La mole gris del Nou Camp ceñida por latas vacías aplastadas, papeles aceitosos, botellas de plástico rayadas, vasos de cartón manchados, cajas destripadas, colillas aún encendidas, pañuelos de papel arrugados.
en el interior, U2 pontifica contra la basura espacial.
Levantamos los brazos, agitamos las manitas y aplaudimos. We2.
viernes, 3 de julio de 2009
jueves, 2 de julio de 2009
La imagen divina en Mesopotamia
Sello-cilindro: Enki, el dios de la arquitectura, sentado en un trono (Museo del Louvre. Departamento de Antigüedades Orientales, París)
Foto: Tocho
Se conocen, en efecto, muy pocas imágenes plásticas de las divinidades mesopotámicas, y casi todas a través de los relieves de los sellos cilindros que han sido interpretadas como imágenes divinas, si bien ningún texto corrobora dicha interpretación. La mayoría de las estatuillas, que se suponen representan dioses, como, por ejemplo, los clavos de fundación de hierro o de bronce o los pequeños amuletos de barro secado (una muestra de arte casi “popular”), pertenecen al universo de la magia, y estaban realizadas para no ser vistas sino enterradas bajo los cimientos o en los muros de los edificios. ¿Es casual que la gran estatuaria –que se supone representa a seres sobrenaturales si bien, nuevamente, se carece de textos que apoyen esta lectura- pertenezca a culturas situadas en los márgenes de la cultura sumeria (como por ejemplo la ciudad de Mari), sean obras muy tardías (de época neo-babilónica, por ejemplo) o también muy alejadas del delta del Tigris y el Eúfrates (estatuas y relieves neo-asirios)? Se ha destacado que la mayoría (o todas) las estatuas más antiguas no son de dioses sino de oferentes, de seres humanos, y algunos estudiosos piensan que las primeras verdaderas estatuas divinas no fueron esculpidas o moldeadas antes del segundo milenio (SPYCKET, Agnès: “Les statues de culte dans les textes mésopotamiens des origines à la Ière Dynastie de Babylone”, Cahiers de la Revue Biblique, 9, 1968). Por tanto, lo único que nos queda de los dioses mesopotámicos, o acaso lo único que en verdad poseían, son las imágenes que su nombre (hoy sólo escrito) evocaba y aún evoca. Al igual que en las imágenes profanas, los “retratos”, no era el parecido (que no se buscaba), los rasgos personales, sino el nombre inscrito, lo que establecía la relación con el modelo y conseguía que la imagen lo sustituyera. Eso no significa que el arte mesopotámico fuera, al igual que lo que algunos textos bíblicos sostienen acerca de la figuración hebrea, anicónico (existen textos que se refieren a estatuas de culto, hoy perdidas, labradas con metales preciosos, fundidas hace milenios para recuperar el material), sino que la imagen naturalista quizá se reservara para las formas y los seres visibles (incluidos los reyes que, en Mesopotamia, salvo contadas excepciones, no tenían condición divina ni siquiera, pese a su grandeza, heroica), mientras que las divinidades, al menos en los inicios, tendían a estar evocadas a través de emblemas o de hornacinas vacías en lo hondo de las capillas, que aludían a la velada presencia del dios (FRANKFORT, Henri: The Art and Architecture of the Ancient Orient, Yale University Press, New Haven y Londres, 1970 -1ª ed. 1954-, p. 18. Sobre la representación mesopotámica y el tipo de relación que la imagen, gráfica y escrita, mantiene con la realidad, véanse: BAHRANI, Zainab: The Graven Image. Representation in Babylonia and Assyria, University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 2003; “The Graven Image: Representations in Babylonia and Assyria”, The Art Bulletin, 87, 2, junio de 2005, p. 342).
