jueves, 26 de enero de 2012

El palacio del bosque de los placeres cotidianos (Karatepe Aslantas).




















Fotos: Tocho, enero de 2012



El rey neo-hitita Azatiwatas (s. VIII aC) se hizo construir una fortaleza, o un pabellón de caza, rodeada de una extensa muralla, en lo alto de una colina, cubierta por un tupido bosque de pinos, aislado de cualquier asentamiento, en Karatepe Aslantas (sur de Turquía).

Los muros exteriores de la fortaleza, hoy destruida, se ornaban con poderosos relieves, de un metro y medio de alto, esculpidos en bloques de basalto. Mostraban escenas de la vida de la corte y del ámbito familiar: banquetes, conciertos, danzas, el rey oliendo una flor, una madre amamantando a su hijo, un barco, de perfil egipcio, bogando por un río. Leones, de fauces abiertas, blandiendo afilados colmillos, guardaban las puertas.
Los relieves y los leones, así como una estatua monumental del rey, de pie sobre dos toros, de unos tres metros de alto, se han conservado casi íntegros. Y hoy se exhiben en medio del mismo bosque en el que, un día, fueron montados para mostrar la vida regulada que el monarca llevaba.

Los hititas constituyeron uno de los tres grandes imperios, junto con los babilónicos y los asirios, que dominaron el Próximo Oriente antiguo en el segundo milenio aC. Tras un eclipse, resurgieron en la primera mitad del primer milenio aC, antes de sucumbir ante los asirios.

Estaban asentados en Anatolia, pero llegaron a dominar el Levante (el Mediterráneo Oriental), y tomaron Babilonia.
Eran muy distintos al resto de los grandes pueblos del Próximo Oriente antiguo. Fueron quizá el pueblo más humano, Proscribieron la ejecución capital. Creían en la necesidad del ser humano. Por esto, fundaron la vida comunitaria en el derecho. No eran las leyes divinas, sino humanas, las que regulaban la vida en sociedad. Algunos estudiosos han comparado a los hititas con los romanos. Sin embargo, la crueldad, a la que era proclibe la cultura romana, no se percibe en el mundo hitita.

Su concepción del cielo era singular. Sabían que los dioses eran omnipotentes, pero también sabían que no eran infallibles. Por eso, consideraban que los hombres no eran unos miserables, como pensaban los babilónicos y los asirios, sino que su misión en la tierra era completar y corregir la creación y las decisiones divinas. Los seres humanos no eran los sirvientes de los dioses, y menos sus esclavos, sino que ponían freno a los actos erróneos de aquéllos.
Así, la creación humana era necesaria. La arquitectura era el ate mayor. Palacios y ciudades (los hititas nunca construyeron templos, pues no quería que los dioses -por los que sentían más impaciencia que admiración, como si la vida fuera mejor si no existieran- se instalaran entre los humanos) se construían sobre riscos. No tenían que tocar el lodo o la tierra. Las rocas eran los huesos de la tierra, y las edificaciones las coronaban, como si fueran la carne que los huesos necesitaban. Así, las construcciones humanas daban cuerpo, o forma, a las creaciones, esquemáticas, de los dioses.

Karatepe Aslantas, edificado en lo alto de un peñasco rodeado de bosques, constituía un retiro. En él, el rey se apartaba de los problemas, para convivir consigo mismo y con los suyos. El palacete o el pabellón proclamaba las virtudes de la vida terrenal, los placeres de la vida cotidiana, lejos de la observación divina. El rey se recogía en armonía consigo mismo y con sus semejantes.

La ideología hitita se transfirió a Grecia. Algunos valores como la dignidad del hombre sabio que Platón proclamó, aduciendo que el sabio podía alcanzar el conocimiento que en principio solo estaba al alcance de los dioses, ya estaban en la concepción del hombre y de la vida hititas.

Karatepe Aslanta es un hermoso ejemplo de armonía entre la vida humana y la naturaleza. Bien conservado, tiene aún la capacidad de ilustrar sobre determinados valores que, tras la caída del imperio hitita, tardarían en ser recuperados. Para algunos, aún no se han reestablecido totalmente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario