"Te escribo en una pausa de lluvia, entre gotitas
luminosas y polvo alborozado,
desde una balaustrada de cemento
crujiente,
de este parque que escala el promontorio
sobre el mar rechazado por los vientos de la tierra.
He visto muchas tablas y algunos Grecos falsos.
¡Qué lugar tan extraño!
Al frente se ven ruinas, lavadas carreteras
y una ciudad muy amplia que se pliega en colinas
y luego por el llano se derrama
en la orilla brumosa, y altas torres
oscenas, como guantes calados, cuatro juntas,
y agujas como en Rotterdam y esbeltos
campanarios rurales, y, junto, chimeneas
de penachos escuálidos,
y un verde seno tierno de tierra cultivada
que un faro chato guarda de la mar
muy lejos.
Y aquí, más inmediato, casas como cuarteles
y edificios rosados de vítricas escamas
y techos retorcidos y brillantes
y raras cresterías,
hecho todo con trozos de vajilla
y fragmentos de vidrios y desperdicios
de loza decorada.
Estuve en la ciudad, vi sus recodos
cristianos de piedra polvorienta,
sus avenidas de Rubén, sintaxis
preciosa de sus barrios mercantiles.
Gente afanosa, dicen con aire muy urbano,
en general no feos. Muchachas recelosas
que esconden las rodillas en el metro,
itálicas, al gusto de Giorgione
-como el Maillol del Louvre, más bien graves.
Gente que mira poco.
No hay viejos en los parques.
(...)
Una ciudad discreta, noble, hospitalaria.
Rectilínea y sin plazas. Tal vez interesante.
Una ciudad, querida, en que tú y yo
no viviríamos a gusto, Y, sin embargo,
por la que no me importa haber pasado."
(Carlos Barral: "Parque de Montjuich", Carmen Riera (ed.): Carlos Barral. Poesía, Cátedra, Madrid, 1991, ps. 145-147)
lunes, 15 de junio de 2009
domingo, 14 de junio de 2009
¿Mal café? (What else?)
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que las dos maneras de tomar café simbolizaban dos maneras de ver la vida o de situarse en la vida.
El café, a veces, se tomaba en casa. De la cafetera ascendía un líquido negro, más negro que fuerte, pese a las cantidades ingentes de café molido utilizadas, sin una mácula, como una piedra negra pulida. La cara de sueño, o de malhumor, se reflejaba en las aguas sin fondo. El café se compartía; se tomaba en familia o con amigos. Las cafeteras individuales no existían; las más pequeñas daban un café para dos. El café se tomaba en taza, o en tazón. Había que dejarlo enfriar; invariablemente quemaba. El café sobrante se quedaba en la cafetera y, a menudo, se mantenía caliente. Si una visita se dejaba caer, si un familiar llegaba a destiempo, siempre cabía la posibilidad de ofrecerle un café caliente -o recalentado. "¿Hace un café?": una frase para romper el hielo.
Pero no siempre se aceptaba este rito: la ingesta de una infusión en grupo; o no convenía. Un brebaje más fuerte era necesario. En este caso, se bajaba, o se escapaba, al bar. El café de bar era más fuerte. Y, a menudo, amargo. Despertaba un muerto. Un círculo de espuma, sucia o dorada, según los casos, pespunteaba la superficie de la taza llena. Este café se tomaba solo. Casi siempre al vuelo. Adosado a la barra, nunca sentado -para qué, estando solo y con los minutos contados-, se ingería de golpe. Sin cruzar palabra, sin mirar a nadie, quizá distraídamente la portada de un periódico arrugado y doblado sobre el mármol o el formica. Era el café de las once, en un momento de respiro, de los solitarios, de los que se escapaban de casa un momento para respirar. Una autoafirmación antes de enfrentarse de nuevo al mundo.
Y llegó Nespresso: diminutas cápsulas, brillantes y coloreadas como joyas de pacotilla, herméticas, levemente futuristas, con nombres evocadores: Arpeggio, Volutto, Capriccio... Se venden en tiendas especializadas, exclusivas, situadas en barrios caros. Parece que no vendan café sino aire, perfumes, -u objetos de lujo. Atiende un personal atildado, sacado de un manual de moda, levemente condescendiente. Uno no puede no ser socio del club Nespresso, con aires de exclusividad. Se lanzan novedades, cafés cada vez más exóticos, y caros, de producción limitada, en cajitas como de bombones, que invitan, obligan a una compra desaforada. Se agotan ya.
