jueves, 22 de julio de 2010
Buscando lo sagrado desesperadamente
La compañía belga Rosas "presentando" En atendant, en el festival de Aviñón, 2010. Posteriormente, ha sido interpretado en el Teatre Grec de Barcelona
El día cae. El escenario, desnudo, sin luces, salvo la claridad que declina. Una simple tarima cubierta con una estera negra, y nada más.
El silencio del público es tal que se oye incluso la contenida respiración de los bailarines. No hay música salvo, en ocasiones, temas medievales, tocados por frágiles instrumentos, que se repiten como una incantación, interrumpidas a veces por la súbita irrupción de un motivo contemporáneo. Los bailarines danzan en silencio, bailan el silencio, y sin embargo bailan rítmicamente.
Corren, de un lado a otro; cambian constantemente de dirección. Corren inclinados, atraidos por la tierra. Entran en escena y desaparecen detrás de un telón negro, o absorbidos por la oscuridad circundante. Pasan a veces como una exhalación. O se detienen. Caen, salvo cuando un segundo bailarín los retiene, antes de abandonarlos. En grupo, componen extrañas agrupaciones convulsas. Cuerpos tensados, brazos implorantes hacia lo alto, en los que se marcan las famélicas líneas de las costillas, como cuerdas tensadas de un instrumento abombado, que posan por un momento como en un retablo gótico. Los bailarines se estiran en el suelo, vestidos o desnudos. Como si se abandonaran. Antes de ponerse de pie en un eléctrico zigzagueo del cuerpo.
Los movimientos son inexplicables. Y, sin embargo, parecen obedecer a una razón de ser enigmática. Se intuye que no son gratuitos, sino que la gravedad que los embarga los dota de un significado que no se alcanza.
Jéssica Jaques (UAB) explica que la danza contemporánea es la última arte dotada de sentido, el verdadero arte contemporáneo, verdaderamente contemporáneo.
Desde luego, parece el último arte que persigue lo sagrado. Su carácter ritual lo dota de un extraño magnetismo. Nadie entre en el público se atrevería a protestar por la incomprensible y mágica caligrafía que los cuerpos trazan, pues se intuye que escriben en el espacio un texto revelado, semejante al que la mano de dios suspendida en el aire trazó en medio de la sala de banquetes de Nabucodonosor.
Los ritos, antiguos y modernos, basan su fuerza, su aire hipnótico, la transcendencia que persiguen o los habita -y se muestra a través de éstos-, en gestos misteriosos, de difícil o imposible comprensión, pero que no son (parecen) gratuitos. Un orden secreto los rige. Y, sin embargo, éste no parece forzado ni impuesto desde fuera, sino que se manifiesta en el acto mismo de acometerlos. Los ceremoniantes, como los bailarines, parecen saber lo qué hacen y qué persiguen, verdades que no deben de ser de este mundo. Una insólita armonía estructura los gestos. Despiertan sensaciones contradictorias, de paz y de temor. El caos o el desorden quedan fuera del ritual.
Sin embargo, la lógica profana, a menudo forzada, no impera en la danza. El orden fluye, como si los gestos, los movimientos de los cuerpos, los arcos que los brazos trazan y que las manos concluyen, los saltos, los cambios y los giros que los cuerpos manifiestan, las carreras impulsadas por una enigmática fuerza en pos de no se sabe qué, fueran al mismo tiempo libres y catapultados por una tensión, un nervio invisible que los guía.
La danza contemporánea, como un rito verdadero, no cuenta una historia, aunque se base en un relato (de otro tiempo, o personal). Los bailarines no quieren contar nada. La danza no es cine, teatro o novela, artes que tienden un espejo al espectador. Solo vivir o revivir una experiencia, convertida, traducida en movimientos corporales, en una nueva respiración, una aspiración renovada, invitando al público a compartir el trance, como también ocurre en la música.
El festival Grec de Barcelona, este verano de 2010, está dedicado a la danza contemporánea. Varias de las compañías son de Extremo Oriente, o incluyen motivos, temas o técnicas orientales. Los movimientos son parecidos, así como las desnudas escenografías, la manera de situarse en el espacio, el uso del silencio (y las bruscas interrupciones ruidistas), la repetición hipnótica de gestos, la iluminación dura, contrastada, el porte y la apariencia alejados de los arquetipos de danzantes, la prosecución de temas sobre la condición humana, su fragilidad, la muerte.
La danza es la única arte existente, pues es la única que aún entronca, y actualiza, antiguas (o que parecen antiguas porque se siente que son verdaderas) acciones rituales, sin que éstas causen verguenza ajena o indiferencia. Durante unas horas, todos, ceremoniantes y espectadores, tienen la sensación de enfrentarse a lo trascendente, y creen que alcanzan alguna verdad. La ilusión, o la ficción, no dura más allá del final del espectáculo. pero, en el resto de las artes, ni siquiera empieza.
Gracias a la danza contemporánea, que es también arquitectura, aún podemos creen en la virtud del arte. ¿Hasta cuándo?
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