miércoles, 9 de octubre de 2024

El saber y el sabor

 Mientras que el castellano y  catalán solo poseen una única palabra, sabio o savi, el francès recurre a dos términos: sage y savant. No son propiamente sinónimos. Poseen significados distintos (que sabio o savi posee pero no distingue).

El castellano y el catalán están más cerca de la palabra originaria, el latín sapidus (y el verbo sapio), una palabra que también está en el origen del sustantivo sabor (y del adjetivo sabroso).

Sapio, en latín, significa tener gusto, es decir buen gusto. El gusto se manifiesta tanto en el hacer (el buen hacer) como en la decisión previa al hacer, que determina si se tiene que actuar o no.

Un savant, en francés, es una persona inteligente. Posee los conocimientos necesarios para intervenir. Sabe cómo hacer o proceder. Persigue una meta: la verdad. 

Pero el savant y no mide las consecuencias de sus actos. La meta, la prosecución de una acción, es un fin en sí mismo, independientemente de lo que dicha acción pueda causar, hoy diríamos, de los daños colaterales.

El sage, en cambio, persigue valore éticos y estéticos: el bien y la belleza. Intuye qué puede acontecer si obra. 

El sage reflexiona -y puede llegar a la conclusión que los daños pueden ser superiores a los beneficios. El savant actúa. Tiempo -o no- tendrá el sage de evaluar la “bondad” del gesto del savant.

Una persona inteligente no es siempre sabia. Sabe cómo hacer, pero no se plantea porqué hace. El savant no se detiene. Tiene que practicar, y repetir una y otra vez los gestos necesarios, y en un determinado orden, para conseguir sus fines. La destreza es necesaria para ser un savant: una destreza que requiere una mano diestra, eficaz, que logra gestos contundentes, que no dudan: se llevan a cabo, diríamos, sin pensar. El savant tiene que tener capacidades técnicas. No puede recapacitar. El savant cree en el progreso. Mira hacia adelante, hacia el futuro. Tiene un objetivo. 

El sage, en cambio, mira hacia el pasado, y aprende de las decisiones tomadas en el pasado. De dichas enseñanzas saca las consecuencias que probablemente causen sus acciones “savantes “. El savant no se hace preguntas. No cuestiona ni se cuestiona. Es una máquina eficaz. Gracias a sus acciones, se despeja un camino -que quizá no lleve a nada y sea irreversible. El sage “huele” lo que puede ocurrir. Tiene olfato y vista. Tiene el buen gusto de inquirir sobre las condiciones y las posibles consecuencias de la acción, perfectamente planificada, que el savant está a punto de emprender. 

El gusto es una facultad que permite medir las cualidades de las cosas y de los gestos, y su impacto en nosotros, en nuestro ánimo. El gusto intuye las consecuencias de una exposición: de unos objetos, y de nuestro contacto con éstos. 

Educar el gusto debería ser la tarea de cualquier enseñanza: enseñar a valorar si se puede y se tiene que proceder. Un conocimiento que debería preceder el de los saberes técnicos y proyectiles en arte y arquitectura. La “sagesse “ puede conllevar renuncias. Preferir dejar las cosas cómo están -con la posible esperanza que, un día, un sabio, recapacite, y determine que se dan las condiciones para que un acto sea bello y beneficioso, siempre atento a cualquier atisbo de mala práctica, de una práctica  que hace, nos hace, daño, nos hace peores.


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