El café nunca se ve. La cápsula es un envoltorio que no se puede rasgar. El polvo negruzco interno desentonaría. Tiene un aire futurista, o espacial. No se llama cápsula por nada. Se venden con cuenta gotas. No se pueden reutilizar. Y siempre se corre el peligro de quedar sin ellas.
Las cápsulas son individuales. No se comparten. Son porciones ínfimas, íntimas. El usuario escoge un color, o un sabor. Al igual que las máquinas de café. Imitan las cafeteras de los bares, aunque solo puedan servir uno o dos cafés a la vez.
Pero el café Nespresso no se toma en un bar, sino en casa. Está "pensado" para el hogar. Los bares no lo sirven: es demasiado caro. Y se tiene que tomar en solitario. Cuatro personas juntas no pueden hacerlo al mismo tiempo: unas lo tomarían ya frío, las últimas se quemarían. Se sirven y se toman a medida que llegan. Fortalece, reafirma la individualidad. Se convierte en un bien que se tiene que poseer. Para degustar aisladamente, viendo como los demás contemplan la escena con envidia.
La hábil publicidad ya lo prueba. La morena estupenda prefiere la diminuta cápsula coloreada al canoso Clooney de buen ver. Es un golpe bajo. Si ni siquiera Clooney puede con el frío artilugio, ¿qué será de nosotros?
Por otra parte, Clooney se venga y ya no se fía más que de la capsula, pese a Camille Belle. Absurdo, sin duda. Mas, ¿qué haríamos nosotros, tentados entre un Capriccio -que se agota- y un capricho? La cápsula no engaña, pese a lo volátil del café. Es lo único a lo que podemos aferrarnos.
Nespresso es el perfecto símbolo del hogar moderno. Cada uno por su lado, a horas distintas, buscando el máximo placer, sin compartir con nadie, listos para salir hacia donde sea, ninguna parte. Rápido. No sea que nos levantemos tarde y nos quedemos sin...espresso.
¿Cómo hacían en el siglo pasado?
Este texto es una variación sobre el delicioso artículo: Alix Girod de l´Ain: "La capsule Nespresso", Jérôme Garcin (ed.): Nouvelles Mythologies, Seuil, París, 2007, ps. 81-82. Una estupenda recopilación que remeda el texto clásico de Roland Barthes: Mythologies, de 1957.
sábado, 13 de junio de 2009
El arquitecto y el rey: Hardouin-Mansart ante el Rey-Sol
Jules-Hardouin Mansart, ¿el primer arquitecto moderno?
Hardouin-Mansart llegó a ser el arquitecto de Luis XIV: el Sobreintendente ("Surintendant") de las obras del Rey-Sol.
Luis XIV, como Alejandro o Hadriano, se consideraba un arquitecto, un ordenador del mundo. Durante su larguísimo reinado, la arquitectura (palaciega, religiosa y militar) y el urbanismo fueron sus actividades principales. Algunas de las soluciones arquitectónicas o urbanísticas son suyas. Las dictó, las exigió, Mansart las recogió y las llevó a cabo.
Las decisiones del Luis XIV eran cambiantes. Podía mandar incluso que se rehiciera enteramente un parte del palacio, sin que el coste importara. Y era impaciente. Quería ver casi de inmediato sus órdenes construidas, puestas en orden, con los órdenes arquitectónicos adecuados. Los fondos no faltaban.
Jules Hardouin se formó con su tío, el arquitecto Mansart (quien inventó -y dió nombre a- las buhardillas llamadas mansardas), de quien tomó prestado el apellido. Pronto llegó al servicio del rey. Ascendió. Era un perfecto cortesano. Y un arquitecto eficaz. Aceptaba todas las propuestas del rey. Les daba forma al momento. Rehacía los planos prontamente. Si al rey se le antojaba subir un piso, aún a costa de la obra anterior, Mansart aceptaba el envite y salía airoso. El edificio mejoraba. Y era un constructor excelente. Proyectaba y edificaba sin demora. Podía concebir y ejecutar un palacio en un año. Todas las amantes del rey lo sabían.
