absurdamente en la calle), del fotógrafo norteamericano Stephen Shore.
jueves, 3 de noviembre de 2022
STEPHEN SHORE (1947): LUGARES EXTRAÑOS EN SU BANALIDAD
El vacío en la obra de Yves Klein: una galería de arte vacía para encapsular la nada y mostrarla al público. Una composición pianística en tres movimientos de John Cage, titulada 3’44”, en la que no se tocan las teclas del piano, y discurre enteramente en silencio. Fotografías de periferias -o de centros urbanos del oeste y del sur de los Estados Unidos, indistinguibles de periferias- en las que nada ocurre (una imagen quieta de escenas detenidas, en las que los escasos viandantes parecen inexpresivos maniquís expuestos absurdamente en la calle), del fotógrafo norteamericano Stephen Shore.
miércoles, 2 de noviembre de 2022
SHERRILL SCHELL (1877-1964): RASCACIELOS DE NUEVA YORK (AÑOS 30)
Si no hubiera sido por el derribo terrorista de las torres gemelas de Nueva York, cuando dos aviones de línea con pasajeros fueron estrellados intencionadamente contra los rascacielos, en 2001, en una escena que una fotografía del norteamericano Sherill Schell, setenta años antes, parece anticiparse, y por la inclusión de alguna fotografía suya en una actual exposición sobre la historia de la fotografía en la fundación March en Madrid, el recuerdo de este gran fotógrafo de rascacielos de Nueva York se habría desdibujado.
Y, sin embargo, sus imágenes, la mayoría anteriores a la Segunda Mundial, cuando la irresistible pujanza hacia los alto de Nueva York, de rascacielos en construcción, por un lado, y de vistas parciales de torres, convertidas en cuchillas abriéndose paso entre sombras y planos de luz cegadora, edificios de los que casi siempre solo se descubre una parte, entre juegos de luces y reflejos, en forzadas vistas fugadas, carentes de personas -tan solo en una imagen aparecen turistas en un vehículo por las calles de Nueva York convertidas en un lejano escenario-, constituyen algunas de las más poderosas impresiones de la brutalidad y el desafío de los rascacielos (siempre de Nueva York), convertidos en esquemas geométricos que amenazan, laminan y ocupan el cielo reducido a unos pocos planos aún desocupados.
https://www.march.es/es/exposiciones/detente-instante-una-historia-fotografia
martes, 1 de noviembre de 2022
El primero de noviembre
Extrañeza: el primero de noviembre, día de los muertos y de la visita a honrar a los difuntos, la hora de acudir a los cementerios, un día enlutado, se llama también el día de todos los santos , que no se asocia inevitablemente con los muertos.
En verdad, la confusión no existe, aunque es lógica . El primero de noviembre es en propiedad el día dedicado a todos los santos, mártires (quienes han dado su vida terrenal para gozar de la vida eterna cabe la divinidad) que son considerados unos modelos de vida y cuya entrega honra a la humanidad, mientras que al día siguiente, el dos de noviembre, se celebra el día de los difuntos, es decir, de quienes aguardan el acceso al reino de los cielos y requieren oraciones para acelerar la hora de la entrada al mundo de la luz. Ambas fiestas revelan la relación entre el día y la noche.
Mas, el dos de noviembre no era en su origen un día fúnebre, aunque sí estaba asociado a la oscuridad. Se trataba del día del Samaín (celebrado hasta no hacer mucho en Galicia y en Asturias), una fiesta celta con la que concluía el verano y las cosechas y se entraba en el periodo oscuro, de barbecho, que, en el mundo celta, anunciaba el año nuevo, toda vez que la luz brotaba de la oscuridad, luz que amanecía en el mes de abril, cuando la siembre, luz que se apelaba (y que llegaría medio año más tarde), en el día del gran apagón, con velas depositadas en calabazas vaciadas.
Es la asociación entre la muerte y la noche que llevó a la cristianización de la fiesta celta del fin estival y su acercamiento a la fiesta de quienes esperar acceder a la vida eterna pero, mientras, aguardan en la oscuridad de las tumbas.
Ambas son fiestas que tienen como fin recordar que la vida se sustenta sobre la muerte y que son los muertos quienes alumbran a los vivos, como ya lo anunciaba un mito mesopotámico según el cual los espectros eran el origen de la vida: al encarnarse, al ascender desde las profundidades daban nacimiento a los mortales, o el mito griego de la repoblación de la tierra tras el diluvio cuando los humanos volvieron a la vida cuando sus huesos tocaron la madre tierra.
La ciudad y el cementerio
La celebración del día de los muertos, hoy, primero de noviembre, en los países católicos (no en los protestantes) nos puede llevar a preguntarnos por el significado del cementerio y su relación con la ciudad.
Los cementerios se ubican fuera del perímetro de las urbes, una organización espacial que se remonta tanto a Grecia cuanto a Roma (y a Etruria). Del mismo modo, en Egipto, los muertos se enterraban fuera del recinto urbano, si bien en este caso la relación con la ciudad -una relación tensa- se manifestaba bajo la forma de cementerios compuestos a imagen de la ciudades, ciudades de los muertos las fachadas de cuyas tumbas, dispuestas en calles, reproducían las fachadas de las casas de los vivos, si bien eran una ilusión. Tras las fachadas no existían estancias. Los espíritus no necesitan espacios para morar ni puertas para desplazarse de una estancia a otra. Cruzan las paredes y viven en las piedras. Son piedras.
Los cementerios cristianos se hallaban en las ciudades (así como en los monasterios) porque los muertos se enterraban cabe las iglesias, en huertos adosados a aquéllas, a la espera de la Resurrección, a fin de gozar de la protección divina.
En el imaginario antiguo, los muertos dormían. Hipnos, el dios de los sueños , era hermano de Tanatos, el dios de los muertos. Los muertos se acostaban para siempre. Acostarse, en griego, se decía koimaoo. De ahí, cementerio: el gran dormitorio.
Los muertos penetraban en la tierra para siempre. Vivienda en las profundidades. Desde lo hondo velarían sobre la vida en la superficie, sobre las moradas. Eran como raíces, las raíces de la vida, ocultos pero vitales como son las raíces.
La ciudad -la ciudad de los vivos- era la civitas, una palabra que empieza con la misma sílaba que la palabra cementerio (cimetière, en francés). La asociación no es casual. Ambas palabras proceden de un mismo radical indoeuropeo que significa echar raíces.
La ciudad exige el asentamiento. Se opone al nomadismo, y a los sin tierra. La ciudad se funda y se fundamenta en y sobre unos sólidos cimientos que se adentran en la tierra, en el mundo de los muertos. La ciudad es el espacio de quienes sueñan en vida, un sueño que solo acontece cuando se ha hallado un espacio propio y se ha podido “echar raíces” en una tierra que se ocupará para siempre, como ser viviente y como difunto.
Los cementerios y las ciudades no se oponen sino que son dos muestras de la ocupación permanente de la tierra, dos maneras complementarias, sucesivas de asentarse, dos consecuencias de haber hallado un lugar en la vida, un espacio donde demorarse, morar y descansar (bajo la luz y en el ocaso).
Para Mónica Gili, quien mejor ha reflexionado sobre el lugar de los muertos
lunes, 31 de octubre de 2022
JOSÉ MIGUEL G. CORTÉS (1955): A LA SOMBRA DE OCCIDENTE (2022)
José Miguel Cortés se referiría a Máxime du Camp en la presentación de su nuevo ensayo (véase entrada anterior)….