lunes, 11 de mayo de 2009

El mito del artista




Érase una vez un pastorcillo. Mientras apacentaba ovejas dibujaba, con una rama, sobre la tierra húmeda, pías imágenes que veía en sueños. El viento cálido endurecía los trazos, y el polvo suavizada las retoques.


Vino a pasar un día el señor de aquellas tierras italianas. Detuvo el caballo, descendió y contempló, sorprendido y admirado, las hermosas historias que el niño había siluetado y coloreado con arcillas de distintos tones ocres, guijarros pulidos y hojas y pétalos desmenuzados. Lo llamó, le preguntó por su nombre y le invitó a vivir en su castillo, poniéndole al cuidado de maestros en toda clase de artes y de técnicas para que completaran su formación. Era un caballero distinto de los demás: miraba las huellas de la tierra sin pensar en apoderarse, a fuego y sangre, de aquélla. Años tarde, ya célebre y cortejado por toda Italia, Giotto no cesaría de cantar la grandeza de su antiguo dueño y señor.

Érase otra vez una criada. Trabajaba de sol a sol, lavando pesada ropa de algodón en el río, fregando y encerando de rodillas suelos de gruesas lamas de madera, y cambiando las sábanas manchadas de los señoritos, en diversas casas, pero lo que ganaba apenas le daba para comer. Parecía un poco simple. No había salido del pueblo, en el corazón de Francia. Solitaría y casi muda, su único consuelo consistía en hablar con los pájaros y los árboles y exponerse a las caricias del viento. Y pintar, pintar todas las noches, con pigmentos que fabricaba con cera líquida que robaba de los cirios encendidos en la iglesia, plantas recogidas por los caminos, tierras del fonde del río y un poco sangre -para los rojos sombríos de los frutos que pintaba con los dedos como si fueran las mejillas sonrosadas de angelotes que meciera maravillada-, que, a escondidas, tomaba los días que trabajaba en una carnicería. Casi nadie le dirigía la palabra, salvo para darle órdenes y mandarla fuera. La misma Virgen María le había ordenado que pintara. Y ella siempre miraba hacia lo alto, de donde le venía, decía con obstinación, la inspiración. Sabía incluso unas frases de Santa Teresa de Jesús.

Aconteció que un nuevo inquilino en una de las casa donde la criada trabajaba descubrió, un día, en un comedor de unos conocidos, un cuadrito con un torpe pero expresivo bodegón: unos frutos, extraños, casi irreconocibles, aplastados contra el tablero, frutos aún cargados de savia y de vida, unos frutos devueltos a una nueva vida. Cuando preguntó por el pintor le contestaron que era su criada, Séraphine, quien había realizado semejante desastre en el que las manzanas no parecían manzanas. El inquilino lo compró de inmediato. y empezó a comprar y comprar obras de Séraphine. Y le compraba pinceles y telas. Era casi su Pigmalión. Pero la dejaba hacer. No la modeló. Solo recogía los frutos de las constantes plegarias pintadas de Séraphine.

Se trataba de un marchante alemán, muy rico. En su galería exponía un joven Picasso. Había descubierto a Rousseau. Su colección era fabulosa. Vívía en pareja con su amante, un joven pintor mediocre, y, se sospecha, su propia hermana. Se trataba, pues, de un ser extraordinario, distinto. Tenía un coche y un sombrero de paja. Era justo antes de la Primera Guerra Mundial.

En los años veinte, Séraphine empezó a ganar dinero. Se compró un vestido largo, una casa y candelabros de plata. Los vecinos murmuraban sorprendidos. Gastaba sin contar. Iba a exponer en París. Y empezó a desvariar, o eso se dijo. La encerraron en un hospital siquiátrico. Murió, atada a una cama, durante la Segunda Guerra Mundial.

Séraphine es una silenciosa película que acaba de ganar todos los César en Francia. No sé si lo que cuenta es totalmente cierto, si la vida y el arte de Séraphine Louis aconteció de ese modo. Se basa en una tesis doctoral escrita por una sicoanalista (que conoció a Anne Marie, hermana de Wilhelm Uhde). Los sicoanalistas creen en la predestinación, en el hado aciago y luminoso, como quienes contaban mitos. Nada es gratuito. Todo se remonta al pasado, a un tiempo anterior al tiempo, cuando las personas aún no eran personas sino niños olvidadizos y moldeables.

