"Destrás de cada tradición hay un enorme sistema de valores y creencias que no pueden borrar teniendo en cuenta uno solo de sus aspectos (...) Es como el veto contra el velo de las mujeres musulmanas que ignora las nociones sobre lo secreto, lo privado y lo público en esas sociedades. La vida es cruel. Y en todos los continentes hay mayores vejaciones que éstas contra los oprimidos", sentenciaba hoy John Berger en el diario El País, mientras disertaba sobre la crueldad de la vida degustando una merluza en salsa verde en un restaurante de Madrid.
Conozco una arquitecta iraquí musulmana (chiíta) de unos cuarenta años. Vive en Bagdad. Porta un pañuelo negro en la cabeza. Está casada con un arquitecto mayor que ella, que no parece obligarla a nada. Es muy religiosa o practicante. El pañuelo, sin duda, es una expresión de su fe, "de la noción de lo secreto", según los términos de Berger.
Otra arquitecta iraquí (que no es chiíta), que también vive en Bagdad, amiga suya, me devolvió a la realidad. Hasta el inicio de la segunda guerra del golfo, en 2003, aquella arquitecta no portaba pañuelo alguno. De hecho, nada revelaba su religión o su adscripción a confesión alguna. Vestía como quería. Desde luego, de manera muy distinta a como viste hoy. Es la presión, cada vez más creciente, de la comunidad chiíta que, por miedo, le lleva a cubrirse el velo y vestir con ropas anchas.
Se comporta como la mayoría de las mujeres chiítas del barrio de Khadimiya, alrededor de uno de los grandes santuarios del islam. Todas llevan el chador. No se veía ninguno, sin embargo, hace solo seis años.
He visto al imán del barrio admonestar a una mujer por no taparse suficientemente el pelo; he escuchado los "consejos" sobre cómo vestirse en este barrio: guantes negros, pañuelo negro, chador (con un velo que cubre casi todo el rostro), medias negras. La tela es sintética. Fuera hace más de cuarenta y cinco grados. Los hombres íbamos en tejanos o pantalanes de lino y camisetas cortas y ceñidas de manga corta. A las mujeres se las tiene que preservar (es decir, encerrar, como los valores y los tesoros). A los hombres no. Antes de la guerra, las mujeres iban en pantalones y los brazos descubiertos.
Mientras la iglesia y la derecha atenazaban a las mujeres en España en los años cincuenta del siglo pasado, el centro de Bagdad se asemejaba al barrio latino de París. Había más mujeres, y ni una tapada, en la Universidad.
Quienquiera haya visitado Damasco o Teherán, hace diez o quince años, recordará las mujeres musulmanas. Ninguna se escondía tras un velo negro. Solo en el campo se llevaban pañuelos de colores. Hoy, en Damasco, y aún más en Aleppo, mujeres, enteramente recubiertas de un tupido sudario negro que cela incluso el rostro (pese a que... llevan gafas de sol negras), se van dando de bruces contra las farolas porque no ven nada. Absolutamente nada. Los cánceres de piel, las enfermedades oculares se multiplivcan. ¿En nombre de los valores del secretismo? Valores sorprendentes, que han aparecido y se han extendido (es decir, impuesto) en menos de diez años.
¿Tan distintos somos? A lado y lado del Mediterráneo, ¿tenemos valores tan opuestos? Hasta 1977, la mujer, en España, no podía hacer nada sin el consentimiento del padre, primero y, luego, del marido. En los años cincuenta, las mantillas, los trajes enlutados para las viudas eran de rigor. Las risas, los espectáculos estaban prohibidos los días que precedían Pascua. Había que tener mucho cuidado con lo que se hacía, no fuera que un vecino te denunciara. En Menorca, en los años cuarenta, se exigía el certificado de haber comulgado en la misa del domingo para tener trabajo. ¡Ah! eran las costumbres, las sacro-santas (nunca mejor dicho) costumbres. Es una pena que se hayan perdido. Las mujeres españolas, mediterráneas y occidentales son hoy una perdidas, ya se sabe. Mientras que antes...
Valores, costumbres, tradiciones; el imaginario: no son leyes naturales, que no se pueden cambian; los humanos los hemos inventado; y los podemos modificar (como lo prueba, cínicamente los cambios recientes en algunas ciudades del Próximo Oriente) . O eliminar. España (e Italia, Grecia) e Irak (e Irán, Siria, etc.) cambiaron: en sentido contrario.
