domingo, 29 de octubre de 2023

MEDARDO ROSSO (1858-1928): ¿EL PRIMER ESCULTOR MODERNO?




































 




 




El escultor italiano, nacionalizado francés, Medardo Rosso, tuvo la desgracia de tener que competir con el escultor francés Auguste Rodin, una institución en Francia, que inicialmente fue amigo suyo y luego le cerró todas las puertas de exposiciones, cenáculos, academias y colecciones, cuando ya se especulaba públicamente acerca de la influencia de Rosso en Rodin, gran acaparador de encargos y reconocimientos públicos.

Se ha presentado a Rosso como un escultor que abrió las puertas a la escultura moderna, como el primer escultor moderno, que rompió con la tradición, como sostiene una y otra vez, una maravillosa exposición antológica en Madrid. El constante uso de la fotografía por parte de Rosso, la creación de imágenes en serie de sus esculturas, bajo diversos ángulos y juegos de luces, refuerza dicha interpretación. 

Las esculturas de Rosso se presentan como una masa amorfa de cera, yeso o, en ocasiones, bronce. Nada se reconoce. La peana, diseñada por el artista, sostiene un bloque informe -o una lámina metálica arrugada. El interés es muy limitado. El espectador desfila ante la obra sin ver nada (más que un puñado de materia), avanza, y, tras girar la cabeza casi involuntariamente, quizá para contemplar la sala, descubre, de golpe, un rostro. Éste salta a la vista. El tema, hasta entonces inexistente en apariencia, se descubre de súbito. Uno vuelve apresuradamente sobre sus pasos para volver a contemplar un rostro o un cuerpo que se hubiera asomado, por un instante, nítida y reconocible mente, al exterior desde una guarida hundida en la masa, y se detiene. Pero el rostro, la mano, la figura entera, temeroso, como inquieta por el acercamiento del visitante,  ha vuelto a enterrarse y fundirse en la materia. La masa indiferenciada reina de nuevo aburridamente en la peana.

Rosso lograba el prodigio de esculpir -de palpar, moldear- una figura en -y no a partir- la masa que solo se descubre desde un único punto de vista. Y éste es impredecible, aunque casi siempre se encuentra lateralmente con respecto a la figura. Las diagonales son las líneas que permiten reconocer a las figuras. Puntos de vista huidizos, difíciles de discernir, que revelan nítidamente un cuerpo, que apenas unos pasos más, vuelve a desaparecer, sumergido o atrapado por el bloque material.

Este concepción de la escultura quizá sea moderna, pero sobre todo es clásica. O, mejor dicho, combina dos tradiciones clásicas -y ahí radicaría la revolución de Rosso (no la ruptura con la tradición, sino su explotación): la concepción renacentista según la cual existe un único punto frontal desde el cual se descubre lo que la escultura representa, y ls concepción barroca que también ofrece, contrariamente a ls visión manierista, un único punto de vista desde el cual reconocer a la figura esculpida o moldeada, mas dicho punto no se encuentra frente a la obra, sino en algún lugar alrededor de la obra que debe ser hallado a tientas, dando vueltas, viendo siempre una obra difícilmente reconocible hasta que, de pronto, se descubre un ángulo desde el cual se reconoce perfectamente lo que el escultor quiso representar, o mejor dicho, varios ángulos, en ocasiones, que ofrecen perspectivas distintas y sin embargo completas y satisfactorias sobre la figura tallada. Bernini fue un maestro en este juego con las expectativas del observador. 

La gran aportación de Rosso fue la combinación de puntos puntos de vista, de dos concepciones distintas de la estatuaria clásica y de su relación con el espectador: la que sostiene que se tiene que producir un cara a cara entre la figura representada y su observador -que sólo puede darse desde un punto de vista predecible, calculado de antemano- y la que, por el contrario, sostiene que el encuentro tiene que ser huidizo, imprevisible, que exige la participación activa del observador que, lejos de saber ya dónde ubicarse, debe desplazarse alrededor de la obra, acercarse y alejarse, hasta hallar el lugar o los lugares desde los que la figura se descubre.

