Aún lo recuerdo. Explicaba, ligeramente encorvado, mirándonos a la cara. Callaba; giraba a un lado y empezaba a andar lentamente, de un lado a otro de la tarima, la cabeza gacha, mirando al suelo, fumando. Se detenía un momento, envuelto en humo, reemprendía el paseo, en silencio. Caminaba no como una fiera en una jaula, sino que parecía que meditaba (sobre) cada paso que daba. Y, de pronto, se paraba, se volvía hacia nosotros, y reemprendía la clase.
Así las daba el filósofo Eugenio Trías en las clases de Estética de la Escuela de Arquitectura, a finales de los años setenta hasta principios de los noventa del siglo pasado.
El silencio no se hacía cansino o interminable, nadie se evadía mentalmente de la clase, sino que, por el contrario, se creaba una atmósfera tensa que las nuevas palabras evacuaban y rompían. Éstas no habrían sido tan efectivas ni se las recordaría tanto, si no hubiésemos quedado hipnotizados por los callados movimientos circulares.
Eugenio Trías se comportaba peripatéticamente, es decir caminaba dando vueltas, que es lo que la palabra de origen griego peripatético significa literalmente.
Esta palabra se aplicaba a la manera de comportarse de Aristóteles aleccionando a sus discípulos en el Liceo, un centro educativo compuesto por un patio porticado, cerca del templo de Apolo Licio en Atenas (Apolo el Lobo: Apolo venía de los fríos y tenía la aguda, inquietante e inmisericorde inteligencia de un animal de presa, mandando sobre una manada de fieles). Los claustros medievales, creados para la callada meditación ambulante, derivan del Liceo aristotélico.
El pensamiento surge del movimiento circular que permite hallar una solución a un problema. Aún hoy, damos vueltas alrededor de una cuestión, y el dar vueltas es un signo de que aún no hemos dado con una respuesta satisfactoria, con una explicación convincente, pero que ya estamos en camino, rodeando el problema, asediándolo.
¿Cómo podemos pensar, pues, en una clase virtual, sentados ante un ordenador, una "webcam"? Podemos leer, recitar de memoria, mas ¿podemos resolver problemas a medida que agarramos una cuestión y le damos la vuelta?
Es cierto que las clases pandémicas pueden desarrollarse en el aula, ante una cámara lejana suspendida del techo, que enfoca a la tarima y la pizarra, el escenario en el que se desenvuelve el profesor: una solución, que parece definitiva, tan alababa modernamente. Mas, éste no puede quedarse callado. Cualquier silencio es pronto interpretado como un fallo del sistema de transmisión. Movemos el cursor del volumen, salimos y volvemos de la retransmisión y volvemos a entrar; nos preguntamos no lo que el profesor piensa sino qué ocurre para que no hable. ¿Qué deficiencia está ocurriendo. ¿Acaso el programa ha dejado de funcionar, quizá por culpa nuestra?
En una clase son tan importantes las palabras como los silencios, los movimientos como la quietud. Una clase se da, se construye, mientras uno se va acercando a una solución, cuando aborda un problema y se desplaza hacia él, tratando de verlo desde todos los ángulos, observando su cara oculta, en un movimiento de aproximación que tiene en cuenta todas las facetas de un tema.
Mas, una clase virtual castiga el silencio (y a menudo el movimiento).
No es una clase; es un programa televisivo donde todas las cartas están ya sobre la mesa, durante el que el profesor hace ver qué piensa pero no puede pensar en nada.