viernes, 7 de mayo de 2010
Zbigniew Rybczynski: Tango (1980) -o qué ocurre en una habitación que da al exterior
Oscar al mejor cortometraje de animación en 1983
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Modern Art
El artista, el artesano y la ciudad
Hace tiempo, mucho tiempo, los artesanos que fabricaban útiles para la tribu (armas y fíbulas de metal, apeos, tiesas lanzas de fresno, y cazos de barro) vivían y trabajaban en cerradas cabañas con gruesos muros de aparejo sin huecos, situadas fuera del poblado, en el umbral de los bosques.
Pasaban los días sin tener apenas contacto con los habitantes, que les necesitaban y les temían. Sin duda, eran unos seres superiores: lograban que la tierra les dejara recorrer las venas de su cuerpo y extraer lo que le daba fulgor, que son las vetas por donde circulan los metales lucientes, y que el fuego avivado, en medio del taller, alcanzara la temperatura necesaria para fundir y transmutar los metales que, con fuerza hercúlea templaban, para convertir el barro húmedo en una materia más dura, seca y sonora que la piedra, o lograr la metamorfosis mas asombrosa: metamorfosear mediante el fuego la opaca e inaprenhensible arena en una materia viscosa y transparente que, solo con el aire que le insuflaban, como poseídos por una súbita inspiración, se hinchaba, se abombaba y se convertía en un búcaro, duro y luminoso como el agua helada.
Los que mandaban sobre las cuatro materias (el fuego intenso, el agua, la tierra arcillosa y el aire) y lograban que se revistieran con todas las formas imaginables tenían que ser unos magos, ayudados por oscuros potencias sobrenaturales, genios juguetones o inquietantes fuerzas telúricas.
Su mismo aspecto, enrojecido por el fuego y sombría la faz ahumada en la que brillaba una mirada dura y avisora, junto con los miembros titánicos curtidos por el manejo de tenazas, sopletes y tornos endiablados, los igualabla con antiguas deidades, o espíritus de la tierra endemoniados.
La tribu se apartaba de ellos; los mantenía encerrados en los márgenes del pueblo. El fuego con el que convivían, así aún lo explica Vitrubio, les obligaba a no poder estar en el centro, aún cuando la suerte y la supervivencia del poblado dependía de su buen querer y de su buen hacer.
Con el paso de los milenios, los pueblos se hicieron ciudades. Los ancianos consultados dejaron paso a los más fuertes, los más astutos y los más crueles quienes, aliados con la suerte, se convirtieron en jefes: reyes y sacerdotes que tomaron el mando de los pueblos crecidos. Para imponer las órdenes que edictaban necesitaron de una casta de jóvenes armados, el estamento militar que obedecía ciegamente y que velaba por el diario sometimiento de los ciudadanos ante quienes se habían erigido en los representantes de la voluntad de dioses celestiales.
Mas, para que reyes y sacerdotes pudieran vivir encerrados en palacios y santuarios, y la soldadesca no se volviera en contra de quienes les habían armado, era necesario que el resto de la población doblara el testuz y se pusiera a trabajar: cultivara, sembrara, irrigara los campos, y cuidara de los rebaños domesticados, a fin que los mercados estuvieran bien abastecidos; y obrara para crear todos los útiles necesarios para la vida de la corte y del súbditos, cuantas imágenes (pintadas, esculpidas) sacerdotes y monarcas inquirían para honrar a los dioses insaciables y rencorosos, afirmaban, y a ellos mismos, y cuantos espacios monumentales, para los vivientes y los muertos, se requerían para deslumbrar a la población y a los enemigos que, ante tales muestras de poderío, se achicarían temerosos aún más.
Una tercera y sumisa casta apareció: la de los agricultores, los artesanos y los imagineros, cuyos trabajos seguían asombrando, pero cuya suerte, esclavizada, ya no inspiraba temor. Pasaron de ser unos magos que dialogaban con fuerzas oscuras a peones que trabajaban al dictado, cuya suerte no era muy distinta a la de los esclavos.
La aparición de la ciudad, perfectamente estratificada socialmente, quebró el poder de los artesanos. Habían sido magos; habían mandado sobre las fuerzas invisibles; habían sido temidos y respetados. La vida y la muerte del poblado, compuesto por unas pocas construcciones en las que moraban clanes que se autoabastecían -y para lo cual necesitaban de la fuerza o de la vida de los objetos que los magos, los hechiceros y los artesanos fabricaban y animaban- había estado, literalmente, en sus manos.
Los estamentos reales, sacerdotales y militares que encabezaban la jerarquía social de la ciudad también requerían de los servicios de los artesanos y productores. Pero ya no los honraban ni los temían. Les forzaban a trabajar. Podían ser vendidos, reemplazados. En cualquier momento podían dejar de adquirirles bienes, o de alimentarlos. Eran peones intercambiables sometidos a los deseos y caprichos de los que gobernaban la ciudad.
Los artesanos e imagineros, sin embargo, no aceptaron su suerte sin más. Ya durante la época de Alejandro, algunos pintores y escultores quisieron recuperan el prestigio del que habían sido despojado: tenían la capacidad de ensalzar plásticamente la imagen del monarca, de multiplicar su efigie, o de ridiculizarlo. Pero, en consecuencia, sellaban su suerte. ¿Quien se habría atrevido a burlarse, o a desobedecer, a un emperador romano o a un sumo pontífice?
Más de mil años más tarde, los artesanos volvieron a reclamar sus derechos. No querían ser considerados como unos títeres. Al igual que los magos de antaño, también tenían poderes sorprendentes, afirmaban. El arte era la muestra de sus capacidades senmi-divinas, de su genio. Eran capaces de pintar y esculpir efigies ilusoriamente reales, carentes solo del hálito de la vida; a los autómatas no siquiera les faltaba, en apariencia, ese don. Como los alquimistas transmutaban materias desconocidos, fabricaban, al calor de los crisoles, pigmentos cuyos tonos no existían en la naturaleza, los procedimientos de cuya fabricación quedaban sellados a cal y canto. Eran sabios como sacerdotes cuando componían emblemas inescrutables. Y eran capaces de proyectar y de construir edificios en los que nada quedaba al azar, como si fueran la directa y precisa materialización de un sueño. Daban forma a los sueños más audaces, o más inconcretos.
Mas, ¿se les necesitaba como otrora? Distraían, entretenían, daban empaque y lustre al poder o suavizaban sus aspectos más hirientes, pero la vida de la metrópoli ¿dependían de su buen hacer? Trataron de llamar la atención, ostentosa o grotescamente. Pintaron y esculpieron imágenes y efigies cada vez más raras; lanzaron proclamas; defecaron en público; vendieron sus excrementos a precio de oro; se automutilaron; se proclamaron los guardianes de la verdad. Obtuvuieron ingentes cantidades de dinero; se les construyeron museos, se les cubrió de oro; fueron invitados a las fiestas del poder. Cabe la duda, enmpero,que no fueran, no sean, más que bufones que distraían al público de lo que en verdad movía la ciudad.
Los artistas como magos, capaces de cambiar el mundo, solo pudieron existir mientras la ciudad no se fundó. En cuanto el orden urbano se impuso, se convirtieron en productores de espejos que, en el mejor de los casos, turbaban leve o temporalemente el buen orden, antes de que se les condenara o se les expulsara, como Platón pedía.
La magia del arte no tiene cabida en la ciudad. Y el mundo no se concibe sin ciudades. El arte, como transformador del mundo, es un bello sueño. O un engaño. Ante el que caemos felizmente.
Pasaban los días sin tener apenas contacto con los habitantes, que les necesitaban y les temían. Sin duda, eran unos seres superiores: lograban que la tierra les dejara recorrer las venas de su cuerpo y extraer lo que le daba fulgor, que son las vetas por donde circulan los metales lucientes, y que el fuego avivado, en medio del taller, alcanzara la temperatura necesaria para fundir y transmutar los metales que, con fuerza hercúlea templaban, para convertir el barro húmedo en una materia más dura, seca y sonora que la piedra, o lograr la metamorfosis mas asombrosa: metamorfosear mediante el fuego la opaca e inaprenhensible arena en una materia viscosa y transparente que, solo con el aire que le insuflaban, como poseídos por una súbita inspiración, se hinchaba, se abombaba y se convertía en un búcaro, duro y luminoso como el agua helada.
Los que mandaban sobre las cuatro materias (el fuego intenso, el agua, la tierra arcillosa y el aire) y lograban que se revistieran con todas las formas imaginables tenían que ser unos magos, ayudados por oscuros potencias sobrenaturales, genios juguetones o inquietantes fuerzas telúricas.