Pero lo que muestra la película es verdad. El relato tiene su verdad. Una verdad más allá de lo verosímil. Dice lo que dicen todos los mitos y los cuentos. Que las hadas madrinas velan y saben, pese a las madrastras, hallar la horma de las cenicientas.

Sin embargo eso ocurre en los cuentos. En los cuentos de otros tiempos. En la vida diaria, hoy, en España, los protectores se llaman Risto y los pastores y las lavanderas, Labuat. Eso es la realidad. Y desafina. Como la realidad


Nota:

Séraphine (Martin Provost, 2008): una película francesa. Admirable, como (casi) todas. La mejor película del año. Y su intérprete, Yolande Moreau, debería ascender a los altares.
Imágenes:
Izquierda: Séraphine de Senlis. Derecha: Giotto

domingo, 10 de mayo de 2009

Apolo y el ratón


Algunos estudiosos tratan aun de comparar lo que los mitos cuentan con lo que la historia o los halazgos arqueológicos revelan. La verdad del mito, entonces, se mediría por su mayor o menor acercamiento, a la historia.
Sin embargo, la verdad del mito no es externa sino interna. Un mito es la verdad. Un mito cuenta la verdad cuando lo que narra coincide con lo que otros relatos afirman o revelan. Es decir, cuando denota los esquemas mediantes los cuales los humanos percibimos y traducimos la realidad. Lo importante es que, pese a que lo que narra parezca, a primera vista (o según nuestra lógica), extraño, incomprensible o incoherente, todos los personajes y las acciones respondan a una misma lógica, una misma manera de ver el mundo, lógica que tiene que presidir o estructurar cuantas historias míticas protagonicen esos mismos personajes.

Así, por ejemplo, ha sorprendido -e intrigado- uno de los epítetos de Apolo: Smintheus. Al parecer, los antiguos ya sabían que sminthos significaba ratón en Creta, o en algún dialecto cretense. La asociación entre el modesto y molesto roedor y el triunfador Apolo, que jamás se arrastró, ha sorprendido y aún sorprende. Se piensa, entonces, que Smintheus no deriva de la palabra cretense -si bien, por otra parte, el posible origen cretense del término corroboraría lo que el Himno homérico de Apolo cuenta acerca de las estrechas relaciones entre Apolo y Creta. Eso, sin embargo, no es lo importante.

Que Apolo y el ratón estén asociados es pertinente. Y dice mucho sobre cómo los griegos se imaginaban las obras de Apolo. Tanto el Himno de Apolo de Calímaco, cuanto el de Homero, nos cuentan que Apolo, además de músico y arquero, era arquitecto y urbanista. Tres profesiones para las cuales la línea recta -del arco, de la cítara, y de la regla- es esencial, que juegan con enderezar líneas onduladas.
Las actividades urbanistas y arquitectónicas de Apolo no consistían en levantar grandes volúmenes, en construir hacia lo alto como un desaforado arquitecto, sino en intervenir sobre el territorio, planificando, delimitando, asentando. Sus únicas acciones no se separaban del suelo: abría zanjas, colocaba cimientos, instalaba apoyos seguros -sobre los que, posteriormente, los humanos, eventualmente, levantarían paredes. Abría caminos, araba, dividía, delimitaba la tierra, de modo que pudiera ser ocupada por los hombres -un tipo de tarea idéntica a la que el dios de la arquitectura mrsopotámica, Enki, había ya practicado.

Los dioses, sin embargo, daban, pero también quitaban. Lo que daban sí se quitaba. Construían y destruían. Lo que ofrecían, lo que aportaban, podía ser requisado en cualquier momento, sin se cupiera mediación, negociación posibles. Tradicionalmente, el toro, el oso, el león, el jabalí eran los animales que más se oponían a los esfuerzos civilizatorios consistentes en domesticar la tierra. Eran los emblemas de los peligros que acechaban a los humanos.