Foto: Tocho
Quizá por el azar de las excavaciones, la mitología mesopotámica, al contrario de la egipcia, la griega o la romana, carece en gran parte de imágenes plásticas de divinidades. No sabemos qué aspecto tenían y sólo cabe evocarlas a través de los textos. De este modo, dicha cultura evita la radical incapacidad de la plástica (pintura, escultura, fotografía, cine) de hacer convivir en un mismo espacio, el nuestro, lo visible y lo invisible (los hombres y los dioses, las cortes terrenal y celestial), la realidad y los sueños, lo tangible y lo fantaseado. Cada vez que un artista ha tratado de unir en un mismo plano dos realidades sustancialmente distintas, éstas han perdido su especificidad: lo celestial se vuelve demasiado carnal y evidente, y lo visible adquiere un aire ilusorio, que parece nada tener en común con nosotros. Este problema es menor en el Cristianismo, ya que los poderes celestiales se encarnaron y, por tanto, adquirieron gravidez humana –aunque, ¿eran aún dioses?-, pero afecta sobremanera la figuración divina greco-romana (los dioses no parecen tales; en todo caso, debido a la mirada vaga, parecen ausentes –e insensibles-, más que invisibles, inhumanos más que sobrehumanos) y egipcia. En este caso, se diría que los pintores y los escultores faraónicos fueron conscientes de este problema y trataron de neutralizar la excesiva cercanía que la figuración antropomórfica imponía mediante la incorporación de rasgos animales. Éstos devolvían a los dioses a su mundo, si bien a costa de aceptar que dicha figuración no era ni podía ser naturalista –los dioses egipcios no eran unos monstruos, no tenían el aspecto aberrante que muestra la plástica, como bien se sabía- sino simbólica y que, por tanto, las potencias celestiales no podían ser verdaderamente retratadas sino sólo evocadas a través de imágenes chocantes que aludían a sus múltiples poderes no humanos (más que sobrehumanos). Eran lo que no son (ni quieren ser) los humanos.
Se conocen, en efecto, muy pocas imágenes plásticas de las divinidades mesopotámicas, y casi todas a través de los relieves de los sellos cilindros que han sido interpretadas como imágenes divinas, si bien ningún texto corrobora dicha interpretación. La mayoría de las estatuillas, que se suponen representan dioses, como, por ejemplo, los clavos de fundación de hierro o de bronce o los pequeños amuletos de barro secado (una muestra de arte casi “popular”), pertenecen al universo de la magia, y estaban realizadas para no ser vistas sino enterradas bajo los cimientos o en los muros de los edificios. ¿Es casual que la gran estatuaria –que se supone representa a seres sobrenaturales si bien, nuevamente, se carece de textos que apoyen esta lectura- pertenezca a culturas situadas en los márgenes de la cultura sumeria (como por ejemplo la ciudad de Mari), sean obras muy tardías (de época neo-babilónica, por ejemplo) o también muy alejadas del delta del Tigris y el Eúfrates (estatuas y relieves neo-asirios)? Se ha destacado que la mayoría (o todas) las estatuas más antiguas no son de dioses sino de oferentes, de seres humanos, y algunos estudiosos piensan que las primeras verdaderas estatuas divinas no fueron esculpidas o moldeadas antes del segundo milenio (SPYCKET, Agnès: “Les statues de culte dans les textes mésopotamiens des origines à la Ière Dynastie de Babylone”, Cahiers de la Revue Biblique, 9, 1968). Por tanto, lo único que nos queda de los dioses mesopotámicos, o acaso lo único que en verdad poseían, son las imágenes que su nombre (hoy sólo escrito) evocaba y aún evoca. Al igual que en las imágenes profanas, los “retratos”, no era el parecido (que no se buscaba), los rasgos personales, sino el nombre inscrito, lo que establecía la relación con el modelo y conseguía que la imagen lo sustituyera. Eso no significa que el arte mesopotámico fuera, al igual que lo que algunos textos bíblicos sostienen acerca de la figuración hebrea, anicónico (existen textos que se refieren a estatuas de culto, hoy perdidas, labradas con metales preciosos, fundidas hace milenios para recuperar el material), sino que la imagen naturalista quizá se reservara para las formas y los seres visibles (incluidos los reyes que, en Mesopotamia, salvo contadas excepciones, no tenían condición divina ni siquiera, pese a su grandeza, heroica), mientras que las divinidades, al menos en los inicios, tendían a estar evocadas a través de emblemas o de hornacinas vacías en lo hondo de las capillas, que aludían a la velada presencia del dios (FRANKFORT, Henri: The Art and Architecture of the Ancient Orient, Yale University Press, New Haven y Londres, 1970 -1ª ed. 1954-, p. 18. Sobre la representación mesopotámica y el tipo de relación que la imagen, gráfica y escrita, mantiene con la realidad, véanse: BAHRANI, Zainab: The Graven Image. Representation in Babylonia and Assyria, University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 2003; “The Graven Image: Representations in Babylonia and Assyria”, The Art Bulletin, 87, 2, junio de 2005, p. 342).
