domingo, 17 de mayo de 2009
Danza, música y espacio interior
,
"La danza es el verdadero -o el único- arte contemporáneo" (Jéssica Jaques).
Junto con la arquitectura y la música, cabría añadir. El resto, escaparatismo.
Compañía Última Vez, de Wim Vandekeybus. La mejor, en la actualidad.
"La danza es el verdadero -o el único- arte contemporáneo" (Jéssica Jaques).
Junto con la arquitectura y la música, cabría añadir. El resto, escaparatismo.
Compañía Última Vez, de Wim Vandekeybus. La mejor, en la actualidad.
sábado, 16 de mayo de 2009
Al dios de las profundidades
Misión arqueológica sueca en el yacimiento de Aghia Irini (1927-1931), en Chipre, uno de los más importantes del siglo XX, en el que se descubrió el equivalente de la tumba del primer emperador chino: centenares de figuras humanas, híbridas (centauros) y animales de terracota, dispuestas en perfecta fila, ofrendadas al dios Poseidón, divinidad que causaba terribles terremotos (s. XII aC) (hoy en Nicosia -Chipre- y en Estocolmo -Suecia).
Celebración
Roma estaba sacudida, de tanto en tanto, por celebraciones ciudadanas multitudinarias, que recorrían, durante las densas noches sin luna, calles y plazas, en medio de un baile de enhiestas antorchas llameantes, invadiendo el espacio y turbando el orden cívico.
Se trataba de procesiones en honor de Atis y de Cibeles. Éstos eran divinidades importadas de oriente, que favorecían la regeneración física y espiritual, pero que exigían a los devotos una entrega absoluta. Durante las manifestaciones, los fieles silbaban en contra de los dioses capitolinos que nada aportaban a la salvación humana, lo que despertaba la inquietud de los sacerdotes y del emperador. Estos cultos reforzaban el sentimiento de pertenencia a una secta de iniciados, mal vista por el poder de la ciudad y del imperio, a causa de las violentas algarabías, y podían acentuar la sensación de desapego hacia las leyes que dictaba el senado y santificaba el emperador. Por otra parte, toda vez que el emperador era dios, y que Atis y Cibeles exigían un culto, una entrega exclusivos, la divinidad del monarca peligraba.
Estas fiestas no se practicaban en espacios cerrados, sino al aire libre: recorrían las principales arterias de la ciudad siguiendo las efigies de Atis y de Cibeles.
Sin embargo, las calles y los monumentos no sufrían. La procesión era profundamente perturbadora del orden social, pero los asistentes, a fin de honrar a sus dioses, les entregaban lo más valioso que poseían: se causaban heridas para verter su sangre en beneficio de las ávidas divinidades, se sumían en orgías en las que perdían la cabeza y algo más, quizá, se laceraban profundamente las espaldas azotadas, se mutilaban y, finalmente, en un último y postrero sacrificio, rendidos a los pies de las efigies exigentes, se castraban, se emasculaban en un baño de sangre. Entregaban su virilidad. A partir de entonces, su vida, su suerte, su hombría estaba en manos de Atis y de Cibeles.
Atis y Cibeles tuvieron prédica en la Tarraconense. Se rendía incluso culto a Mitra, otra divinidad oriental, lo que manifestaba sin duda cierto desapego hacia la religión oficial oficiada desde el centro de Hispania. Se conserva, cerca de Tarragona, aún un monumento con un relieve que ilustra la vida de la divinidad. Prueba que las religiones contrarias al orden imperial se practicaban a la luz del día.
Hoy en día, los dioses son otros, pero son tan implacables y fanáticos y despiertan idéntica pasión: los deportistas (y los cantantes de OT). Cuando triunfan, cuando desfilan, masas enfervorizadas rinde culto a los ídolos a los que adoran. Darían, harían lo que fuera para entreverlos, no digamos para tocarlos, besarlos. Algunos fieles, extáticos, poseídos, se desmayan cuando los astros aparecen en medio de un rugir de banderas. Caen a sus pies.