Sin embargo, existía un animal aún más daniño, íntimamente ligado a la tierra, que apenas se levantaba sobre el suelo: el ratón.
Que Apolo estuviera asociado al ratón significaba que lo que el orden que aportaba podía, mediante una plaga de ratones -y quizá la peste que traían-, ser borrado de la faz de la tierra. La destrucción más eficaz, de raíz, la causaba y la causa el ratón. Su avance es implacable. No se puede detener. Encarna a la perfeccción la furia destructora de la divinidad. Los ratones y las ratas siempre han sido considerados como plagas divinas.
Si Apolo quería aniquilar lo que había construido pare el hombre, ofreciéndole las bases seguras y asentadas de un cobijo, solo le cabía convertirse en un ratón. Nadie podría, entonces, oponerse a su furia roedora. Y los hombres volverían a su inicial condición errante.

sábado, 9 de mayo de 2009

Todo por la patria

"Fer pais": tal es el lema de los políticos en Cataluña (y del presidente del Barça, si es que hay alguna diferencia) -y no solo en Cataluña; hoy, el nuevo presidente del Pais Vasco afirmaba querer "hacer país"-. Todo se explica, se justifica, se perdona porque "es fa pais". No se sabe bien que quiere decir esa cantinela, o este exorcismo: ¿contribuir a la mejora económica, cultural, social, educativa?; ¿al orgullo patrio? ¿a la multiplicación de las granjas de purines? ¿al destrozo de las costas? ¿la invasión del territorio por casas adosadas estiradas como gusanos? Desde luego, si no "es fa pais", no hay redención posible. En política -y deporte.

Por eso sorprende que la colección del nuevo centro de arte Vila Casas, abierto en Can Framis, en Barcelona, haya sido constituida "per fe pais". No reflejaría los gustos y las obsesiones del coleccionista, ni su interés económico -motivos todos tan saludables-, sino el deseo de honrar, satisfacer, colmar, lo que se revela como un ávido e inclemente ídolo llamado país, o Pais, siempre incompleto, que exige que se haga, trabaje, sacrifique constantemente. Un Pais sediento de esencias. Cuestiones estéticas, preguntas sobre el valor y el interés de las obras, su forma y su contenido, sus cualidades, desaparecen; no son pertinentes, ya que no se trata de satisfacer el gusto (siempre egoista), sino el pais. ¿"Bello", "feo", "interesante", "turbador"? Preguntas improcedentes o vanas: "patrio", es la respuesta. Y no hay nada que añadir. En el nombre del país, todo se justifica. No soy yo, sino el país, que lo exige.

La duda surge entonces: ¿es un espacio de arte el lugar más adecuado para exponer las reliquias? Sí, si se piensa que para ser calificado de "contemporáneo" -y, por tanto, alimentado con toda clase de fondos, principalmente públicos, exposiciones, catálogos y medallas (¿qué ciudad, qué "pais" no requiere un museo de arte contemporáneo?)-, el arte tiene que ser político: es decir, tiene que denunciar, criticar, enjuiciar a aquellos mismos que pagan, lavando así la conciencia tanto de los artistas -que se excusan de pedigüeñar fondos públicos- cuanto de los políticos -que se revisten de un talante democrático tal que aceptan magnánimamente que los bufones les critiquen (hasta cierto punto: recordemos la imagen de un Mariscal lloroso en las noticias televisivas del mediodía pidiendo, hace años, perdón por expresar lo que pensaba sobre cierta visión "el país").

Pero, salvo este caso, los obras "patrias" (y no artísticas) que, como ladrillos y argamasa, hacen y exaltan al pais, deberían estar más bien en un museo militar (queda uno vacío en Barcelona, precisamente) o religioso (una sala capitular), allí donde se conservan los testimonios sobre los que se fundan y se justifican todas las acciones en pos de las glorias de un reino.

Pero, arte, lo que se dice arte, no es. Aunque, ¿importa?

viernes, 8 de mayo de 2009

Arte institucional (o lo que hay que hacer para que te compren)



Sean del partido que sean, las instituciones catalanas gastan fortunas en anuncios institucionales: "Visc a Barcelona", "Som-hi", "Barcelona, la millor botiga del mon" y, ahora, "Fent Barcelona " -quizá una réplica (o una cita) a la "feina ben feta" que imperaba anteriormente.
Los costes son tan grandes que no se divulgan, por mucho que los partidos de la oposición -que saben que no obtendran nada, lo que les conviene, pues ellos mismos, cuando mandaban, hicieron lo mismo- pidan que se rindan cuentas. Las respuestas suelen ser siempre las mismas: los partidos que gobernaban anteriormente hacían lo mismo -obvio-, las partidas están ya presupuestadas, y los costes no son tan elevados. Millón más o menos de euros. Minucias.