París y la Isla de Francia le deben sus mejores obras: amplió, desarrolló y completó el Palacio de Versalles (que empezó, como un palacete de caza, Le Vau), en el que destaca la Capilla Real, quizá la mejor iglesia baroca europea, y la Galería de los Espejos (el sueño de todo monarca absoluto, en el que los límites materiales, que constriñen la presencia y la acción reales, parecen desvanecerse, en el que se percibe un reflejo repetido infinitamente del cuerpo del rey, reflejo que se manifiesta en forma de fulgor, como corresponde a una manifestación de Apolo con quien Luis XIV se identificaba). La iglesia del hospital de los Inválidos, que supera la del Vaticano, las plazas reales de la Victoire y Vendôme, en París, son suyas, al igual que la mayoría de las plazas reales francesas, una tipología de plaza construida alrededor de la estatua del rey, a través de las cuales no se le rendía culto sino que se comulgaba con él (el culto a la personalidad es, curiosamente, una actitud consecuencia de la Revolución francesa): la plaza y la estatua eran parte el cuerpo místico del rey, el cual solo tenía sentido si los franceses se unían a él o participaban de él, si todos, juntos, gobernados y gobernante se unían en la eucaristía que la plaza y la estatua constituían y escenificaban. Cuando el pueblo se concentraba en la plaza, no rendía tributo al rey, sino que era parte de él. El uno sin los otros no podían existir.
Hardouin-Mansart pudó ejecutar con eficacia un número tan importante de obras, para la corte, la iglesia y la nobleza, capitalina y de provincias, porque poseía una dotada "agencia", capaz de proyectar y desarrollar los planos casi al dictado de las voluntades reales.
Pero Hardouin-Mansart no dibujaba. No podía, ni quería. En su taller trabajaban algunos de los mejores arquitectos barrocos franceses. No se guardan planos, dibujos, bocetos suyos porque no realizó ninguno. Tan solo escribía breves anotaciones en los planos.
Éstos son perfectos. Y anóminos. Realizabon con regla, escuadra, cartabón y compás, y levemente acuarelados. Parecen grabados ejecutados por un profesional anónimo -y muy eficaz. Planos grandes, detallados, que combinan alzados y secciones, con las soluciones constructivas adecuadas indicadas; planos en las que la mano del ejecutor no se percibe; que transcriben las ideas de Hardouin-Mansart, o que manifiestan lo que el arquitecto-en-jefe hubiera decidido (traduciendo los deseos del rey).
Su agencia ya no era un taller medieval sino, como el de Rubens (en pintura), un estudio ya moderno, perfectamente estructurado, en el que trabajaban dibujantes mandados por arquitectos responsables de los proyectos al servicio de Hasrdouin-Mansart, capaces de responder a cualquier petición, y en los que las soluciones formales y técnicas estaban bien integradas, dando lugar a un "proyecto global".
Primaba la idea. La perfecta ejecución se daba por hecho. Hardouin-Mansart fue retratado a lo largo de su vida, en pinturas y estatuas. De joven, se muestra con un libro en la mano (símbolo de la capacidad intelectiva) apoyado sobre papel de instrumentos de dibujo (un compás, una regla, una escuara), dominados por el peso y la presencia del libro.
Sin embargo, en los últimos y más emperifollados bustos marmóreos, lastrados por una papada temblorosa, los atributos del arquitecto (los instrumentos del pensar y del fabricar) ya no aparecen. Hardouin-Mansart se envuelve con todos los símbolos (peluca, vestido, medallas, cintas, puntas) de la nobleza, y esconde los que denotan su trabajo creador.
Estos bustos, al final de su vida, ofrecen una imagen ambivalente: el arquitecto ya no es un artesano sino un noble; el arte ya no es juzgado como una actividad manual, inferior, sino que no es un impedimento para ser ennoblecido. Pero, al mismo tiempo, esta ascensión se logra en tanto que su condición de trabajador se esconde, como si el arquitecto se avergonzara de ella, o no estuviera seguro aún de cómo era percibida.
La estructura misma de su taller puede ser un rasgo pre-moderno, pero también el reflejo de su voluntad de actuar como portavoz real y no como un bufón, entreteniendo a Luis XIV con las gracias que se sacaba de la chistera.
Hardouin-Mansart es es símbolo del cambio del estatuto del creador. Ya nada le impide ser un hombe libre, siempre y cuando no haga ostentación de su condición servil, la cual, paradójicamente, le permitió ascender socialmente.
La apasionante exposición que el Museo Carnavalet de París le está dedicando así lo demuestra. Imprescindible para entender la génesis de la concepción moderna del arquitecto.
Las Puertas del Cielo
El Museo del Louvre, en París, presenta una gran exposición sobre "Las puertas del cielo", es decir, sobre el umbral entre el mundo de los vivos y el más allá: cómo se representaba, dónde se hallaba y que significaba.
Como toda exposición sobre el Egipto faraónico, los textos explicativos -en este caso, detallados, excelentes- son casi más interesantes que la habitual iconografía egipcia, un tanto cansina: dioses híbridos, hieráticas estatuas, de movimiento congelado y piel lisa, fría, que miran (si miran) hacia no se sabe donde, papiros que sorprenden por su perfecto estado de conservación-y por su forma enigmática-, momias, sarcófagos, y un ajuar funerario casi inextinguible en el que los textos son más importantes que la forma de las piezas.