Seguramente Rosso fue un escultor moderno, mas no tanto o no solo por el uso de la fotografía, el juego con el espectador, la producción incesante de variantes (un procedimiento tradicional, si bien, en el caso de Rosso, no desembocaba en una única obra perfecta, sino en un conjunto de obras, ninguna de las cuales podía ser considerada una variante, pues no existía la obra completa declinada en variantes, sino que cada una era una obra única, al igual que apenas distinguible de otra), o el juego con el espacio (ineludible en la estatuaria). Tampoco el “non finito” era novedoso: se remontaba al arte del siglo XVI. El uso de la cera y el yeso formaba parte del procedimiento escultórico tradicional, aunque la exposición de estatuas de cera o de yeso, no como bocetos preparatorios sino como obras terminadas, sí era singular, aunque Rosso no dudó tampoco en recurrir a la clásica fundición de bronce. Lo más novedoso fue su interpretación y su juego con la tradición clásica, el haber sabido utilizar y combinar distintos puntos de vista, distintas tradiciones, concepciones y modos de operar, que le permitieron entroncar con el pasado sin sentirse atrapado por él. Un pasado respetado pero al que no se somete. Era cierta manifestación de libertad ante el dogma -que exigía su previo conocimiento y estudio. Una muestra de valor que supo hacer descender de su pedestal a la tradición clásica y mostrar, sorprendentemente que aún podía  ser útil para manifestar la compresión de la vida moderna. Al igual que Baudelaire que no dudó en recurrir a la forma intemporal del soneto para captar la fugacidad moderna, Rosso echó mano de la estatuaria clásica para retratar vidas no heroicas y huidizas. 


https://www.fundacionmapfre.org/arte-y-cultura/exposiciones/sala-recoletos/medardo-rosso/


 






sábado, 28 de octubre de 2023

MATTHIEU PERNOT (1971): LES GRANDS ENSEMBLES (LOS GRANDES CONJUNTOS, 2005)




























Les grands ensembles es el nombre que se dio en Francia a las grandes operaciones urbanísticas y constructivas que tuvieron lugar entre los años 50 y 70, en las periferias urbanas, de París en particular, destinadas a disponer de viviendas públicas para quienes perdieron sus casas durante la Segunda Guerra Mundial -ciudades como Le Havre, La Rochelle y Saint Nazaire fueron enteramente destruidas por los bombardeos- y para la fuerte inmigración hacia la “metrópoli” tras la independencia de las colonias africanas y el éxodo tanto de franceses como de poblaciones no ocupantes  que formaban parte de la administración francesa del territorio colonial, en los años cincuenta y sesenta.

Dichas ciudades nuevas, como también se les llamó, y estos barrios presentaban -y presentan- un mismo aspecto: siguiendo los dogmas racionalistas aplicados a gran escala, las viviendas están formadas por cajas inacabables salpicadas de torres, interiormente recorridas por pasillos interminables, dispersas por zonas verdes más parecidas a descampados que a jardines. Estos conjuntos, mal construidos con elementos prefabricados de hormigón, de calidad dudosa tras las limitaciones de la postguerra, inadaptados al clima, mal comunicados y peor cuidados por las administraciones, se han ido degradando día a día. Construidos sin pensar en modos de vida, compuestos en plano y cómo juegos de volúmenes, malviven, restaurados hoy, y destruidos hace unos veinte años, reemplazados por nuevos bloques a veces tan solo más pintorescos.

El fotógrafo francés Matthieu Pernot colecciona postales editadas en los años sesenta  para promocionar estos barrios recién construidos, aún deshabitados.  Las fotos, en blanco y negro, fueron coloreadas, acentuando el carácter artificial de los bloques y el entorno, en los que la vida está cuidadosamente escondida. Unas “ciudades ideales” “estiradas”.

