Filósofos del siglo de las luces introdujeron una novedad en el estudio de nuestra manera de conocer el mundo. Mientras que tradicionalmente los datos brindados por los cinco sentidos eran desechados no solo por ser irrelevantes -solo aportaban datos sobre la superficie de las cosas, no sobre su hondura, datos que solo se quedaban en la superficie de lo que se estudiaba- sino por engañosos, ya que no se adentraban en las cosas analizadas, aquéllos postularon que la razón necesitaba de la información sensible para reflexionar sobre el entorno, información que la imaginación recogía de los sentidos, la depuraba o la sometía a un primer filtro para desprenderla de materia sobrante y finalmente la libraba a la razón para que ésta pudiera discernir las ideas principales que alumbraban, con más o menos brillo, el mundo material que nos envuelve y del que somos partícipes.
El abismo entre la mente y los sentidos, o entre las ideas y las cualidades sensibles quedada así reducido o abortado, incluso.
Mas, ¿dicha separación en la que se ha creído firmemente durante siglos, tenía “razón de ser”, era “real?
El descubrimiento de algo que desconocíamos, la resolución de un misterio, la comprensión de un fenómeno hasta entonces inexplicable y no resuelto, causa satisfacción y placer, y deja buen sabor de boca. El conocimiento confirma un momento dulce en nuestra vida. La amargura de la incomprensión desaparece o se trasmuta en alegría. La oscuridad en la que nos hallábamos se disuelve. Hemos logrado echar luz sobre un problema hasta entonces no resuelto y que nos impedía entender lo que acontece alrededor nuestro. El sentimiento que nos embarga es el mismo que nos posee cuando acertamos a dar con la respuesta acertada, habiendo desechado errores y malas interpretaciones, cuando hemos tenido el buen gusto de escoger “bien”.
Estamos hablando del saber, es decir de los logros o beneficios de la razón o la inteligencia, de lo que éstas nos aportan. Pero los calificativos que aplicamos, gusto, sabor, son propios del mundo de los sentidos, del sentido del gusto en particular.
Esta relación no es casual ni errónea. Saber y sabor tienen la misma etimología. El gusto, “bueno o malo”, es el resultado de un contacto íntimo con lo que sometemos a prueba, con lo que probamos. El buen gusto es tanto la causa como la consecuencia del acierto a la hora de entender el mundo.
Del mismo modo que los bebés se llevan todo lo que les rodea a la boca para experimentar a qué sabe el mundo, para saber cómo es, qué esencia lo constituye -y la esencia también se descubre con el olfato, que nos permite descubrir si algo “huele mal” que deba ser investigado, teniendo en cuenta que el olor y el sabor están conectados, que el olor influye en el sabor, o lo completa-, el gusto es lo que nos acerca el mundo hasta que deje de parecernos extraño, sino cercano, y nos permite hincarle el diente para apreciar su resistencia y poder masticarlo hasta convertirlo en lo que nos alimenta física y espiritualmente.
“Por la boca vive el pez”.
A Xavier Rubert de Ventós