Sin embargo, el tema tratado por la muestra es nuevo y apasionante. El más allá egipcio al que, salvo en durante las primeras dinastías -cuando la suerte del faraón, que ascendía al cielo convertido en una estrella, era distinta al del resto de los mortales-, todos descendían, presentaba una estructura compleja: Alternaban paisajes convencionalmente "infernales" (en los que los lenguetazos de fuego, los monstruos carnívoros y los ríos gélidos o en ebullición trataban de impedir que el "alma" prosiguiera su camino), de aspecto casi medieval, con estructuras arquitectónicas.
Éstas, en otras culturas, como la hebreo y la cristiana, se hallaban o se hallarían en el mundo superior, en el cielo; pero, en el Egipto faraónico, el Más allá, todo y alternando zonas paradisíacas y dantescas, era exclusivamente subterráneo, y comunicaba con la tierra "más allá" de la línea del horizonte que constituía la última barrera que ningún mortal, en vida, debía cruzar.
Dichas estructuras arquitectónicas, tanto en el Egipto faraónico, como en la mística judía y cristiana, se componían de siete murallas -concéntricas en el mundo hebreo y cristiano, o formando un largo y estrecho pasillo por lo que solo se cabía un desplazamiento unidireccional y sin vuelta posible, en Egipto- defendidas por siete puertas colosales que el alma tenía que cruzar, salvando las maldiciones que éstas le lanzaban a través del friso de cobras que las coronaban.
El alma se dirigía hacia la última morada que las siete puertas defendían: el palacio de Osiris, donde, al igual que esta divinidad, recobraría la unidad perdida y resucitaría, pudiendo, desde entonces, vivir plenamente, y no como una sombra rota, en el Más allá. Osiris la aguardaba para protegerla eternamente.
Pero el acceso al palacio de Osiris, que garantizaba la "vida eterna" (en el Más allá) se podía realizar desde más lugares que las puertas del infierno (las llamadas "Puertas del cielo"). Las puertas de los templos (configurados como una sucesión de espacios, cada vez más pequeños, oscuros y recóndidos, desde la puerta de acceso al santuario amurallado hasta la última cámara divina, a semejanza del Más Allá), e incluso las puertas de los tabernáculos en las que moraban las estatuas de culto (que eran uno de los cuerpos materiales a disposición de los dioses cuando querían mostrarse ante los fieles), que solo se abrían o entreabrían en determinadas circunstancias y para personas debidamente preparadas para contemplar el cuerpo de la divinidad (faraón y sacerdotes), también constituían viáticos hacia el dios supremo, Osiris.
Cuando las puertas de los templos, las capillas, los tabernáculos se abrían, los fieles veían o intuían a la divinidad y su alma (el ka, el ba, etc.), por un momento, se enaltecía y se "purificaba".
Una puerta siempre nos da acceso a otro espacio, a un espacio, una cámara o una morada "otra". Cambiamos de espacio cuando cruzamos una puerta. Vamos del exterior al interior, de un interior a uno más profundo o secreto. Y en cada caso, emprendemos un tránsito. Las puertas solo se puerden cruzar si nos desplazamos -con la incertidumbre de si podremos regresar-.
Las Puertas del cielo egipcias invitaban al último viaje, que se podía, durante los días de culto a la divinidad, preparar ya en vida. Era un viaje sin retorno. Conducía a la verdadera morada, en la que el difunto, renacido, disfrutaría de la vida eterna.
La arquitectura siempre ha sido un medio para garantizar la vida plena. Aún a costa de abandonar la vida presente. Un refugio temporal o eterno. Dando la puerta de narices al presente fugar, a la suerte esquiva. La casa garantiza la vida.
Una exposición extraordinaria.
martes, 9 de junio de 2009
El umbral en Mesopotamia
Las partes más importantes de un edificio mesopotámico, un palacio y un templo, principalmente, eran los cimientos y los umbrales. Ambos elementos estaban enterrados; los cimientos eran incluso invisibles. Pero tenían que protegerse cuidadosamente con toda clase de encantamientos, ya que, cuando el edificio sufría un ataque, lo que perseguían los enemigos era desenterrar dichas partes ya que, así, la construcción se hallaba desprotegida del favor divino.
El umbral era uno de los escasos componentes de piedra en una construcción de prestigio. Dado que ésta escaseaba en la región del delta del Tigris y del Eúfrates, donde se asentaba la cultura sumeria, muros, incluso cimentaciones se levantaban con ladrillos secados al sol. Las estructuras, entonces, eran presas fáciles de los diluvios que anualmente asolaban, aunque de manera imprevisible, la zona. Se desmoronaban bajo el impacto del agua.