En contrastado blanco y negro Pernot ha retratado las voladuras de lo que en francés se denominan barras, cuya desaparición pocos personas han lamentado pese a la pérdida de recuerdos, imágenes esperanzadoras, tras la destrucción de la guerra, que se fueron nublando a medida que las grietas resquebrajaban bloques concebidos a veces como nichos.

Una exposición en la fundación Mapfre en Madrid muestra algunas series fotográficas de Matthieu Pernot :

https://www.fundacionmapfre.org/arte-y-cultura/exposiciones/sala-recoletos/mathieu-pernot/





 

viernes, 27 de octubre de 2023

Técnica y estilo

 




Una reciente exposición de arquitectura en Barcelona está dedicada a la obra de una generación de jóvenes arquitectos españoles, formados en Barcelona, marcados por la crisis económica de 2008, lo que les llevó a proyectar y llevar a cabo unas construcciones con materiales económicos, como la cerámica y la madera, que no requieren procedimientos onerosos,  utilizados en bruto, sin recubrimientos, desnudadas de ornamentos. 

La exposición revela, a través de grandes fotografías, intencionadamente agrupadas, que lo que en principio caracterizaba las obras, el uso de determinados materiales, dando importancia a la técnica, se revela, en verdad, ser una voluntad de estilo, suscitando la pregunta acerca de la finalidad de la técnica empleada, al servicio de la contención del despilfarro -una actitud ética en beneficio de la preservación del entorno y de la economía- o al servicio de una imagen de austeridad, es decir atendiendo a la estética. ¿Se buscaba la contención o el cuidado de la imagen? ¿Acaso ambas finalidades pueden ser atendidas?

La técnica no es un estilo o un lenguaje. No es una manera de expresarse. No tiene voluntad o intención comunicativa. No se dirige a los demás. No pretende aleccionar, ilustrar o deslumbrar, contrariamente a la imagen que se concibe como un modo de atraer la atención y de vehicular un determinado mensaje o contenido. La técnica no habla, no es un habla. Consiste en unas operaciones que persiguen un solo objetivo: la solidez de la obra, aunque es cierto que dicho propósito no se libra de cualidades morales. La técnica persigue operar bien, hacer una buena obra, media entre la idea y la materialización sensible, que requiere un trabajo sobre determinados materiales. Pero la técnica es muda. Trabaja calladamente. No dice ni significa nada. No se exhibe (no existe un peor uso de la técnica que el virtuosismo, que conlleva una sobre actuación innecesaria, una vuelta de tuerca de más). La forzada sencillez es un oximorón. La sencillez implica naturalidad, que el esfuerzo y la fuerza, por el contrario, contrarrestan, impidiendo el libre ejercicio sin artificios. La naturalidad no se casa con el cálculo y la búsqueda de efectos.

En las obras de la crisis, por el contrario, hay un ostensible despliegue de sencillez que deviene una manera de expresarse, de expresar una visión del mundo.  Se trabaja para dar la sensación de inmediatez, de sencillez y austeridad. La simplicidad requiere un calculado esfuerzo para dar la impresión que se rehusa el artificio. Pero la buscada sencillez es la más ostentosa expresión de cierto orgullo, de un deseo de aleccionar, de una manera de ser, es decir un ejercicio de estilo que, porque quiere dar la imagen que no se ha buscado, que no existe, salta paradójicamente  a la vista y clama por la atención, en un ejercicio exhibicionista. La técnica como estilo: tal es la función del decorado que simula procedimientos y recursos porque están “bien” vistos.  La técnica, en cambio, no se ve, no tiene que verse: no busca atraer la atención, ni dar lecciones. Los sentidos, como la vista que capta imágenes, no son su objetivo. Apenas el trabajo concluido, la técnica regresa a sus cuarteles, cediendo el protagonismo a la imagen, al estilismo. Antiguamente se utilizaba la expresión, otro oximorón, de “estilo rústico”, siendo, en verdad, la rusticidad, lo rudo, la falta, la carencia o el rechazo del estilo, de la preocupación por la manera de mostrarse que pule y lima las aristas hasta dotar de modales lo que siempre se retrae, evitando exhibirse.