Su mismo aspecto, enrojecido por el fuego y sombría la faz ahumada en la que brillaba una mirada dura y avisora, junto con los miembros titánicos curtidos por el manejo de tenazas, sopletes y tornos endiablados, los igualabla con antiguas deidades, o espíritus de la tierra endemoniados.
La tribu se apartaba de ellos; los mantenía encerrados en los márgenes del pueblo. El fuego con el que convivían, así aún lo explica Vitrubio, les obligaba a no poder estar en el centro, aún cuando la suerte y la supervivencia del poblado dependía de su buen querer y de su buen hacer.
Con el paso de los milenios, los pueblos se hicieron ciudades. Los ancianos consultados dejaron paso a los más fuertes, los más astutos y los más crueles quienes, aliados con la suerte, se convirtieron en jefes: reyes y sacerdotes que tomaron el mando de los pueblos crecidos. Para imponer las órdenes que edictaban necesitaron de una casta de jóvenes armados, el estamento militar que obedecía ciegamente y que velaba por el diario sometimiento de los ciudadanos ante quienes se habían erigido en los representantes de la voluntad de dioses celestiales.
Mas, para que reyes y sacerdotes pudieran vivir encerrados en palacios y santuarios, y la soldadesca no se volviera en contra de quienes les habían armado, era necesario que el resto de la población doblara el testuz y se pusiera a trabajar: cultivara, sembrara, irrigara los campos, y cuidara de los rebaños domesticados, a fin que los mercados estuvieran bien abastecidos; y obrara para crear todos los útiles necesarios para la vida de la corte y del súbditos, cuantas imágenes (pintadas, esculpidas) sacerdotes y monarcas inquirían para honrar a los dioses insaciables y rencorosos, afirmaban, y a ellos mismos, y cuantos espacios monumentales, para los vivientes y los muertos, se requerían para deslumbrar a la población y a los enemigos que, ante tales muestras de poderío, se achicarían temerosos aún más.
Una tercera y sumisa casta apareció: la de los agricultores, los artesanos y los imagineros, cuyos trabajos seguían asombrando, pero cuya suerte, esclavizada, ya no inspiraba temor. Pasaron de ser unos magos que dialogaban con fuerzas oscuras a peones que trabajaban al dictado, cuya suerte no era muy distinta a la de los esclavos.
La aparición de la ciudad, perfectamente estratificada socialmente, quebró el poder de los artesanos. Habían sido magos; habían mandado sobre las fuerzas invisibles; habían sido temidos y respetados. La vida y la muerte del poblado, compuesto por unas pocas construcciones en las que moraban clanes que se autoabastecían -y para lo cual necesitaban de la fuerza o de la vida de los objetos que los magos, los hechiceros y los artesanos fabricaban y animaban- había estado, literalmente, en sus manos.
Los estamentos reales, sacerdotales y militares que encabezaban la jerarquía social de la ciudad también requerían de los servicios de los artesanos y productores. Pero ya no los honraban ni los temían. Les forzaban a trabajar. Podían ser vendidos, reemplazados. En cualquier momento podían dejar de adquirirles bienes, o de alimentarlos. Eran peones intercambiables sometidos a los deseos y caprichos de los que gobernaban la ciudad.
Los artesanos e imagineros, sin embargo, no aceptaron su suerte sin más. Ya durante la época de Alejandro, algunos pintores y escultores quisieron recuperan el prestigio del que habían sido despojado: tenían la capacidad de ensalzar plásticamente la imagen del monarca, de multiplicar su efigie, o de ridiculizarlo. Pero, en consecuencia, sellaban su suerte. ¿Quien se habría atrevido a burlarse, o a desobedecer, a un emperador romano o a un sumo pontífice?
Más de mil años más tarde, los artesanos volvieron a reclamar sus derechos. No querían ser considerados como unos títeres. Al igual que los magos de antaño, también tenían poderes sorprendentes, afirmaban. El arte era la muestra de sus capacidades senmi-divinas, de su genio. Eran capaces de pintar y esculpir efigies ilusoriamente reales, carentes solo del hálito de la vida; a los autómatas no siquiera les faltaba, en apariencia, ese don. Como los alquimistas transmutaban materias desconocidos, fabricaban, al calor de los crisoles, pigmentos cuyos tonos no existían en la naturaleza, los procedimientos de cuya fabricación quedaban sellados a cal y canto. Eran sabios como sacerdotes cuando componían emblemas inescrutables. Y eran capaces de proyectar y de construir edificios en los que nada quedaba al azar, como si fueran la directa y precisa materialización de un sueño. Daban forma a los sueños más audaces, o más inconcretos.