Los elementos que debían perdurar, si no se quería que el edificio cayera en manos del asaltante (o de los malos espíritus), tenían que tallarse en piedra. Pero eso no era suficiente. Era necesario que se inscribieran fórmulas que atestiguaran que el edificio había sido levantado por el rey bajo los auspicios de los dioses. Éstos tenían a bien protegerlo.
El umbral éra un punto delicado en toda construcción, y no solo en Mesopotamia. Aún hoy en día, se trata de un elemento que da lugar, en algunas culturas, a unos rituales (descalzarse, sacarse el sombrero, el abrigo, etc.) que atestiguan que los que vienen del espacio exterior, de la calle, se preparan para adentrarse en un espacio muy distinto donde rigen normas distintas de las del espacio público. El umbral delimita. Pero pone también en contacto el interior y el esterior, lo doméstico y lo urbano. El espacio recluido se abre así a lo que viene de fuera. El peligro es latente. En ocasiones, se manifiesta violentamente. Debe ser conjurado. En Sumer, las oraciones, y las maldiciones, inscritas en la piedra, tienen esta función: ahuyentar a quienes desean el mal.
Tal era la importancia del umbral que cuando, por las razones que fuera, se tenía que reconstruir un edificio en otro lugar, el rey se cuidaba que se recogieran las piedras o los ladrillos fundacionales (cocidos, en este caso, para asegurar que la humedad no los iba a dañar) y los umbrales del edificio en desuso, por pesados que fueran. De algún modo, las primeras piedras y los umbrales eran la "esencia" del edificio que se iba a reconstruir. Sin éstos, no habría podido sobrevivir. Hubiera sido pasto de cuantos habían deseado el mal de la construcción. A fin que el nuevo edificio pudiera sobrevivir y pudiera relacionarse con el anterior, como si no hubiera tenido que sufrir un desplazamiento, se volvían a disponer en la nueva construcción piedras fundacionales y umbrales antiguos que habían cumplido su función a la perfección, protegiendo la vida del palacio o del templo.
Con una piedra se hacía un edificio, se animaba. Un umbral tan solo, hincado en el suelo, ya calificaba el espacio, dividiéndolo en interior y exterior. Y esa frontera, que se debía cruzar con cuidabo, debía preservarse para siempre si no se quería que el caos retornara a la tierra, y lo doméstico y lo público volvieran a confundirse, como acontecía en los tiempos primeros, antes de la llegada del primer habitante, el ser humano.
Nota sobre la imagen:
Umbral hallado en Girsu (Irak), IV milenio aC, Museo de Bagdad.
El texto dice:
(...: incompleto) Entemena, rey de Lagash, favorito de la diosa Nanshe (diosa de la justicia y de los destinos), gran señor de Ningirsu (dios tutelar de la ciudad de Lagash), hijo de Gatumdul (diosa-madre de Lagash) (...: incompleto)
(traducción: Tocho)
En sumerio ( transliteración de la CDLI: Cuneiform Digital Library):
en-mete-na/ensí/lagash(ki)/shà pà-da/ensí gal/(d)nin-gír-sú-ka/dumu dú-da/(d)gá-tùm-du10...
Otra versión (trabajada por Jordi Abadal, a quien agradezco el envío):
dgá-tùm-du10 A Gatumdu Faltaria el dativo
en-mete-na de Entemena Entemena o Enmetena
énsi el gobernador a continuación titulaturas de Entemena
lagaški de Lagaš Faltaría el genitivo
šà pà-da el elegido es un verbo nominalizado
dnanše por Nanše
énsi gal el gran sacerdote
dnin-gír-sú-ka de Ningirsu aquí sí hay genitivo (sufijo ak)
dumu dú-da el hijo engendrado dú también se lee tu o tud, y tud es un verbo (nominalizado
con la a) que significa dar a luz
dgá-tùm-du10 por Gatumdu
en-mete-na de Entemena Entemena o Enmetena
énsi el gobernador a continuación titulaturas de Entemena
lagaški de Lagaš Faltaría el genitivo
šà pà-da el elegido es un verbo nominalizado
dnanše por Nanše
énsi gal el gran sacerdote
dnin-gír-sú-ka de Ningirsu aquí sí hay genitivo (sufijo ak)
dumu dú-da el hijo engendrado dú también se lee tu o tud, y tud es un verbo (nominalizado
con la a) que significa dar a luz
dgá-tùm-du10 por Gatumdu
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