Mientras, las instituciones no gastan nada en comprar obras que doten de fondos mínimamente decentes los muchos museos de Barcelona. O tan poco, que la adquisición de un bibelot neoclásico para el Museo Marés se convierte en una noticia que cubre una página entera de los periódicos; el Museo Picasso compra una carta, un grabadito, un plato, y se monta una sala especial. El MNAC consigue una obrita de Ángel Ferrant, y ya se compara con el Museo Metropolitano de Nueva York. De todos modos, esos centros están de suerte. Otros cierran para siempre, como los Museos de Artes Decorativas, o el Textil, o no han recibido ayuda ni fondos desde los fenicios, como el Museo Arqueológico, que nadie sabe si está abierto o no. ¿Y qué importa?

Por eso, un artista agudísimo, Alfredo Jaar, ha sabido qué hacer para que le compren una obra: imitar una campaña institucional. Bingo: centenares de crespones negros con frases profundas, profundas sobre arte y política (¿cómo no, pagando una institución pública?) (¿quién no citaría a John Berger, si quiere pasar por sesudo, como bien sabe Isabel Coixet y Penélope Cruz, grandes artistas de instalaciones?), seguidas de puntos suspensivos (¡ah! el poder misterioso de estos garbancitos rojos; se intuye que habría tanto por decir...), cuelgan de las farolas; anuncios en las televisiones (¿es el anuncio la obra, o el anuncio de la obra? duda metafísica: la obra es un prodigio metalingüístico, por lo menos), en los cines: ni Hannah Montana ha contado con tanta publicidad; lo que se ha gastado no lo sabe nadie. Perfecto.

Y, mientras, en subastas extranjeras, desfilan cuadros de Miró -no el Miró de los carteles del Barça, ni de los tapices polvorientos, sino el que pintaba- o de Picasso hacia los almacenes de museos norteamericanos. ¡Pero son tan convencionales!
Visc a Barcelona. Glubs.

Aspockllo

jueves, 7 de mayo de 2009

Apolo

TORSO DE APOLO ARCAICO

" No conocemos la inaudita cabeza,
en que maduraron los ojos. Pero
Su torso arde aún como candelabro
En el que la vista, tan sólo reducida,

Persiste y brilla. De lo contrario, no te
Deslumbraría la saliente de su pecho,
Ni por la suave curva de las caderas viajaría
una sonrisa hacia aquel punto donde colgara el sexo.

Si no siguiera en pie esta piedra desfigurada y rota
Bajo el arco transparente de los hombros
Ni brillara como piel de fiera;

Ni centellara por cada uno de sus lados
Como una estrella: porque aquí no hay un sólo
Lugar que no te vea. Debes cambiar tu vida."


(R.M. Rilke, Otra parte de los nuevos poemas, 1908)

miércoles, 6 de mayo de 2009

Justicia

Penélope a los pretendientes que no cesan de asediarla en su propio hogar: "¿No oísteis decir a vuestros padres, cuando erais todavía niños, de qué manera los trataba Ulises que a nadie hizo agravio ni profirió en el pueblo palabras ofensivas, como suelen hacer los divinales reyes (é t´ésti díke theíoon basiléoon), que aborrecen a unos hombres y aman a otros?"
(Homero, Odisea, 4, 689-693)

La justicia es una virtud real. Los reyes se comportan como dioses: son divinos (theíoon basiéoon). Mas los reyes son caprichosos. Sus decisiones irracionales, injustificadas. Conceden y retiran favores sin que se sepa porqué. Éstos responden a la diké. Diké es el derecho, la justicia: la norma que debe regir las relaciones. La justicia que los reyes, comportándose como los dioses, siguen les impele a comportarse como unos tiranos. La justicia, como la que los reyes y los dioses asumen, es el paradigma de la injusticia. Mas la diké es una virtud que los hombres deben seguir. Una virtud propiamente humana.
El sarcasmo de Homero es evidente. Su intención, sin embargo, no es clara. U obliga a una doble interpretación: que los poderosos (reyes y dioses) son injustos, o que los hombres son unos seres sustancialmente injustos. Su humanidad es su inhumanidad. Por eso, los dioses tenían razones para que los hombres se extinguieran lenta y cruelmente en una lucha fratricida casi eterna. La guerra de Troya aún no ha concluido.