La palabra, en efecto, tiene una capacidad para evocar lo invisible y transplantarlo a un plano visible que la imagen plástica (especialmente el cine) carece. Ésta, como ya se teorizó en el siglo XVIII, sólo puede mostrar lo evidente, como lo pone de manifiesto el arte abstracto o no-naturalista del siglo XX, una tentativa fallida de acercarnos lo invisible sin que pierda su condición sobrenatural. El resultado, en este caso, es un plácido y hermoso juego de formas decorativas incapaces de evocar la trascendencia, muy al contrario de lo que consigue el verbo sumerio, al que la lejanía y la ya asumida imposibilidad de poseer todas sus claves dota aún más de inefabilidad. De ahí que frente al fracaso del arte plástico abstracto, y del escaso valor que las artes de la imagen en movimiento necesariamente poseen (nunca se librarán de su origen circense, del juego de sombras, sin duda fascinantes, aunque, en último término, inconsistente, del que derivan y del que no hubieran tenido que independizarse), destaque la potencia de la novela del siglo XX, capaz de recoger y transcribir los más recónditos movimientos y aspiraciones del alma.
miércoles, 1 de julio de 2009
La zanahoria (No, future)
El curso está casi concluído. Aulas vacías, pasillos recalentados, y cada vez más estudiantes, es pantalón corto y chancletas, ante las ventanillas entreabiertas de la administración. Pronto, las colas en la sala de los ordenadores para la matrícula del curso que viene. Algún estudiante aún se apresura o se desespera buscando un profesor para entregar una maqueta demasiado grande. Los bedeles bostezan aún más que de costumbre.
Apenas los resultados del Proyecto Final de Carrera colgados, Laura parte, no sabe para cuanto tiempo, a Bolivia para trabajar en un proyecto de cooperación y dar clases en una academia de música en la capital del altiplano. Miguel ya está en París listo para entrar en un despacho. Luego se irá a los Estados Unidos o a Japón. No volverá en años. O quizá sí. Marc y Ángel preparan el translado a Berlín. Y Montse ya no sabe donde encontrar a su hijo mayor, pintor, a caballo entre Seúl, Berlín e Istambul. No es que viva en los aviones, como ciertos ejecutivos, las top-models y los arquitectos de prestigio (Fostair). Es que no sabe, al igual que los demás, dónde estará mañana. Y, desde luego, no les preocupa.
Los jóvenes son los que tienen, se dice tópicamente, la vida por delante. Uno piensa que el futuro les aguarda. Que solo tienen futuro. Pero el futuro no les preocupa. No lo necesitan. No existe. Solo cuenta el presente. O el instante.
El futuro es un concepto que los adultos nos hemos inventado (al igual que la religión que ofrece la rendención, siempre már tarde) para sobreponernos al presente, al anclaje, al enterramiento en el presente; para escapar del presente. Un presente en ocasiones intolerable o abúlico. Como si toda la grisura y el cansancio de hoy se disolviera, creemos, en un mañana inexistente.
El futuro nos permite soñar con escapar al tiempo (verdadero) que es el presente.
Ciertamente, cuando las parejas se disuelven y padres e hijos parten, a veces para siempre, uno puede volver a desarraigarse. Creyéndose joven. Y pensar en vivir en ninguna parte. Pero un adulto que empieza un viaje, a veces sin retorno, huye. Y cuenta, avariciosamente, los años que le quedan (hasta la jubilación o hasta la muerte). Piensa en el futuro, para no ver lo que tiene delante. ¡Ah, los días de mañana! ¡Siempre brillan! Brillan, creemos que brillan, porque el presente, o el instante se ha apagado.