Valores, por otra parte, sobre cuya identificación podríamos preguntarnos. En el año 2000, uno de los relaciones públicas del ayuntamiento de Isfahan (Irán), cuya mujer no podía ser vista si no estaba tapada, incluso en su casa, trató de secuestrar y forzar (dejémoslos así) en Irán a una de las relaciones públicas del ayuntamiento de Barcelona. El asunto fue ocultado. Aquella persona alardeaba de beber como un cosaco e invitó reiteradamente a las mujeres españolas a soltarse y ponerse en bikini al aire libre, ya que estábamos todos en un recinto para "miembros del gobierno" -mientras las patrullas de la moralidad patrullaban fuera del área de recreo gubernamental. Y no bromeaban.
Ciertamente, existen sacerdotes católicos que violan a niños. ¿Rito iniciático-educativo (que debe de ser, pues, tolerado)? Como la opresión está en todas partes, y siempre es defendida como una manifestación cultural., ¿debe ser aceptada?
Los valores de lo secreto y lo privado son decretos que los humanos (por no emplear el ambiguo término de "hombres") nos hemos forjado -para defendernos de nuestros miedos.
¿Existen mayores vejaciones que la imposición de cubrirse de los pies a la cabeza sin poder ver nada? No lo sé. Habría que preguntar a quienes caminan debajo del chádor integral (que cubre incluso el rostro) -a cuarenta o cincuenta grados, en ocasiones con un cien por cien de humedad.
De todos modos, quizá sea preferible ajusticiar que torturar; que torturar durante unas horas que durante semanas; crucificar que entregar a las fieras. ¿Debemos, entonces, ya que existen grados en la "opresión", tolerar el ajusticiamiento o la tortura?
Después de todo, todas las culturas han practicado el sacrificio humano. Un número ingente de víctimas han sido ejecutadas, para que su vida o su sangre alimente a los dioses (véase, tan solo en la tradición occidental, los funerales de Patroclo descritos en la Ilíada, donde decenas de prisioneros son degollados para honrar al difunto héroe griego). ¿Acaso no existe una costumbre más valiosa que contentar a los poderes sobrenaturales, costumbre que, además, forja a los pueblos y los mantiene unidos? Ciertamente. Pero es curioso que los sacrificados siempre han sido prisioneros, condenados, y nunca hombres y mujeres que, voluntariamente, entregan su vida en favor de los inmortales.
Se ha pensado que quienes eran inmolados iban a la muerte contentos sabiendo el destino luminoso que les esperaba en el más allá. Así, por ejemplo, los centenares de ajusticiados en las tumbas nobles de Ur (Mesopotamia), cuyos cadáveres fueron hallados armoniosamente dispuestos en el sepulcro. Todo parecía indicar que se habían entregado al sueño eterno libremente a fin de acompañar a su señor en su viaje postrero. Recientes investigaciones, sin embargo, han enturbiado esta visión feliz. Fueron torturados, drogados y golpeados salvajemente con un objeto punzante. Al igual que ocurría con los sacrificados en las culturas precolombinas.
El sacrifico humano ha sido practicado durante milenios en todas las culturas. Hasta el siglo XX, las ejecuciones eran espectáculos públicos en Barcelona. Tenían como fin servir de lección. Eran, por tanto, altamente educadoras. Fortificaban el ánimo. Como, sin duda, lo hacen las lapidaciones (en Sudán, o en Irán, donde, por cierto, no se practicaban hasta hace poco) ¿Debemos lamentar su desaparición? La cultura ¿ha perdido algo fundamental? ¿Somos más pobres de espíritu desde que no sacrificamos a humanos y no ajusticiamos (públicamente o no)?
¿Hemos perdido desde que las mujeres no se arrojan a las piras de sus difuntos maridos, o no se lapida a los adúlteros -y, sobre todo, adúlteras?
La cultura, en tanto que invento humano, ¿no puede evolucionar? ¿Acaso no se forjó para no confundirnos con los animales? La carne, ¿tenemos que comerla cruda -como se hizo durante centenares de miles de años?
Ya pueden servir el postre. Y una copa de vino