sábado, 13 de junio de 2009

Las Puertas del Cielo


El Museo del Louvre, en París, presenta una gran exposición sobre "Las puertas del cielo", es decir, sobre el umbral entre el mundo de los vivos y el más allá: cómo se representaba, dónde se hallaba y que significaba.

Como toda exposición sobre el Egipto faraónico, los textos explicativos -en este caso, detallados, excelentes- son casi más interesantes que la habitual iconografía egipcia, un tanto cansina: dioses híbridos, hieráticas estatuas, de movimiento congelado y piel lisa, fría, que miran (si miran) hacia no se sabe donde, papiros que sorprenden por su perfecto estado de conservación-y por su forma enigmática-, momias, sarcófagos, y un ajuar funerario casi inextinguible en el que los textos son más importantes que la forma de las piezas.

Sin embargo, el tema tratado por la muestra es nuevo y apasionante. El más allá egipcio al que, salvo en durante las primeras dinastías -cuando la suerte del faraón, que ascendía al cielo convertido en una estrella, era distinta al del resto de los mortales-, todos descendían, presentaba una estructura compleja: Alternaban paisajes convencionalmente "infernales" (en los que los lenguetazos de fuego, los monstruos carnívoros y los ríos gélidos o en ebullición trataban de impedir que el "alma" prosiguiera su camino), de aspecto casi medieval, con estructuras arquitectónicas.

Éstas, en otras culturas, como la hebreo y la cristiana, se hallaban o se hallarían en el mundo superior, en el cielo; pero, en el Egipto faraónico, el Más allá, todo y alternando zonas paradisíacas y dantescas, era exclusivamente subterráneo, y comunicaba con la tierra "más allá" de la línea del horizonte que constituía la última barrera que ningún mortal, en vida, debía cruzar.

Dichas estructuras arquitectónicas, tanto en el Egipto faraónico, como en la mística judía y cristiana, se componían de siete murallas -concéntricas en el mundo hebreo y cristiano, o formando un largo y estrecho pasillo por lo que solo se cabía un desplazamiento unidireccional y sin vuelta posible, en Egipto- defendidas por siete puertas colosales que el alma tenía que cruzar, salvando las maldiciones que éstas le lanzaban a través del friso de cobras que las coronaban.

El alma se dirigía hacia la última morada que las siete puertas defendían: el palacio de Osiris, donde, al igual que esta divinidad, recobraría la unidad perdida y resucitaría, pudiendo, desde entonces, vivir plenamente, y no como una sombra rota, en el Más allá. Osiris la aguardaba para protegerla eternamente.

Pero el acceso al palacio de Osiris, que garantizaba la "vida eterna" (en el Más allá) se podía realizar desde más lugares que las puertas del infierno (las llamadas "Puertas del cielo"). Las puertas de los templos (configurados como una sucesión de espacios, cada vez más pequeños, oscuros y recóndidos, desde la puerta de acceso al santuario amurallado hasta la última cámara divina, a semejanza del Más Allá), e incluso las puertas de los tabernáculos en las que moraban las estatuas de culto (que eran uno de los cuerpos materiales a disposición de los dioses cuando querían mostrarse ante los fieles), que solo se abrían o entreabrían en determinadas circunstancias y para personas debidamente preparadas para contemplar el cuerpo de la divinidad (faraón y sacerdotes), también constituían viáticos hacia el dios supremo, Osiris.

Cuando las puertas de los templos, las capillas, los tabernáculos se abrían, los fieles veían o intuían a la divinidad y su alma (el ka, el ba, etc.), por un momento, se enaltecía y se "purificaba".

Una puerta siempre nos da acceso a otro espacio, a un espacio, una cámara o una morada "otra". Cambiamos de espacio cuando cruzamos una puerta. Vamos del exterior al interior, de un interior a uno más profundo o secreto. Y en cada caso, emprendemos un tránsito. Las puertas solo se puerden cruzar si nos desplazamos -con la incertidumbre de si podremos regresar-.

Las Puertas del cielo egipcias invitaban al último viaje, que se podía, durante los días de culto a la divinidad, preparar ya en vida. Era un viaje sin retorno. Conducía a la verdadera morada, en la que el difunto, renacido, disfrutaría de la vida eterna.

La arquitectura siempre ha sido un medio para garantizar la vida plena. Aún a costa de abandonar la vida presente. Un refugio temporal o eterno. Dando la puerta de narices al presente fugar, a la suerte esquiva. La casa garantiza la vida.

Una exposición extraordinaria.

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