Haremos tantas cosas. Porque no podemos hacer nada.
Los sumerios, que fueron los primeros, y los más sabios, desconocían el futuro. Solo existía lo que se estaba haciendo y lo que ya estaba hecho. La vida era acción, y la acción que se ejecuta solo puede manifestarse en el presente. El futuro es solo para soñadores. Para quienes ya no quieren o pueden hacer nada. Salvo escapar del presente.
Apenas los resultados del Proyecto Final de Carrera colgados, Laura parte, no sabe para cuanto tiempo, a Bolivia para trabajar en un proyecto de cooperación y dar clases en una academia de música en la capital del altiplano. Miguel ya está en París listo para entrar en un despacho. Luego se irá a los Estados Unidos o a Japón. No volverá en años. O quizá sí. Marc y Ángel preparan el translado a Berlín. Y Montse ya no sabe donde encontrar a su hijo mayor, pintor, a caballo entre Seúl, Berlín e Istambul. No es que viva en los aviones, como ciertos ejecutivos, las top-models y los arquitectos de prestigio (Fostair). Es que no sabe, al igual que los demás, dónde estará mañana. Y, desde luego, no les preocupa.
Los jóvenes son los que tienen, se dice tópicamente, la vida por delante. Uno piensa que el futuro les aguarda. Que solo tienen futuro. Pero el futuro no les preocupa. No lo necesitan. No existe. Solo cuenta el presente. O el instante.
El futuro es un concepto que los adultos nos hemos inventado (al igual que la religión que ofrece la rendención, siempre már tarde) para sobreponernos al presente, al anclaje, al enterramiento en el presente; para escapar del presente. Un presente en ocasiones intolerable o abúlico. Como si toda la grisura y el cansancio de hoy se disolviera, creemos, en un mañana inexistente.
El futuro nos permite soñar con escapar al tiempo (verdadero) que es el presente.
Ciertamente, cuando las parejas se disuelven y padres e hijos parten, a veces para siempre, uno puede volver a desarraigarse. Creyéndose joven. Y pensar en vivir en ninguna parte. Pero un adulto que empieza un viaje, a veces sin retorno, huye. Y cuenta, avariciosamente, los años que le quedan (hasta la jubilación o hasta la muerte). Piensa en el futuro, para no ver lo que tiene delante. ¡Ah, los días de mañana! ¡Siempre brillan! Brillan, creemos que brillan, porque el presente, o el instante se ha apagado.
Haremos tantas cosas. Porque no podemos hacer nada.
Los sumerios, que fueron los primeros, y los más sabios, desconocían el futuro. Solo existía lo que se estaba haciendo y lo que ya estaba hecho. La vida era acción, y la acción que se ejecuta solo puede manifestarse en el presente. El futuro es solo para soñadores. Para quienes ya no quieren o pueden hacer nada. Salvo escapar del presente.
martes, 30 de junio de 2009
Obras singulares del Museo Nacional de Irak en Bagdad
Estatua de un "ensi" (gobernador), en mármol blanco, de Eridú (mital del III aC)
Enkidú, escudero de Gilgamesh, Tell Chogha (mitad del III milenio aC)
Dudu, escriba sumerio, dinastía arcáica de Lagash, 2400 aC
Orante, 2500 aC
Ninguna de esas piezas está expuesta actualmente.
Sorprende la piedad, el temor y la esperanza que estas imágenes desprenden, al menos, ante nuestros ojos modernos. Una insólita humanidad, que no casa -o quizá sí- con la violencia despiadada -las víctimas imploran, mas en vano (son una masa indistinta de la que se alzan brazos tendidos), ante un rey desafiante y crecido- que otras imágenes documentan.