Mas, ¿se les necesitaba como otrora? Distraían, entretenían, daban empaque y lustre al poder o suavizaban sus aspectos más hirientes, pero la vida de la metrópoli ¿dependían de su buen hacer? Trataron de llamar la atención, ostentosa o grotescamente. Pintaron y esculpieron imágenes y efigies cada vez más raras; lanzaron proclamas; defecaron en público; vendieron sus excrementos a precio de oro; se automutilaron; se proclamaron los guardianes de la verdad. Obtuvuieron ingentes cantidades de dinero; se les construyeron museos, se les cubrió de oro; fueron invitados a las fiestas del poder. Cabe la duda, enmpero,que no fueran, no sean, más que bufones que distraían al público de lo que en verdad movía la ciudad.
Los artistas como magos, capaces de cambiar el mundo, solo pudieron existir mientras la ciudad no se fundó. En cuanto el orden urbano se impuso, se convirtieron en productores de espejos que, en el mejor de los casos, turbaban leve o temporalemente el buen orden, antes de que se les condenara o se les expulsara, como Platón pedía.
La magia del arte no tiene cabida en la ciudad. Y el mundo no se concibe sin ciudades. El arte, como transformador del mundo, es un bello sueño. O un engaño. Ante el que caemos felizmente.
jueves, 6 de mayo de 2010
(La supervivencia del mito). Gerald McDermott: Sun Flight (Dédalo e Ícaro en el Laberinto) (1966)
http://www.geraldmcdermott.com/
miércoles, 5 de mayo de 2010
La fortuna de la ciudad
Las ciudades más antiguas solían recibir el nombre de la divinidad o de la figura heróica que las había fundado o que las protegía. Así, Alejandro, considerado un semi-dios, bautizó a Alejandría no bien la hubo fundado, y Atenas no podía esconder su dependencia para con la diosa guerrera Atenea que dominaba la urbe desde sus santuarios rebosantes de tesoros en lo alto del acrópolis.
Cuando las ciudades dejaron de dominar un territorio angosto y se convirtieron, tras Alejandro, en capitales de un imperio, una misma figura divina asumió la tarea de protegerlas y de personificarlas a todas. Recibía el nombre de Tiqué (en griego) o de Fortuna (en Roma).
Tique (o Fortuna) se representaba como una mujer joven, vestida con una túnica, de pie portando en una mano una gran cornucopia (el cuerno de la abundancia, rebosante de frutos y flores, que era uno de los cuernos de Aqueloo, el dios fluvial, arrancado, durante una pelea, por Herakes -o Hércules-, un héroe civilizador y fundador -de Barcelona, por ejemplo), y una tiara en la cabeza. Ésta, en forma de corona, se asemejaba a la muralla de una ciudad, salpicada de torres entre las que se abría una puerta de acceso y, en efecto, representaba o simbolizaba la ciudad (amurallada o no) a los cuidados de Fortuna.
Se puede considerar que la tiara era un atributo de Tique. Sin ésta, la divinidad se hubiera confundida con la Fortuna individual. Sin embargo, este atributo no era propio, sino que cubría a otra divinidad, relacionada con Tique, pero distinguible: Némesis, la temible diosa de la Venganza, que favorecía la (buena) fortuna de quienes habían sido ultrajados.
La corona era lo que identificaba a Tique (y a Némesis). Mas, en general, se trata de un objeto que designa a un ser superior. En Mesopotamia, solo los dioses (y los escasos reyes se fueron tentados de igualarse con los dioses) estaban autorizados a portar una tiara, un atributo, en este caso que permitía distinguir a las divinidades antropomórficas de los simples humanos.
Aunque era el trono y no la corona el atributo más valioso de un dios (por ejemplo Yavhé, cuyo trono constituye casi una divinidad a parte entera, emanada pero distinta de Él) o un monarca -que solo cae cuando pierde el trono, cuando es destronado, siendo un trono es el nombre que también reciben los ángeles de mayor relevancia), la corona, hoy, es un sinónimo de realeza: actúa como una metonimia del monarca o del poder que encarna.