Por eso, sorprende que los seguidores del Futbol Club Barcelona (cuyos colores, azul y grana, evocan el color de las venas y de la sangre), a fin de honrar a sus divos, se limiten, al caer la noche, simplemente a destrozar el mobiliario urbano, y a mancillar, a ensuciar calles, plazas y fuentes, mientras corros hermanados gritan, chillan, berrean, como chiquillos que chapotean en una fuente una noche de estío -en vez de rendir el debido culto que las estrellas merecen-, y no entreguen lo que más aprecian o necesitan, no se entreguen -el culto extático es lo que tiene. No valen las medias tintas. No se puede adorar de boquilla.
Además, de ese modo, se cortaría en seco, de raiz, la engendración de adoradores de las pelotas. Ya no colarían penaltis.
Tres notas malagueñas: la catedral musulmana
Desde lo alto de la alcazaba, Málaga se extiende entre el mar que se abre hacia la pálida neblina del horizonte y un conjunto de sierras recotadas, posadas enigmáticamente sobre la llanura como unas montañas chinas. En medio del casco antiguo, al pie de la fortaleza, por encima de las casas viejas de tres plantas, se alza, como si despegara, henchida por no se sabe qué fuerzas interiores, la mole catedraliza, desequilibrada por el empuje de una gruesa torre, completa, mucho más alta que una segunda de la que se construyó solo la base, incorporada en la fachada.
El tejado es plano, aterrazado, del que sobresalen leves y rítmicas hinchazones, como burbujas que aflorasen o bolsas de aire bajo una fina tela tendida al sol. El tejado no parece pesar, como si de una cubierta ligera, de cañizo o de lona se tratara, con el que el húmedo viento juega, dándole formas. El calor tensa también la cubierta.
La catedral de Málaga es la más hermosa de España, puesto que es la más personal. Toledo, Burgos, León poseen relicarios góticos, casi modélicos que derivan, no obstante, quizá en demasía, de modelos franceses.
Por el contrario, Málaga posee la obra maestra de Diego de Siloe (s. XVI), el mejor arquitecto español, junto con Juan de Herrera (s. XVI) -ningún edificio supera El Escorial- y, en menor medida, Ventura Rodríguez (s. XVII-XVIII) -iglesia del monasterio de Santo Domingo de Silos, perfecta como un témpano-.
Diego de Siloe no fue el único arquitecto que intervino. Las obras de la catedral, inicialmente gótica, posiblemente empezaran mucho antes de que Diego de Siloe fuera llamado para replantear toda la obra.
La catedral es un bosque de tótems altos como esfinges: un hierático ejército de pilares desmesurados, hincados como menhires, dedicados a no se sabe qué arcáica divinidad. Compuestos por la superposición de amplísimas pilastras corintias, alzadas sobre un basamento que ya es casi toda una columna, y rematadas por nuevos pilares que emergen y crecen del capitel, la imagen de la catedral se asemejaría a la de la nave hipóstila de un templo egipcio, en el que las columnas se multiplican como los juncos en las marismas, si no fuera por la luz que invade por vidrieras situadas en lo alto, justo debajo del techo. La altura del templo impide casi descubrirlo. Al mismo tiempo, los pilares invaden pero también fragmentan el espacio, como si el perímetro del templo solo existiera para contener y exaltar a un conjunto de ídolos severos y sin rostro que nada tienen que ver con el bajo mundo humano. La catedral de Málaga no eleva el espíritu como cualquier otro templo cristiano. Antes bien, invita, obliga a prosternarse, a doblegarse ante la omnipotencia de la divinidad que se ha hecho piedra, cuyo rostro es invisible.
Este bosque pétreo solo puede tener un origen: la mezquita sobre la que la catedral se edificó. Pese a la existencia de un ábside y la presencia de un eje (la nave central) -que, sin embargo, apenas se percibe cuando uno recorre el templo-, la catedral es una perfecta interpretación del templo islámico. El lenguaje de la mezquita traducido a las aspiraciones cristianas. La misma forma del techo se asemeja al de una mezquita árabe. Todo este conjunto de prietas pilastras, más fuertes que atlantes, solo soportan un techo plano, que ondula apenas por la inscripción de una trama de cúpulas aplanadas que dibujan tan solo un estampada geométrico de motivos circulares. Todas las cúpulas, o, mejor dicho, hinchazones del techo, tienen el mismo tamaño. Ninguna, por otra parte, es visible desde el exterior. Los motivos son geométricos, semejantes a tracerías orientales. La geometría de las pilastras y de la ornamentación evitan cualquier seducción naturalista de una divinidad encarnada. Ésta sólo se revela en el esplendor matemático y en la desproporción entre lo humano, sumiso, y lo divino, trascendente. La mezquita existe para que el hombre perciba su pequeñez y su imperfección ante una divinidad tan descarnada que sus rasgos, cristalinos, son invisibles a los ojos de los humanos.
