Regreso temporal de vacaciones: recorrido en goleta por algunas islas croatas vecinas a Split.
Escursión de un día, en un minibus, a Mostar, en Bosnia-Herzegovina.
Mostar fue severamente destruida durante las guerras yugoslavas. Junto con Sarajevo y Sebreniza se convirtió en un símbolo de los horrores de la contienda, en 1996, debido a la voluntaria voladura de su puente central, una obra maestra de ingeniería construida por un discípulo del "arquitecto" (un ingeniero militar, en verdad) otomano Sinan, en el siglo XVI.
En Mostar se dieron cita todas los rostros de la violencia. Musulmanes ybosnios católicos croatas se aliaron para matar o expulsar a ortodoxos serbios. Una vez concluida la limpieza étnica (o religiosa), los aliados iniciales -como "Los hombres luchando con palos", los pies hundidos en el lodo, de Goya- se masacraron. Los musulmanes bosnios perdieron. El puente, obra de un arquitecto musulman, saltó por los aires. Soldados españoles, enviados por la OTAN durante la guerra civil, tuvieron que defender la ruta que, de Sarajevo a la costa, pasaba por Mostar. Alguno ha muerto de cáncer. El gobierno español (al igual que cualquier gobierno, supongo) no puede reconocer públicamente que se emplearon bombas con uranio empobrecido.
Trece años más tarde, las huellas de la guerra son aún muy visibles. Viviendas unifamiliares abandonadas: quemadas, sin techumbre, con los muros exteriores carcomidos, como por una virulenta viruela, por la metralla; bloques de pisos, aún ocupados, con boquetes apresuradamente tapiados y muros que se abren peligrosamente apenas sostenidos por sarmientos metálicos retorcidos que asoman avariciosamente por los bloques de hormigón. Toda la ciudad está descolorida, lívida. Algún joven, con el rostro sucio y la expresión ida, pide limosna a quienes descienden de los autocares.
¿Toda? El puente, y el zoco que zigzaguea entre casones de piedra a lado y lado del puente, han sido reconstruidos por la Unión Europea. Algunas piedras fueron rescatadas del río, numeradas y remontadas. El pavimento presenta la gastada superficie de antaño. Gruesas grapas de bronce aún sostienen los bloques de la baranda maciza. Pero las piedras que componen el arco son nuevas, aserradas mecánicamente.
El puente, en verdad, es una ilusión, un decorado. O un símbolo. Hacía ya tiempo que no servía. El tráfico circulaba por un puente más reciente.
Igualmente, el zoco es una escenografía. Las tiendas están atestadas de recuerdos "orientales": bisutería; chillones disfraces, cargados de lentejuelas de hojalata, para la danza del vientre; teteras y bandejas repujadas; pipas de agua; ásperas alfombras granates; y de (supuestos) recuerdos de la o las guerras: cascos militares dañados, largos casquillos de bala, labrados para la ocasión, convertidos en bolígrafos o esbeltos floreros; alguna gastada cartera de cuero (con la cruz gamada estampillada). El bazar parece en ebullición. Los turistas desfilamos. Un sueño orientalizante. Suena el repiqueteo de un herrero martilleando un objeto de cobre. Pero ningún habitante de la ciudad, musulmán o cristiano, lo recorre ni compra allí. Las casas que lo bordean están casi todas vacías; es imposible vivir en ellas; las paredes, apresuradamente remozadas, pero los huecos carecen de marcos ni de cristales, y falta aún algún tejado (pero ya no hacen falta). Las mezquitas, restauradas y pintadas, convertidas en museos. Desde los patios ajardinados se disfruta de excelentes vistas fotográficas al puente. Lo que parece contar es la imagen de un modo de vida que ya no tiene razón de ser (algún vendedor porta un fez que le viene pequeño), compuesto para los visitantes, como si nada hubiera ocurrido. Por un momento, la ilusión se impone. Las árboles frondosos, en los márgenes del río, impiden ver qué es Mostar. Por suerte, posiblemente.