Procedencia de las imágenes:
BASMACHI, Fraj: Treasures of the Iraq Museum, Ministerio de Información. Dirección General de Antigüedades, Bagdad, 1975-6, ns. 54, 62, 67, 66; fichas, ps. 397-398.
lunes, 29 de junio de 2009
Con la pantalla dando (o el fin de la educación)
Los profesores, desde hace unos años, a cada final del mes de Junio, empezamos a recibir mensajes electrónicos de los estudiantes. Piden revisiones de exámenes, algún cambio de nota, señalan un error en las actas, suplican una prórroga en la entrega de un último trabajo, etc. Aunque la mayoría tutea al profesor, a quien se llama por su nombre de pila, los mensajes son educados y cordiales. Como si fueran mensajes entre amigos o conocidos. Juan, Estela, Marcos, Anna escriben a Pedro y le exponen brevemente un problema.
Pero, para un profesor, los alumnos que redactan un mensaje son Juan87, Estela-tela, Marc A, Annana85: una parte de una dirección electrónica; un número; un código.
No los conocemos; no les hemos visto la cara; o, mejor dicho, no asociamos caras con estos trabalenguas.
Los correos electrónicos evitan el contacto directo. Están en perfecta sintonía con las directrices de la Universidad: el campus debe ser virtual; las clases magistrales, casi inexistentes; el diálogo cara a cara imposible. Al profesor se le exige que esté todo el día ante el ordenador "colgando" programas, trabajos, textos e imágenes, y respondiendo a las dudas y preguntas que explotan, como burbujas, de súbito en la pantalla. Y se borran sin dejar huella.
El modelo al que se tiende es el de la Universidad a distancia. Distante. Lejana. Invisible. Al límite, pronto ya no se verán a los estudiantes. Ni siquiera se sabrá si existen. Y la misma sensación tendrán aquéllos con los enseñantes. ¿Acaso no les podría responder una máquina? ¿Le preocupa a la Universidad?
Un profesor no enseña. Su misión no es educar. Se enseña a sí mismo. Aclara sus ideas a medida que expone, que responde a las preguntas que se plantean durante la exposición en clase. La única manera que tiene un profesor de aprender -pues es él quien aprende- consiste en exponer públicamente lo que ha elaborado en casa, el despacho o la biblioteca, "viendo" o "viviendo" la reacción de los alumnos. Un silencio intenso dice mucho más sobre cómo se percibe, se recibe, se valora lo que el profesor cuenta. Existen distintos tipos de silencio: cansino, indiferente, indignado, fascinado. Y son esos silencios, al igual que la expresión de los rostros, y las preguntas, las quejas y los comentarios planteados verbalmente por los alumnos, los que permiten que la clase evolucione, y que el profesor se forme. Y que, entonces, el alumno aprenda viendo cómo aprende el profesor a medida que explica, que busca las palabras, que lucha, que juega con ellas, tratando de explicar lo mejor posible, no para los alumnos, sino para sí mismo. Como un actor, no se expone para el público o el alumnado. Se expone para su propio disfrute o pesar.
Tuve a excelentes profesores hace muchos años: Eugenio Trías, Xavier Rubert de Ventós, Félix de Azúa, Josep Llinás, etc. Aún enseñan. Aún debaten consigo mismo en la tarima. Aún muestran cómo uno se enfrenta a los problemas. Reflexionan en voz alta. Y se percibe, como si un ángel pasara, como la reflexión se alza, rebota, es atrapada, moldeada y devuelta al aire. La clase no es un texto que se recita de memoria, sino que se construye a medida que se narra. Y toda construcción es un proyecto de vida, una manera de enfrentarse a ella.
Pero, ¿hablar ante una pantalla, en un "campo virtual"? ¿Qué se construye? ¿Qué se muestra? Solo nuestro miedo a formarnos.
A ese vacío tendemos. ¿Qué importa entonces las faltas de ortografía, la sintaxis, y los conocimientos si solo se trata de hablar con nadie? Si nadie escucha ni responde.
Pero, para un profesor, los alumnos que redactan un mensaje son Juan87, Estela-tela, Marc A, Annana85: una parte de una dirección electrónica; un número; un código.
No los conocemos; no les hemos visto la cara; o, mejor dicho, no asociamos caras con estos trabalenguas.