La catedral de Málaga es el perfecto templo anticristiano. ¿Por eso tanto atrae -e inquieta-?
Tres notas malagueñas: el mejor retrato de Picasso
Pablo R. Picasso: Cabeza de perfil, 2 de enero de 1933, monotipo sobre cobre, estampado sobre papel, 25,5x34,5 cm (hoja), Museo Picasso, Málaga
De la pequeña y variada colección del Museo Picasso de Málaga, menor aunque agradable y muy bien presentada, sobresale este retrato, uno de los más inquietantes del artista. La imagen no refleja el juego de luces y sombras veladas que ciñen el rostro, ni la mirada intensa y sesgada. Una pequeña e inesperada joya.
Tres notas malagueñas: la muralla mágica
Regreso de Málaga tras participar en el curso de doctorado del filósofo y profesor de estética Luis Puelles, en la facultad de filosofía, para exponer y debatir, durante siete horas, sobre el imaginario arquitectónico griego a través de la figura de Apolo. Debates apasionantes, útiles y reveladores. Sólo se aprende, de verdad, exponiendo (trantando de ser claro y ordenado) y discutiendo.
Ha habido la posiblidad de visitar, brevemente, algunas joyas malagueñas.
La primera, inesperada, en un lugar insólito, poco visitado, poco agraciado: él sótano del Museo Picasso al que se accede por una escalera estrecha, de servicio, en una esquina de una sala de los pasos perdidos. Se trata de algunos restos arqueológicos de la Málaga originaria, fenicia, del s. VII aC, llamada Malaka: una torre incompleta, una parte de la muralla, la esquina de una vivienda, unos depósitos (romanos), restos escasos pero consolidados, rodeados de gravilla, como si de un belén se tratara, cruzados por pasarelas y asaeteados por anodinas columnas de hormigón. La imagen es semejante a la que produce cualquier asentamiento arqueológico enterrado, debajo de una construcción moderna. Es casi imposible apreciar la estructura urbana, la organización del espacio doméstico, y percibir mínimamente la distinción entre el exterior y el interior. Se trata solo de unas pocas piedras, adecentadas, que parecen molestar la circulación de los visitantes, rápidamente desconcertados y cansados.
Y, sin embargo, una parte de estos restos, los más antiguos, hablan, evocadora, sensiblemente de quienes los construyeron: denotan una presencia, una mano, una inteligencia humanas. Se refieren a seres humanos que levantaron los muros, como pocas veces ocurre con los restos arqueológicos "museografiados", convertidos en atracción turística.
Una de las torres de defensa del recinto amurallado de Malaka se alza todavía unos dos metros, al menos. Una de las esquinas está bien conservada, y continua durante unos metros con un tramo de muro, ya más bajo. Aunque el paramento haya sido consolidado y limpiado, guarda el aspecto tosco pero cuidado que debía tener hace unos dos mil seiscientos años. Se percibe el cuidado con el que las piedras han sido seleccionadas y dispuestas. En la esquinas, unos bloques han sido tallados y guardan las marcas de los cortes; otros han sido dispuestos con cuidado porque la forma que tenían, más o menos paralelepipédica, convenía, sin tener que romperla, para configurar la esquina de la torre, de lados levemente inclinados. Se intuyen los tanteos, las pruebas. Se siente el gusto que las piedras despertadon, el caríño, tan poco militar, con el que fueron escogidas y colocadas, los juegos de tonalidades, las texturas variadas, las estrías que se combinan, los rellenos con guijarros que crean nubes de asteroides alrededor de los cantos más voluminosos. Una fina capa de arcilla fue dispuesta para suavizar ciertos ángulos, para disimular imperfeccionar, para crear veladuras, matices. Se intuye las trazas de los dedos, el retocar de la fina capa de arcilla hasta dar con el grosor, el tono justos, el tiempo pasado "pintando". Se trata caso de una composición abstracta donde las urgencias de la defensa parecen casi subordinarse a las necesidades compositivas. La belleza primó sobre la función.
