miércoles, 5 de mayo de 2010

La fortuna de la ciudad




Las ciudades más antiguas solían recibir el nombre de la divinidad o de la figura heróica que las había fundado o que las protegía. Así, Alejandro, considerado un semi-dios, bautizó a Alejandría no bien la hubo fundado, y Atenas no podía esconder su dependencia para con la diosa guerrera Atenea que dominaba la urbe desde sus santuarios rebosantes de tesoros en lo alto del acrópolis.

Cuando las ciudades dejaron de dominar un territorio angosto y se convirtieron, tras Alejandro, en capitales de un imperio, una misma figura divina asumió la tarea de protegerlas y de personificarlas a todas. Recibía el nombre de Tiqué (en griego) o de Fortuna (en Roma).

Tique (o Fortuna) se representaba como una mujer joven, vestida con una túnica, de pie portando en una mano una gran cornucopia (el cuerno de la abundancia, rebosante de frutos y flores, que era uno de los cuernos de Aqueloo, el dios fluvial, arrancado, durante una pelea, por Herakes -o Hércules-, un héroe civilizador y fundador -de Barcelona, por ejemplo), y una tiara en la cabeza. Ésta, en forma de corona, se asemejaba a la muralla de una ciudad, salpicada de torres entre las que se abría una puerta de acceso y, en efecto, representaba o simbolizaba la ciudad (amurallada o no) a los cuidados de Fortuna.

Se puede considerar que la tiara era un atributo de Tique. Sin ésta, la divinidad se hubiera confundida con la Fortuna individual. Sin embargo, este atributo no era propio, sino que cubría a otra divinidad, relacionada con Tique, pero distinguible: Némesis, la temible diosa de la Venganza, que favorecía la (buena) fortuna de quienes habían sido ultrajados.

La corona era lo que identificaba a Tique (y a Némesis). Mas, en general, se trata de un objeto que designa a un ser superior. En Mesopotamia, solo los dioses (y los escasos reyes se fueron tentados de igualarse con los dioses) estaban autorizados a portar una tiara, un atributo, en este caso que permitía distinguir a las divinidades antropomórficas de los simples humanos.
Aunque era el trono y no la corona el atributo más valioso de un dios (por ejemplo Yavhé, cuyo trono constituye casi una divinidad a parte entera, emanada pero distinta de Él) o un monarca -que solo cae cuando pierde el trono, cuando es destronado, siendo un trono es el nombre que también reciben los ángeles de mayor relevancia), la corona, hoy, es un sinónimo de realeza: actúa como una metonimia del monarca o del poder que encarna.

La relación que Tique establació con la ciudad que defendía a través de la maqueta de aquélla no era, sin embargo, novedosa ni única. Ya en Mesopotamia (y, mas tarde, en Roma), cuando una ciudad se entregaba a un rey cuyo ejército la asediaba, enviaba a un mensajero que, postrado a los pies del rey vencedor, le ofrendada una maqueta de la ciudad, muy similar a la corona de Tique.
Una maqueta, en efecto, era lo que, en el Cristianismo, el fundador (real o miaginario) o protector de un santuario, un convento o una ciudad, sostenía en las manos, estableciendo, así, un estrecho vínculo entre el protector y el espacio protegido.

Las corona almenada sobre la testa de Tique era la iconografía más habitual de la diosa de la buena fortuna urbana. Ésta, al mismo tiempo, personificaba a una ciudad confiada y segura, en estrecho contacto con la divinidad protectora.

La relación entre la muralla-corona y Tique ofrece varias lecturas: la tiara corona a la diosa (y la identifica en tanto que diosa protectora de las ciudades o de una ciudad en particular: las Tiques de cada ciudad eran formalmente identicas, son indistinguibles, pero cada ciudad se relacionaba con una Tique o una personificación de la urbe).
Por tanto, podría pensarse que la ciudad es la que da sentido a la divinidad. Ésta se halla debajo de la ciudad, bajo la estructura -la muralla- que la identifica en tanto que ciudad (digna de ser defendida).
Entonces, Tique se comporta como una potencia del inframundo, una divinidad ctónica que vela, desde las profundidades de la tierra, por la vida de la ciudad. Ésta puede sentirse segura, ya que sus cimientos, que la enraizan en la tierra, son la misma Tique.

Sin embargo, no se puede evitar ver la corona como un adorno.
La cornucopia permite a Tique ejercer su fecunda protección: los beneficios que su acción aporta manan del cuerno de la abundancia. Sin éste, el gesto protector de la diosa no daría frutos.
La corona, por el contrario, situa a la ciudad sobre una base divina -la testa-: el contacto entre la urbe y la divinidad no puede ser más estrecho. La diosa acepta que la ciudad se pose sobre su delicada cabeza, cuyos mechones ondulados suavizan o animan sus rasgos hiératicos: Tique, como todas las divinidades greco-latinas, tiene una expresión distante o indiferente; no tiene una verdadera expresión. No expresa emoción o sentimiento alguno por aquello cuya suerte depende de la presencia o el buen hacer de la divinidad.

Tique seguiría siendo una diosa sin la corona -pero no podría manifestar su omnipotencia sin la cornucopia-. Mientras la ciudad necesita a Tique, ésta no requiere la presencia de la urbe. La relación no se establece entre entes iguales. Tique tiene la suerte de la ciudad en las manos (o en la cabexza). ¿Es fiable Tique?
La relación entre Tique (la Fortuna), Némesis (la Venganza Justiciera, equiparada, en Roma, con Invidia, ya que los celos despiertan deseos vengativos y tuercen la mirada, que lanza el mal de ojo -invidere significa mirar torvamente) y Ananké (el Destino aciago) no es tranquilizadora.

¿Quien garantiza que la ciudad no está a la merced de un envite de la "fortuna", un "coup de tête" (un deseo fortuito, un capricho, en francés) de la diosa que la lleva a tirar al suelo la corona que representa a la ciudad? Descansar sobre la testa de la suerte, o tentar la suerte; el destino de la ciudad pende de un hilo. Estar sobre la diosa no garantiza la seguridad de la urbe; antes bien, es una imagen poderosa de la ineludible inestabilidad de toda creación humana.

Tique coronada, entonces, simboliza el destino de la ciudad; y éste, como el de cualquier humano, es inescrutable, aunque se adivine que, más pronto que tarde, el derrume de las murallas acontecerá necesariamente.

"Mas la fortuna (tique) también deja en la oscuridad a los que combaten
antes de alcanzar su objetivo final, pues ella reparte de eso y aquello.
También las artimañas de hombres inferiores
atrapan y derriban al más poderoso"
(Píndaro, Oda Istmíca, 4, 49-51)

Toda ciudad es una Troya.


Comentario inspirado por Félix de Azúa: "Templo sin materia ni espíritu", Autobiografía sin vida, Mondadori, 2010, ps. 39-52, un libro de ineludible lectura.

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