Los correos electrónicos evitan el contacto directo. Están en perfecta sintonía con las directrices de la Universidad: el campus debe ser virtual; las clases magistrales, casi inexistentes; el diálogo cara a cara imposible. Al profesor se le exige que esté todo el día ante el ordenador "colgando" programas, trabajos, textos e imágenes, y respondiendo a las dudas y preguntas que explotan, como burbujas, de súbito en la pantalla. Y se borran sin dejar huella.
El modelo al que se tiende es el de la Universidad a distancia. Distante. Lejana. Invisible. Al límite, pronto ya no se verán a los estudiantes. Ni siquiera se sabrá si existen. Y la misma sensación tendrán aquéllos con los enseñantes. ¿Acaso no les podría responder una máquina? ¿Le preocupa a la Universidad?
Un profesor no enseña. Su misión no es educar. Se enseña a sí mismo. Aclara sus ideas a medida que expone, que responde a las preguntas que se plantean durante la exposición en clase. La única manera que tiene un profesor de aprender -pues es él quien aprende- consiste en exponer públicamente lo que ha elaborado en casa, el despacho o la biblioteca, "viendo" o "viviendo" la reacción de los alumnos. Un silencio intenso dice mucho más sobre cómo se percibe, se recibe, se valora lo que el profesor cuenta. Existen distintos tipos de silencio: cansino, indiferente, indignado, fascinado. Y son esos silencios, al igual que la expresión de los rostros, y las preguntas, las quejas y los comentarios planteados verbalmente por los alumnos, los que permiten que la clase evolucione, y que el profesor se forme. Y que, entonces, el alumno aprenda viendo cómo aprende el profesor a medida que explica, que busca las palabras, que lucha, que juega con ellas, tratando de explicar lo mejor posible, no para los alumnos, sino para sí mismo. Como un actor, no se expone para el público o el alumnado. Se expone para su propio disfrute o pesar.
Tuve a excelentes profesores hace muchos años: Eugenio Trías, Xavier Rubert de Ventós, Félix de Azúa, Josep Llinás, etc. Aún enseñan. Aún debaten consigo mismo en la tarima. Aún muestran cómo uno se enfrenta a los problemas. Reflexionan en voz alta. Y se percibe, como si un ángel pasara, como la reflexión se alza, rebota, es atrapada, moldeada y devuelta al aire. La clase no es un texto que se recita de memoria, sino que se construye a medida que se narra. Y toda construcción es un proyecto de vida, una manera de enfrentarse a ella.
Pero, ¿hablar ante una pantalla, en un "campo virtual"? ¿Qué se construye? ¿Qué se muestra? Solo nuestro miedo a formarnos.
A ese vacío tendemos. ¿Qué importa entonces las faltas de ortografía, la sintaxis, y los conocimientos si solo se trata de hablar con nadie? Si nadie escucha ni responde.
domingo, 28 de junio de 2009
Bagdad: llamando a los espíritus en un mausoleo de Khadimiya
Práctica ritual común cerca del recinto del santuario chiíta de Khadimiya, en Bagdad: une mujer velada golpea la reja del pequeño mausoleo de un imán para estar cerca de él, tocarlo, despertarlo, invocarlo y rogarlo, deslizando entre la tupida trama de la reja papelitos enrollados con súplicas. Golpes, llamadas firmes y sostenidas, de confianza -y de rabia.
El monoteísmo (exacerbado y austero) es contrario a las prácticas religiosas que requieren a una multitud de seres inmortales próximos.
Tomás tenía razón. Sin la presencia de un cuerpo que tocar (carne, sangre, estatua, arquitectura) no hay contacto posible con lo trascendente.
Crónica de Bagdad, 24 de junio de 2009. Coda: La cabeza de (la estatua) de Sadam Husein
No pudimos levantarla. Cuando el conservador nos señaló una caja de cartón, abandonada en el suelo, en el interior de la cual se adivinada un oscuro bulto, de formas amorfas, demasiado voluminoso para el envoltorio, quisimos contemplarlo. Pero la mayoría de nosotros no nos atrevimos a sacarlo. Era una pieza de bronce, de tamaño natural, que pesaba -aunque menos de lo esperado-, y cuyo borde inferior cortaba, pero este no era el motivo de nuestro temor o rechazo.