Un artesano perdió tiempo jugando con piedras y con arcilla. Y fue componiendo, gustosamente, a medida que disponía los materiales, que ajustaba los elementos. La torre y el muro es una creación suya, propia, y revela una visión, una manera de mirar a la naturaleza, a unas piedras y unos cantos convertidos, de pronto, en entes expresivos, como si el anónimo artesano, el "Constructor de la Torre de Málaka" hubiera sabido descubrir y exponer su belleza latente.
No se trata de una torre ni de una muralla imponentes. Es posible incluso que no hubieran sido muy eficaces. Ya en los inicios de la Edad de Hierro se hallan instalaciones defensivas temibles y orgullosas. Las piedras, descomunales, cuyo grosor se intuye tan solo mirando su altura y su anchura, están perfectamente cortadas e insertadas. Su talla y su instalación son inconcebibles. Causan admiración y espanto. Porque se diría que no se trata de una obra humana. Una voluntad tiránica se ha impuesto, desde fuera o desde el corazón de cada trabajador. El muro resultante causa admiración por la fría e implacable, casi imposible o inhumana, perfección. Parece como si hubiera sido levantado por un ejército de canteros sin sentimiento, trabajando colectivamente, entregados al servicio de la muralla, dominados, aplastados por ella, sin denotar más que la voluntad insensible de crear una mole aterrorizante. El que el filo de una cuchilla no pueda penetrar en las juntas se aduce habitualmente como una prueba de la inmisericorde técnica con la que el muro ha sido labrado. Pero todas estas murallas, altivas y perfectas, cayeron un día.
No, la muralla fenicia de Malaka no puede compararse con esas obras de titanes (en Egipto, en China, en el mundo maya, en Babilonia, en Roma). Revela el gusto, el placer de construir de un hombre, no el avance imparable de una máquina. Y los rasgunos, las marcas, y la insólita combinación de tonos y materiales, como si de un delicado mosáico se tratara, denotan, consciente o inconscientemente, que el artesano que esculpió la torre y una parte de muralla sabía de su inutilidad. Por eso, quizá, no dudó en perder el tiempo componiendo un friso de cenefas temblorosas como si engastara piedras preciosas. Supo hacer hablar a las piedras, y hablar a través de ellas.
Hoy, esta muralla tan débil, aplastada por el Museo Picasso de la Málaga moderna, vale más que todas las murallas chinas que recorren y dividen, inútilmente, el mundo.
Se puede incluso soñar que detuviera, por un momento, al enemigo, fascinándolo.
Ha habido la posiblidad de visitar, brevemente, algunas joyas malagueñas.
La primera, inesperada, en un lugar insólito, poco visitado, poco agraciado: él sótano del Museo Picasso al que se accede por una escalera estrecha, de servicio, en una esquina de una sala de los pasos perdidos. Se trata de algunos restos arqueológicos de la Málaga originaria, fenicia, del s. VII aC, llamada Malaka: una torre incompleta, una parte de la muralla, la esquina de una vivienda, unos depósitos (romanos), restos escasos pero consolidados, rodeados de gravilla, como si de un belén se tratara, cruzados por pasarelas y asaeteados por anodinas columnas de hormigón. La imagen es semejante a la que produce cualquier asentamiento arqueológico enterrado, debajo de una construcción moderna. Es casi imposible apreciar la estructura urbana, la organización del espacio doméstico, y percibir mínimamente la distinción entre el exterior y el interior. Se trata solo de unas pocas piedras, adecentadas, que parecen molestar la circulación de los visitantes, rápidamente desconcertados y cansados.