La relación que Tique establació con la ciudad que defendía a través de la maqueta de aquélla no era, sin embargo, novedosa ni única. Ya en Mesopotamia (y, mas tarde, en Roma), cuando una ciudad se entregaba a un rey cuyo ejército la asediaba, enviaba a un mensajero que, postrado a los pies del rey vencedor, le ofrendada una maqueta de la ciudad, muy similar a la corona de Tique.
Una maqueta, en efecto, era lo que, en el Cristianismo, el fundador (real o miaginario) o protector de un santuario, un convento o una ciudad, sostenía en las manos, estableciendo, así, un estrecho vínculo entre el protector y el espacio protegido.
Las corona almenada sobre la testa de Tique era la iconografía más habitual de la diosa de la buena fortuna urbana. Ésta, al mismo tiempo, personificaba a una ciudad confiada y segura, en estrecho contacto con la divinidad protectora.
La relación entre la muralla-corona y Tique ofrece varias lecturas: la tiara corona a la diosa (y la identifica en tanto que diosa protectora de las ciudades o de una ciudad en particular: las Tiques de cada ciudad eran formalmente identicas, son indistinguibles, pero cada ciudad se relacionaba con una Tique o una personificación de la urbe).
Por tanto, podría pensarse que la ciudad es la que da sentido a la divinidad. Ésta se halla debajo de la ciudad, bajo la estructura -la muralla- que la identifica en tanto que ciudad (digna de ser defendida).
Entonces, Tique se comporta como una potencia del inframundo, una divinidad ctónica que vela, desde las profundidades de la tierra, por la vida de la ciudad. Ésta puede sentirse segura, ya que sus cimientos, que la enraizan en la tierra, son la misma Tique.
Sin embargo, no se puede evitar ver la corona como un adorno.
La cornucopia permite a Tique ejercer su fecunda protección: los beneficios que su acción aporta manan del cuerno de la abundancia. Sin éste, el gesto protector de la diosa no daría frutos.
La corona, por el contrario, situa a la ciudad sobre una base divina -la testa-: el contacto entre la urbe y la divinidad no puede ser más estrecho. La diosa acepta que la ciudad se pose sobre su delicada cabeza, cuyos mechones ondulados suavizan o animan sus rasgos hiératicos: Tique, como todas las divinidades greco-latinas, tiene una expresión distante o indiferente; no tiene una verdadera expresión. No expresa emoción o sentimiento alguno por aquello cuya suerte depende de la presencia o el buen hacer de la divinidad.
Tique seguiría siendo una diosa sin la corona -pero no podría manifestar su omnipotencia sin la cornucopia-. Mientras la ciudad necesita a Tique, ésta no requiere la presencia de la urbe. La relación no se establece entre entes iguales. Tique tiene la suerte de la ciudad en las manos (o en la cabexza). ¿Es fiable Tique?
La relación entre Tique (la Fortuna), Némesis (la Venganza Justiciera, equiparada, en Roma, con Invidia, ya que los celos despiertan deseos vengativos y tuercen la mirada, que lanza el mal de ojo -invidere significa mirar torvamente) y Ananké (el Destino aciago) no es tranquilizadora.
¿Quien garantiza que la ciudad no está a la merced de un envite de la "fortuna", un "coup de tête" (un deseo fortuito, un capricho, en francés) de la diosa que la lleva a tirar al suelo la corona que representa a la ciudad? Descansar sobre la testa de la suerte, o tentar la suerte; el destino de la ciudad pende de un hilo. Estar sobre la diosa no garantiza la seguridad de la urbe; antes bien, es una imagen poderosa de la ineludible inestabilidad de toda creación humana.
Tique coronada, entonces, simboliza el destino de la ciudad; y éste, como el de cualquier humano, es inescrutable, aunque se adivine que, más pronto que tarde, el derrume de las murallas acontecerá necesariamente.
"Mas la fortuna (tique) también deja en la oscuridad a los que combaten
antes de alcanzar su objetivo final, pues ella reparte de eso y aquello.
También las artimañas de hombres inferiores
atrapan y derriban al más poderoso"
(Píndaro, Oda Istmíca, 4, 49-51)
Toda ciudad es una Troya.
Comentario inspirado por Félix de Azúa: "Templo sin materia ni espíritu", Autobiografía sin vida, Mondadori, 2010, ps. 39-52, un libro de ineludible lectura.
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