La cabeza (de la estatua decapitada) de Sadam Husein, en las reservas del Museo Nacional Iraquí, en Bagdad, estatua que durante años presidió el centro de la ciudad, tenía el cuello desgarrado. Había sido arrancada violentamente. Por la boca del cuello se intuía un pozo negro y profundo en el que se agazapan no se sabe qué posibles masas larvarias. El rostro no estaba deformado. Y seguía mirando con los ojos bien abiertos y una expresión dura e irónica. Aunque cansada, quizá.
Las anécdotas acerca de la confusión creada por imágenes demasiado realistas abundan desde la antigüedad. Animales y humanos han creído estar ante un ser vivo cuando, en verdad, contemplaban una efigie. La capacidad de la obra de suscitar desasosiego era la prueba definitiva del talento del creador. Se contaba que, incluso en el siglo XVI, hubo gente, formada incluso, que se cuadró ante un retrato de Felipe V recién pintado, que el artista puso a secar en una ventana del palacio -y quizá también para verificar su poder de seducción-. Hace unos cuarenta años, el museo de figuras de cera de Madame Tussaud, en Londres, organizó un concurso para saber quien sería capaz de pasar una noche, una tan solo, encerrado entre blandas estatuas de criminales. Nadie consiguió el premio.
Sin embargo, en todos esos casos, se parte del presupuesto que la imagen parece viva, ilusoriamente animada. Pero no lo es; no lo está. De ahí el mito de Pigmalión, seducido por su propia creación, que no le corresponde. Solo nos hace falta tocar la obra para que la ilusión se desvanezca. La obra es como una meretriz que promete falsos paraísos. En el último momento, se descubre la ilusión. La obra es un muñeco de trapo.
En el caso presente, en los sótanos del museo, sabíamos que estábamos ante una imagen. El parecido no estaba ni siquiera bien logrado. La obra es mediocre. En ningún caso, la cabeza podía ser confundida con la cabeza sangrante de Sadam Husein (si éste hubiera sido decapitado -murió ahorcado).
Pero no pudimos tocarla. No se trataba de una imagen, sino de un sustituto. Estábamos, no en los territorio del arte, sino de la magia.
La servidumbre naturalística no se aplica al fetiche. Éste no tiene porque parecerse al modelo. No estará nunca junto a él (para que, por ejemplo, demos fe de la veracidad de la imagen). Lo reemplazará. Aunque el modelo desaparezca, la efigie seguirá, diríamos que viva. Posee, no la apariencia, sino una extraña fuerza; de ella emana un influjo certero que la convierte en un ente aún más vivo que un ser vivo.
La estatua rota de Sadam Husein tiene un poder que otras estatuas, infinitamente más valiosas, no poseen.
Hasta el siglo XVIII, arte y magia estaban confundidos. La separación que Platón estableció entre ídolos e iconos no era efectiva, como lo recordarían tantas discusiones, que tantas veces acabaron mal, entre defensores y detractores de la imagen. Fue Kant quien acabó con el poder del arte, al desligarlo de la magia: el arte fue deninido como lo que no seducía, lo que no despertaba las sensaciones y las emociones que la belleza y el horror de la vida suscitan. El arte debía ser sólo un pálido reflejo, una versión desnaturalizada de la vida efectiva. De ahí al arte abstracto ya no había sino un paso.
La estatua de Sadam, tirada en el polvo de las reservas del Museo de Bagdad, se encarga de poner en evidencia el error de Kant, o, mejor dicho, la vanidad de su noble tentativa. El arte no puede desligarse de la magia. Vuelve a ella, como un vampiro a la sangre que mana de una herida.
No, esta estatua no es "arte". No puede serlo. Es un ente que, intuimos, nos hará daño si nos atrevemos a ponerle la mano encima. Qué fue moldeada y fundida para causar el mal. Sadam asesinaba. Y murió. Su efigie, por el contrario, lanza una maldición. Que no cesa. Y sigue viva, como bien se encarga de recordarlo a quien se acerca inadvertidamente a ella.
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Ciudades,
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