Y, sin embargo, una parte de estos restos, los más antiguos, hablan, evocadora, sensiblemente de quienes los construyeron: denotan una presencia, una mano, una inteligencia humanas. Se refieren a seres humanos que levantaron los muros, como pocas veces ocurre con los restos arqueológicos "museografiados", convertidos en atracción turística.
Una de las torres de defensa del recinto amurallado de Malaka se alza todavía unos dos metros, al menos. Una de las esquinas está bien conservada, y continua durante unos metros con un tramo de muro, ya más bajo. Aunque el paramento haya sido consolidado y limpiado, guarda el aspecto tosco pero cuidado que debía tener hace unos dos mil seiscientos años. Se percibe el cuidado con el que las piedras han sido seleccionadas y dispuestas. En la esquinas, unos bloques han sido tallados y guardan las marcas de los cortes; otros han sido dispuestos con cuidado porque la forma que tenían, más o menos paralelepipédica, convenía, sin tener que romperla, para configurar la esquina de la torre, de lados levemente inclinados. Se intuyen los tanteos, las pruebas. Se siente el gusto que las piedras despertadon, el caríño, tan poco militar, con el que fueron escogidas y colocadas, los juegos de tonalidades, las texturas variadas, las estrías que se combinan, los rellenos con guijarros que crean nubes de asteroides alrededor de los cantos más voluminosos. Una fina capa de arcilla fue dispuesta para suavizar ciertos ángulos, para disimular imperfeccionar, para crear veladuras, matices. Se intuye las trazas de los dedos, el retocar de la fina capa de arcilla hasta dar con el grosor, el tono justos, el tiempo pasado "pintando". Se trata caso de una composición abstracta donde las urgencias de la defensa parecen casi subordinarse a las necesidades compositivas. La belleza primó sobre la función.
Un artesano perdió tiempo jugando con piedras y con arcilla. Y fue componiendo, gustosamente, a medida que disponía los materiales, que ajustaba los elementos. La torre y el muro es una creación suya, propia, y revela una visión, una manera de mirar a la naturaleza, a unas piedras y unos cantos convertidos, de pronto, en entes expresivos, como si el anónimo artesano, el "Constructor de la Torre de Málaka" hubiera sabido descubrir y exponer su belleza latente.
No se trata de una torre ni de una muralla imponentes. Es posible incluso que no hubieran sido muy eficaces. Ya en los inicios de la Edad de Hierro se hallan instalaciones defensivas temibles y orgullosas. Las piedras, descomunales, cuyo grosor se intuye tan solo mirando su altura y su anchura, están perfectamente cortadas e insertadas. Su talla y su instalación son inconcebibles. Causan admiración y espanto. Porque se diría que no se trata de una obra humana. Una voluntad tiránica se ha impuesto, desde fuera o desde el corazón de cada trabajador. El muro resultante causa admiración por la fría e implacable, casi imposible o inhumana, perfección. Parece como si hubiera sido levantado por un ejército de canteros sin sentimiento, trabajando colectivamente, entregados al servicio de la muralla, dominados, aplastados por ella, sin denotar más que la voluntad insensible de crear una mole aterrorizante. El que el filo de una cuchilla no pueda penetrar en las juntas se aduce habitualmente como una prueba de la inmisericorde técnica con la que el muro ha sido labrado. Pero todas estas murallas, altivas y perfectas, cayeron un día.
No, la muralla fenicia de Malaka no puede compararse con esas obras de titanes (en Egipto, en China, en el mundo maya, en Babilonia, en Roma). Revela el gusto, el placer de construir de un hombre, no el avance imparable de una máquina. Y los rasgunos, las marcas, y la insólita combinación de tonos y materiales, como si de un delicado mosáico se tratara, denotan, consciente o inconscientemente, que el artesano que esculpió la torre y una parte de muralla sabía de su inutilidad. Por eso, quizá, no dudó en perder el tiempo componiendo un friso de cenefas temblorosas como si engastara piedras preciosas. Supo hacer hablar a las piedras, y hablar a través de ellas.
Hoy, esta muralla tan débil, aplastada por el Museo Picasso de la Málaga moderna, vale más que todas las murallas chinas que recorren y dividen, inútilmente, el mundo.
Se puede incluso soñar que detuviera, por un momento, al enemigo, fascinándolo.
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